Lunes, 12 de mayo de 2008 | Hoy
ECONOMíA › LA CUESTIóN FEDERAL Y LA REFORMA DE LA LEY DE COPARTICIPACIóN
En momentos en que la discusión sobre las retenciones y la apropiación de esos recursos exclusivamente por parte de la Nación vuelve a plantearse, es necesario abordar el complejo sistema de distribución de los ingresos tributarios con las provincias.
Producción: Tomás Lukin
Por Oscar Cetrángolo *
Pocos saben a ciencia cierta para qué sirve pero cada vez que se quiere dar un ejemplo contundente de reformas estructurales pendientes, ahí aparece en la lista de preferidos la necesidad de una nueva ley de coparticipación. No parece fácil decir algo nuevo sobre el tema pero, al menos, trataré de ponerlo en términos que sirvan al debate necesario bajo las actuales circunstancias.
En esencia, una ley de coparticipación, al definir el reparto de la recaudación de impuestos nacionales entre la Nación y las provincias, determina una parte sustancial del financiamiento de las políticas que lleva a cabo cada nivel de gobierno. Es claro que no define las políticas, aunque puede incorporar incentivos financieros que las sustenten u obstaculicen.
Hoy, los procesos de reforma de las políticas públicas y su financiamiento alertan sobre la dificultad de lograr un régimen de reparto estable que, además, asegure una provisión equitativa de los servicios públicos, sin afectar la solvencia fiscal. En materia de ingresos, sin ser el único tema de discusión al respecto, el debate sobre los derechos de exportación (no coparticipables) es, sin duda, el más vigente. No obstante, la elección del nivel razonable de retenciones en el largo plazo no corresponde al ámbito exclusivo de política fiscal. Se vincula, necesariamente, con definiciones macroeconómicas (política cambiaria, precios relativos domésticos, mercados internacionales) y demanda un debate sobre el mejor instrumento fiscal para captar una porción de las rentas provenientes de esos factores.
Tal vez más importante sea la determinación de cuál será la responsabilidad de la Nación y de las provincias en el futuro de las políticas públicas. Sobre este aspecto también estamos en momentos de una necesaria reformulación que, en principio, demandaría una mayor acción del gobierno central. Algunos temas ayudarán a comprender los alcances de la reformulación.
En primer lugar, una vez reconocido que el empleo no es más el mecanismo excluyente de integración social se debe enfrentar la necesidad de una modernización de los sistemas de protección social, en donde aspectos que antaño quedaban bajo la órbita de esquemas de seguridad social contributiva, en el futuro deberán ser financiados por recursos de rentas generales, en principio, a cargo de la Nación.
En segundo lugar, la necesaria mejora de los servicios públicos descentralizados demandará políticas de coordinación y compensación de diferencias desde los gobiernos centrales. Teniendo en cuenta que políticas con altísimo impacto sobre la equidad (como salud y educación públicas) han sido descentralizadas a lo largo de un territorio con capacidades muy diferentes, no sólo en términos financieros sino también de gestión, el tema cobra especial relevancia en Argentina. Se suele sostener que la descentralización mejora la calidad de los servicios ya que al decidirse su alcance y financiamiento en el ámbito local cada ciudadano votará a las autoridades que mejor representen sus gustos o, en todo caso, lo hará con los pies. Sucede que en un país donde el producto por habitante de provincias como Santa Cruz o la ciudad de Buenos Aires es casi nueve veces mayor que el de Formosa, el voto con los pies se parece mucho a un voto calificado.
En tercer lugar, se cuentan las demandas de políticas federales que atiendan al desarrollo productivo local y la necesaria reformulación y fortalecimiento de los planes de inversión pública orientados hacia el logro de mejoras en la competitividad y tasas de crecimiento altas y sostenibles.
En resumen, el régimen de coparticipación federal de impuestos no puede ser una mera excusa para no discutir las reformas necesarias en las políticas públicas. Es el momento de debatir reformas en las políticas sectoriales y definir el esquema de intervención pública para el futuro. Simultáneamente, la definición de la política tributaria completa la definición y asegura la sostenibilidad fiscal del agregado. Recién después de esas definiciones tiene sentido preguntarse por un nuevo esquema de coparticipación estable.
* Economista, investigador de la Cepal y profesor de la UBA.
Por Jorge Gaggero *
La coparticipación de impuestos es una pieza central del muy imperfecto sistema fiscal federal que supo darse la Argentina. Las cuestiones de la descentralización provincial y la autonomía municipal son, a su vez, componentes claves de la reforma federal (eternamente) pendiente. Por varias razones.
Primero, la política. Uno de los fundadores intelectuales del federalismo, Alexis de Tocqueville, lo explicó con claridad: “El sistema federal tiene como fin unir las ventajas que los pueblos sacan de la grandeza y de la pequeñez de su territorio. Las pequeñas naciones son libres y democráticas pero son débiles. Las grandes son fuertes pero tienden al despotismo”. En su visión el federalismo es entonces el sistema político ideal para las grandes naciones, al permitir moderar su “tendencia natural” a generar gobiernos fuertes, con inclinación autoritaria, mediante una constelación de poderes locales (provinciales y municipales, en nuestro caso), más pequeños y (suponía Tocqueville) más democráticos.
Nuestro proceso histórico muestra, en segundo lugar, una secuencia de construcción institucional “de abajo hacia arriba”: primero fue el municipio, en la colonia; con la independencia, las provincias se constituyeron y afianzaron (con dispar fortaleza) antes que el propio Estado nacional; la República comenzó tarde –hace apenas un siglo y medio– su camino, cuando fue posible establecer una institucionalidad aceptable para las provincias confederadas. Esta secuencia no aparece hoy reflejada en el funcionamiento federal. La fortaleza relativa de los tres niveles de gobierno muestra un orden inverso al de su génesis: el municipio, notablemente postergado en su desarrollo, es el “eslabón débil” de la cadena federal; lo secundan las provincias, muy debilitadas en relación con el poder que supieron tener en la etapa fundacional, y el Estado central se ha fortalecido, en términos relativos.
Tercero, las transformaciones de largo plazo han resultado en un federalismo fiscal con graves desbalances. El gobierno nacional concentra una desproporcionada responsabilidad en la recaudación de los ingresos públicos. Mientras, los gobiernos subnacionales –sobre todo las provincias– han asumido un abanico cada vez más amplio y costoso de funciones (en especial, las asociadas con el gasto social) sin que se haya verificado un paralelo crecimiento de sus recursos tributarios. Para peor, los recursos coparticipados que se les transfieren desde el Estado nacional –una parte de los impuestos que éste recauda, que son de propiedad provincial– resultan cada vez más retaceados, como consecuencia de los históricos “desvíos” que engruesan la caja de la administración central.
Este desbalance entre crecientes responsabilidades de gasto, limitados recursos de recaudación propia –en parte por responsabilidades que escapan a las provincias pero en buena medida también por sus defecciones–- y menguadas transferencias desde el centro, tiene serias consecuencias que todos conocemos y sufrimos. Las principales:
- los problemas de solvencia (los recurrentes déficit provinciales y municipales, difíciles de cerrar);
- la muy limitada responsabilidad fiscal de los gobiernos (cuando el gasto no va acompañado del costo de recaudar, es muy difícil lograr su disciplina);
- la imposibilidad de un efectivo control democrático por parte de quienes pagan los impuestos (cuando el poder recaudador está muy lejos y los vericuetos del gasto y los ingresos públicos son incomprensibles, no es posible informarse ni reclamar);
- la cada vez más visible debilidad política de las autoridades subnacionales, crecientemente subordinadas a las “dádivas” de la administración central (no es posible una verdadera autonomía política sin un nivel razonable de autonomía fiscal).
Estos desequilibrios estructurales demandan un adecuado conjunto de reformas que permita completar el proceso de descentralización federal, avanzando en el campo tributario, y mejorar también de modo sustancial la coordinación entre niveles de gobierno (tanto en materia normativa como de gestión, y tanto en el plano del gasto como en el de los ingresos y la deuda pública). La necesaria reforma del sistema de coparticipación federal de impuestos resulta una pieza indispensable del rompecabezas a armar.
(Estas líneas fueron escritas hace seis años, y medio, cuando el régimen de convertibilidad se derrumbaba; conservan sustancial actualidad porque ninguna reforma estructural se ha intentado en este campo.)
* Economista, investigador en el Cefid-ar y miembro del Plan Fénix.
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