Lunes, 24 de diciembre de 2007 | Hoy
DIALOGOS › JORGE SEMPRUN, INTELECTUAL Y ESCRITOR ESPAÑOL Y FRANCES
Conoció el exilio y la deportación en la adolescencia. Militante comunista, vivió en la clandestinidad, a saltos entre España y Francia, sus dos países. Fue ministro de Felipe González. Toda su vida de riesgo y compromiso la dedicó a la política y la acción. Y a las letras. Aquí, las memorias de un hombre que a los 84 años sigue escribiendo para no olvidar.
Por Juan Cruz *
Este hombre es memoria. Pura memoria.
En La escritura o la vida, Jorge Semprún cuenta su experiencia como deportado 44.904 en el campo de concentración de Buchenwald, en la Alemania de Hitler. “Todo me había ocurrido, ya nada podía sucederme. Nada sino la vida, para devorarla con avidez.”
Cuando se produjo la liberación, este joven, que sólo tenía 22 años y ya había sido resistente en Francia contra la Gestapo, bebió, bailó, corrió caminos hasta volver a París. Empezó a devorar la vida, y la devoró a veces con pasión y con placer, y a veces con melancolía, jamás con el sentimiento de la derrota.
Exiliado español, huérfano de madre muy pronto, hijo de un católico que había preferido la República, nieto de Antonio Maura, abrazó la diáspora mientras estaba en Biarritz, de vacaciones con su padre, y luego fue, en los años cincuenta, un comunista que desafió a Franco en España (durante un tiempo, en casa del poeta Angel González) con el nombre de Federico Sánchez. Luego fue expulsado por Santiago Carrillo del Partido Comunista de España, junto a Fernando Claudín, y siguió abrazando la escritura y la vida; fue guionista de muchas películas célebres, algunas de las cuales las hizo con Alain Resnais, Costa-Gavras y casi siempre con Yves Montand; noveló su vida y otras vidas (El largo viaje, La segunda muerte de Ramón Mercader, Aquel domingo, Autobiografía de Federico Sánchez), y fue ministro de Cultura con Felipe González entre 1988 y 1991.
Felipe lo llamó un día, le dijo que le divertía imaginar que los que lo persiguieron largo tiempo lo guardaran ahora, y le confió un sitio en el Consejo de Ministros. La vivienda que le asignaron estaba al lado de la casa donde vivió su infancia, muy cerca de la casa de su abuelo. Un día lo llevaron al domicilio de Antonio Maura, muchos años después, ya siendo ministro, y fue él quien guió, con una memoria que no ha conocido altibajos, los pasos de los que pretendían enseñarle el sitio de sus correrías de chico. “Aquí estaba la cama, aquí la mesilla, aquí tenía las pantuflas el abuelo.”
Con esa minuciosidad de orfebre de la memoria sigue contando Semprún, a sus 84 años, sus andanzas y también sus conversaciones. Le hablamos de un contemporáneo: “Sí, la primera vez que lo vi, él estaba vestido con una chaqueta verde, ¡verde para aquellos tiempos! Y estábamos en el café Varela, en Madrid; también estaba Pepe Hierro...” Sus memorias alcanzan una intensidad especial, emocionante, en ese libro que citamos al principio, La escritura o la vida (Tusquets, como casi toda su obra), donde acaso reempieza su biografía, donde renace Semprún con su propia identidad, despojado del pavor encerrado de la guerra que hizo Hitler.
Ahí hay un párrafo que acaso complementa esa decisión de “devorar” la vida, y que se produce enseguida que sale a la calle, liberado: “Mi cuerpo se relajó. Me acordé de que éramos libres. Una especie de violenta felicidad me invadió, un estremecimiento de toda el alma. Me acordé de que tenía proyectos para ese día que comenzaba”.
Tenía proyectos para ese día, tuvo proyectos siempre. Ahora, cuando lo vemos en París y él acaba de perder a su mujer, Colette, Jorge Semprún, que sufre ligeros achaques de salud, sigue teniendo proyectos: escribe más memorias, una novela en preparación y alterna unos ensayos políticos con ciertas reflexiones personales. Da un manotazo sobre la mesa, como descartando la posibilidad, cuando se le dice que a él, que ha sido premiado en París, en Francfurt y en Jerusalén, alguna vez tendrían que premiarlo en este país, en el que sirvió como soldado de frentes políticos y civiles; habla en voz baja de los que devinieron enemigos suyos (Carrillo: ésta es una voz de su diccionario tachado); come con apetito en un viejo bistrot del que tiene una memoria nítida, y eso que estuvo en él hace treinta años.
Aún sueña con algunos hechos de su vida, y el más recurrente le sitúa, junto a Claudín, venciendo en su lucha contra Carrillo, en el PCE. Luego se despierta, y sigue viviendo, devorando, como puede, la vida. En su casa, rodeado de cuadros (algunos de ellos, de su gran amigo Eduardo Arroyo) y libros, sobre todo de arte, Semprún se pregunta: “¿Y de qué quieres hablar? Si ya lo he dicho todo”. De la infancia; queríamos hablar de la infancia, sobre todo, ochenta años después.
–Volvamos a La escritura o la vida. Ahí hay una frase que usted le dice a un compañero de la Resistencia, cuando van a apresar a un alemán. Y el alemán se pone a cantar.
–Sí, canta La paloma en alemán. Y yo me quedo paralizado. Y su compañero se asusta. Sí, me pregunta: ¿qué te está pasando?, o algo así.
–Y usted le dice: “Me está pasando La paloma. Eso es todo. La infancia española que me golpea en pleno rostro”.
–Sí, eso ocurrió entre 1943 y 1944. Y estábamos en una emboscada otros resistentes franceses y yo... Y viene un soldado alemán con su moto; se acerca a un río, a beber agua, supongo; nosotros lo vigilamos. Era una ocasión perfecta para disparar, quitarle el arma, quedarnos con su moto. Y cuando vamos a disparar, el chico se pone a cantar La paloma en alemán. ¡Era una canción de mi infancia, de la calle, de Madrid! Yo no podía disparar contra aquel pobre soldado alemán.
–¿Y cuál es el momento más antiguo que le ha pasado por su memoria, de su infancia, Semprún?
–Casi parece inverosímil. Yo mismo he creído que era inverosímil. Que no era un recuerdo como tal, sino reconstruido a base de relatos de mi madre. Según mis cálculos, es de cuando yo tenía dos años. Mi madre nos llevaba a dos o tres de sus hijos –éramos siete, no podíamos ir todos– a ver a mi abuelo. Estaba ya recluido en su casa, viejito, enfermo. Recuerdo la escena exactamente. La barba blanca, la manta escocesa sobre las rodillas, todos los detalles. Cuando hago los cálculos me doy cuenta de que yo debo de tener dos años, porque yo nací en 1923 y el abuelo murió en 1925.
–Pero muchos años más tarde recordaba perfectamente el lugar...
–Sí, en 1988, cuando Felipe me hizo ministro, el duque de Maura de esta época, mi primo Pérez Maura, me invitó a comer a esa casa. Y les conté la historia. Entonces él me invitó a ir a la planta baja de la casa, que se conserva tal como fue entonces. Cruzamos por un laberinto de pasillos, hasta el despacho del abuelo. Y allí estaba la silla que yo recordaba, tal cual. Le digo a mi primo: “¿Y dónde está la manta escocesa?” Y me dice: “La hemos tenido que tirar, se había apolillado”. O sea, que hasta la manta escocesa era verdad.
–Un instrumento extraordinario la memoria.
–Sí, para bien y para mal. Extraordinario.
–Le ha servido como escritor.
–Y para vivir. Un político clandestino que trabaja con nombre supuesto tiene que recordar muy bien cuál es su identidad falsa. Si te llaman por ese nombre y no contestás estás muerto. Y si contestás a tu nombre verdadero estás muerto también. La memoria es el hilo de la identidad. Yo sé quién soy porque recuerdo tal y tal cosa, y luego recuerdo toda la vida. Pero si tienes poca memoria es posible que llegues a no saber quién eres.
–Usted ha ido memorizando algunos de los acontecimientos más graves del siglo XX. Primero, la Guerra Civil.
–Pero eso no es mérito mío. Nací en 1923, así que la guerra empieza cuando tengo 13 años, me meto en la Resistencia cuando tengo 18, me deportan cuando tengo 19. Eso tiene sus consecuencias personales, claro, imagínate el torbellino, un chiquillo y ya con todas esas experiencias. La época no la he elegido yo. Dentro de esa época he elegido ser una cosa y no la otra.
–Otro recuerdo en el que usted hurga en sus libros es el del pasillo de su casa, ese hueco en el que al final usted cree que hay un tesoro...
–Había ropa. Los secretos que yo creía que había eran los secretos de la intimidad. Y la relación con mi madre se trunca, así que siempre se queda el misterio; ella murió en 1932, cuando éramos muy pequeños. Yo tenía ocho años, y ésa es una edad en la que los recuerdos se quedan como episodios intensos, y todo se mezcla luego, cuando evocas. La infancia es una relación que pesa mucho; la madre, la ausencia de la madre, la patria, esa palabra tan rara de manejar. El exilio, todo en una misma época, o casi, se concentra en el período de la infancia. Yo podría estar escribiendo, si tuviera tiempo y ganas, veinte libros sobre la infancia. Pero sucede que no tengo tiempo ni ganas. Yo era un niño cuando llega la II República, y era un chiquillo cuando empieza la guerra. Qué materiales para la escritura.
–Está en Buchenwald aún cuando recuerda el 14 de abril de 1945.
–Los americanos nos habían liberado el 11 de abril, pero seguíamos allí. Y, es curioso, de los 18 días que pasan entre que salgo del campo y regreso a París tengo muy pocos recuerdos.
–Dieciocho días sin recuerdos.
–Poquísimos. Si pongo juntos esos 18 días y los reacomodo, tendré cuatro o cinco horas de recuerdos, no más. ¿Qué ha pasado con ese tiempo? ¿Qué he hecho? Conozco el marco geográfico, el escenario; dormía en el barracón de siempre, pero comíamos mejor. A veces la memoria te juega malas pasadas.
–A veces ayuda, olvidando.
–He pensado eso alguna vez. Pero, claro, buscando, indagando, haciendo un esfuerzo de memoria, puedes llegar a reconstruir momentos.
–Lo que sí queda claro es que usted fue plenamente consciente de los períodos históricos que vivió antes, en la infancia. Y en un momento de sus memorias declara, sobre la Guerra Civil: “Era inevitable” ¿Por qué percibía que lo era?
–Tengo las imágenes directas de aquella época. Tengo recuerdos de radio, de discursos. Y los discursos llevaban a una guerra civil. Una época de enorme tensión. Y ahora, cuando está terminándose 2007, escuchas algunos discursos y oyes otra vez el latido que entonces hacía presagiar la Guerra Civil.
–¿Tanto?
–Exactamente el discurso de 1936, en los momentos previos a la Guerra Civil. Lo que pasa es que ahora España ha cambiado, el mundo ha cambiado, no estamos en la misma situación; eso no quiere decir, por tanto, que ese discurso vaya a terminar en guerra civil. Pero hay veces que oyes algún discurso de la derecha española o de una fracción de la derecha española de hoy y recuerdas exactamente el discurso de 1936: la España rota, la España destruida. Parece que no les falta más que reinventar algunos de los lemas del franquismo: “Más vale una España rota que una España roja”. Hasta ahí no llegan.
–Hace diez años, usted hizo la misma advertencia: “Esto que está pasando me recuerda lo que sucedió entonces”.
–Pero entonces a esos discursos sucedió una guerra, que muchos vimos como inevitable. ¿Por qué la vi como inevitable? Porque cada día de febrero, de marzo de 1936, cada día era día de guerra civil. Guerra civil semicontrolada, una guerra civil que todavía no alcanzaba su punto de ignición, pero era ya ése el clima que se vivía. En este momento no estoy atribuyendo responsabilidades más a unos que a otros, sino que estoy diciendo que se vivía como inevitable. En algunos sectores casi se deseaba, para que estallara la enorme presión que había en el país.
–¿Algún recuerdo concreto?
–No por haberlo vivido, sino por habérselo oído contar a mi padre; alguna reunión previa a la Guerrra Civil, de 1936. El había ido a casa de un amigo íntimo suyo, Eusebio Oliver, gastroenterólogo. Allí iba a leer Federico García Lorca La casa de Bernarda Alba. Al final de la lectura y de la cena se habló de la situación; algunos de los asistentes, con gran asombro de mi padre, no sólo veían la guerra como inminente, sino que deseaban que hubiera una intervención, a ver si acababa el desasosiego. Y es ahí donde Federico decidió y dijo: “Yo me voy de Madrid, a Granada, que es más tranquila, por si pasa algo”. Y en Granada lo mataron. No es un recuerdo que haya vivido yo, me lo contó mi padre al poco de ocurrir.
–Da escalofrío hoy recordar lo que se dijo en esa reunión, la decisión de Lorca. ¿No sigue estando ese espíritu en el inconsciente de los españoles?
–Bueno, habría que ver. Yo creo que está en algunos discursos. Pero la experiencia profunda está en contra de eso. Esos discursos están bastante superados; la experiencia de la reconciliación, de la superación de aquellas cosas, es la que prevalece, por mucho que ahora se evoque de nuevo un espíritu contrario.
–Su madre murió muy pronto. ¿Cuál es su recuerdo?
–Estaba muy presente, era muy cariñosa, y en mi recuerdo, bellísima... Pero no puedo contrastar mi recuerdo con la realidad porque no tengo nada sino mi propio recuerdo. No hay ningún recuerdo de la familia. La Guerra Civil nos sorprendió de vacaciones; allí, en la casa, se quedaron los papeles, las fotos... Madrid, barrio de Salamanca, una casa burguesa: aquello fue saqueado a conciencia.
–¿Y no hay ni una foto?
–No queda nada. La única foto que yo tengo de mi madre es una reproducida de un reportaje de la revista Blanco y Negro, en una recepción en la casa de don Antonio Maura, director de la Real Academia. Y en una de esas fotos están las hijas de don Antonio... Incluso no tengo la certeza absoluta de que ella sea la hija, porque en la inscripción que hay en el pie de la foto no está muy clara su identidad.
–Pero tiene recuerdos de ella.
–Son recuerdos de infancia, y de primera infancia. Ella murió cuando yo era muy niño de una cosa absurda: una infección producida por el roce de un zapato demasiado estrecho. Entonces no existía la penicilina, con ella no se hubiera muerto.
–¿Y su padre?
–Era un hombre muy valiente intelectualmente. Se sumó a la República, siendo católico. Pero era un hombre sin sentido práctico de la vida. A veces me recuerda a personajes de las novelas rusas, de Chéjov, por ejemplo. Lo único práctico que hacía era conducir un coche, eso lo hacía muy bien. ¡Pero era incapaz de llevar una carta al buzón!
–La guerra los alcanza fuera de España.
–Sí, y durante algún tiempo seguíamos confiando en que la guerra terminaría favorablemente para la República. El exilio se nos vino encima ya en 1939. Pero, curiosamente, para mí se interrumpe en 1943, cuando entro en el campo de concentración de Buchenwald.
–Lo detuvieron como español.
–Sí, yo tenía una identidad falsa. Los alemanes se extrañaron de que fuera un español; un aliado, a fin de cuentas. La documentación provenía del consulado español; nos recomendaron que nos hiciéramos la documentación ahí, por la foto, era más fiable, y luego me cambiaron el nombre, Sorel. Era muy visible la falsificación. Me arrestaron, pero no me interrogaron enseguida, de modo que tuve tiempo de fabricarme una historia. Les monté una estrategia, pero se cansaron antes de que la desarrollara del todo. Y no me mataron, me deportaron. Tenía mucho aguante.
–¿Y de dónde venía esa madurez, esa capacidad de reaccionar?
–Es una consecuencia de la historia. A los 16 años, en París con mi padre, no teníamos un céntimo; él daba clases en un colegio religioso en las afueras de París. Así que yo me las tuve que arreglar.
–Y le sirvió para la clandestinidad y para el campo de concentración.
–Más para la clandestinidad que para el campo, porque en la clandestinidad estuve más años. En la España franquista te podían dar palizas de muerte si te localizaban, pero en el campo ibas al crematorio si te hallaban haciendo trabajos clandestinos.
–¿Cuál es para usted la foto de su llegada al campo?
–Clarísima: un tren en el que estoy cinco días y cuatro noches, 120 personas apretadas en un vagón de mercancías; tanto que yo, durante todo el viaje, casi nunca pude tener los dos pies apoyados en el suelo al mismo tiempo. Allí nadie respiraba, el calor era insoportable...
–Y el olor.
–El mal olor. Pero al llegar a la estación del campo, la escena fue wagneriana. Un sitio con focos potentísimos en mitad de la noche, los perros de las SS, las águilas hitlerianas. Y llegas a una puerta monumental, y a partir de esa puerta, el silencio. Te acompañan personajes que no van de uniforme, pero tampoco llevan el traje a rayas; son los internos que están a cargo del orden del campo. Aquellos hombres van cubiertos de...
–...harapos...
–Como yo mismo enseguida. Uno de esos tipos me dice, en alemán: “Se ha terminado. Habéis llegado. Somos antifascistas como vosotros”. ¡Es una locura! ¡Llegas y no entiendes nada! Claro, lo entiendes unos días después. Es un cambio brusco, de los perros que te amedrentan, los culatazos, a este ambiente de silencio que ordenan los tuyos. No hay gritos, ni insultos, ni porrazos. Todos los campos no eran así, en éste los antifascistas tenían el poder interno, era un campo muy especial.
–Volvió en 1992. Y escribió: “Una vida más tarde, varias vidas, varias muertes más tarde, estaba de nuevo en el dramático espacio vacío del Appelpltaz de Buchenwald”. Un momento tremendo.
–Yo no quería volver, y nunca regresé en esas excursiones de sobrevivientes. Además, dos meses más tarde de haber sido evacuado volvió a abrirse como campo de concentración de la policía política soviética, en su zona de ocupación. Pero cuando se reunificó Alemania y ya ése era un campo de la memoria, pude volver a Buchenwald, incitado por un programa de la televisión francesa. Yo estaba escribiendo La escritura o la vida, y me costaba, y pensé que quizá volviendo al campo podía rememorar mejor lo que había sucedido. Fui con los nietos, de 17 y 20 años.
–¿Cómo fue la conversación con los nietos?
–Fue muy buena; yo nunca había contado en familia lo que sucedió allí. Y los jóvenes tienen una mirada sobre el pasado realmente desaprensiva, insolente incluso. Y ahí me pasó una anécdota curiosa. Mientras les estaba contando el primer interrogatorio, sobre mi oficio, un hombre que estaba en la recepción de este lugar de memoria me rectifica. “No fue así”, dice. En la ficha, que fue a buscar, no decía que yo fuera estudiante, como yo creía que decía. Decía: “Estuquista”. Se decía parecido, y quien me recibió en el campo me lo había dicho, en efecto: aquí se salva quien sabe hacer algo, y puso estuquista. Francisco Largo Caballero fue estuquista. Y aparecer como estuquista me salvó la vida, porque era un oficio especializado.
–¿E hizo algún trabajo de estuquista?
–Nada, nada. Me mandaron a la oficina, donde era necesario hablar alemán. Ese era otro privilegio; si no hubiera sabido alemán habría trabajado con pico y pala.
–¿Qué es lo más difícil de recordar de todo lo que usted ha recordado?
–Las posibilidades del hombre de hacer el mal. En mis recuerdos del campo no insisto voluntariamente en los horrores que puede provocar la posibilidad humana de hacer el mal. Insisto en la posibilidad de hacer el bien. Yo prefiero recordar al hombre rompiendo un trozo de su pan para dárselo a un compañero.
–Dice usted mucho la metáfora del pan.
–Porque es el símbolo de la vida. “El pan nuestro de cada día.” El que no tuviera pan se moría de hambre. El pan, además, se iba achicando a medida que avanzaba la guerra, se convertía en nada. Y terminabas devorándolo; bueno, no: masticándolo eternamente, hasta el final. Para que durara lo más posible.
–Dígame, Semprún, cómo fue ese momento, esa foto final de Buchenwald, el 11 de abril de 1945.
–A las ocho de la mañana se oyen las sirenas de alarma, los altavoces avisan a las SS de que deben replegarse. Luego los aviones americanos empiezan a volar muy bajo, por encima del campo. Se retiran las SS. Los primeros americanos que entran en el campo llegan a las cinco de la tarde, y se encuentran que allí dentro hay un verdadero ejército en armas. Y fuimos saliendo, unos con fusiles, otros con bazucas, un arma absurda.
–Y dice usted: “Todo me había ocurrido, ya nada podía ocurrirme. Nada sino la vida”.
–No recordaba haber escrito eso. Y además, aun no recordándolo, confirmo que es exactamente la impresión, la sensación que tenía en aquel momento.
–Y no ha cesado de tenerla, y de contarlo. Cuando dejó la casa de Angel González y abandonó la clandestinidad madrileña, le dijo al poeta que le dio cobijo: “Lo que yo quiero ser de veras es un escritor”. Pero todo conspiraba para que fuera un activista.
–Sí, en efecto. Yo quería ser escritor desde los ocho años. Mi madre lo dijo un día, en Santander: “Este –hablando de mí– será, o escritor, o presidente de la República”. Para presidente de la República se me cerró la posibilidad. Entonces soy escritor.
–¿Y ahora qué escribe?
–Estación de ánimas. Es un libro muy extraño. No es una novela, ni un relato, ni un ensayo. Parte de una sentencia de Séneca, sobre la muerte: “Postem mortem nihil est”. La muerte misma no es nada. Eso es para mí la muerte, y eso es lo más angustioso, no es nada. La idea de nada.
–¿Y usted cómo se lleva con su propia memoria?
–Muy bien. Sin memoria, sin seudónimos, sin falsas identidades, yo no existiría.
* De El País, de Madrid. Especial para Página/12.
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