DISCOS › TRES OBRAS DE MUSICA CLASICA COMPUESTAS POR NINO ROTA
La modernidad melancólica
Un álbum/libro reúne, en versiones de gran nivel, algunas de las obras de concierto del autor de las bandas de sonido de Fellini.
Por Diego Fischerman
La tentación es imaginárselo con un trajecito de marinero y con la insinuación de una sonrisa forzada cuando a los 12 años le dio la mano a Stravinsky y le dijo “yo también soy compositor”. Y, de paso, hacer referencia a los niños en Amarcord o en La Nave Va y utilizar para él el dudoso adjetivo “felliniano” –un adjetivo cuyo sentido contribuyó a crear como nadie–. Y es que resulta imposible imaginarse los films de Federico Fellini sin la música de Nino Rota Rinaldi.
Llamado por la crítica “el nuevo Mozart”, él improvisaba en el piano armonizaciones sobre canciones conocidas desde los 8 años y a los 11 estrenó en Milán, dirigiendo él mismo, su primer oratorio, L’Infanzia di San Giovanne Battista, para solista, coro, orquesta y órgano, compuesto un año atrás, como homenaje a su padre recién fallecido. Nacido en 1911, alumno de Ildebrando Pizzetti y Alfredo Casella, protegido de Toscanini –que le consiguió una beca en Philadelphia, donde estudió dirección orquestal con Fritz Reiner– y apasionado por el Renacimiento (su tesis doctoral fue sobre el compositor y teórico veneciano Gioseffo Zarlino), Nino Rota compuso su primera música para el cine en 1933. El film celebraba el Treno Popolare y, según su biógrafo Pier Marco De Santi, su banda de sonido estaba escrita “en perfecto estilo fascista”. Más adelante compondría la música para El Padrino (la de la segunda parte le valdría su único Oscar), pero mientras tanto se conformaba con enseñar en el Conservatorio de Taranto y, más tarde, en el Conservatorio Nicola Piccinni de Bari. Compositor de varias óperas –entre ellas Il Capello di Paglia di Firenze, Torquemada y La vista Maravigliosa, inspirada en un relato de H. G. Wells–, innumerables conciertos, música de cámara y hasta obras didácticas para piano, Nino Rota fue famoso, sin embargo, por otra cosa. Por inventar el único correlato sonoro posible para las películas de Fellini: esa mezcla entre politonalismo, ritmos festivos y danzas lentas siempre algo destartaladas; esa suerte de música de calesita desafinada o de organito callejero en mal estado que fue su indudable marca de fábrica. Las tradiciones italianas son inevitables: la orquestación de Puccini en ese monumento del naturalismo que es Il Tabarro –la primera parte de Il Trittico–; los payasos de Leoncavallo; antes, la Commedia dell’arte. También, la idealización del clasicismo y de la antigüedad (la misma que aparece en Respighi) y esa especie de stravinskyanismo filtrado por la canzonetta napolitana que tanto fascinó a Fellini pero, también, a Coppola, King Vidor (Guerra y Paz), Visconti (El Gatopardo) y Zeffirelli. Pero hay otra característica en la obra de Rota y es su permanente reciclaje de materiales. En muchos aspectos él se concebía a sí mismo mucho más cerca de un compositor del barroco –un artesano al servicio de necesidades sociales– que un heredero de la concepción beethoveniana según la cual cada obra es el doloroso resultado de un drama interior. Y el excelente disco que acaba de llegar a Buenos Aires, editado por Harmonia Mundi –una edición que incluye un libro bellísimo y se consigue en disquerías especializadas–, lo pone de manifiesto. Allí, Josep Pons dirige a la Orquesta Ciudad de Granada y al pianista Benede-
tto Lupo en versiones impecables y notablemente grabadas de tres obras.
La primera es una suite sinfónica extraída del ballet que compuso en 1966 para La Scala de Milán a partir de los temas que había utilizado en 1954 para el film La strada. La segunda es el magnífico Concerto Soirée, que utiliza materiales extraídos de La strada y de Otto e mezzo –con Lupo como solista–. Y la tercera es Danzas para el film “Il Gattopardo”, concebidas para el film dirigido por Lu-
cchino Visconti en 1963. Si bien este es casi el caso inverso, ya que la música fue terminada antes que el film, en ella no hay ni un tema que no pertenezca a una obra previa, empezando por el tercer movimiento de su Sinfonía sopra una canzone d’amore –que, además, ya había usado en 1948, en la banda de sonido de Lamontaña de cristal, de Henry Crass– y un vals inédito de Giuseppe Verdi, que se convirtió en la música para la famosa escena del baile en el Palazzo Ponteleone. Compuesta por afuera de las polémicas alrededor del tonalismo o atonalismo y de casi todas las preocupaciones acerca del lenguaje que circularon por las vanguardias del siglo XX, esta música resulta atractiva a partir de una particular relectura del barroco y el clasicismo y de los gestos populares y cierto culto de una modernidad elegante y melancólica, situada más allá de cualquier moda estética.