Lunes, 17 de noviembre de 2008 | Hoy
ECONOMíA › TEMAS DE DEBATE: POLíTICAS DE EMPLEO
Algunas empresas anunciaron reducciones en las horas trabajadas, suspensiones y despidos debido a la retracción en la demanda que provocó la recesión global. Los especialistas afirman que el Estado debe intervenir activamente para preservar la ocupación.
Producción: Tomás Lukin
Por Ana Laura Fernández * y Mariana González **
Desde la caída del banco Lehman Brothers hace ya dos meses, día a día se suman las voces que advierten sobre la gravedad de la crisis que ha comenzado a atravesar la economía mundial. Sin dudas no se trata sólo de una crisis financiera; por el contrario, ya está empezando a hacer sentir sus efectos sobre la economía real. Diferentes analistas coinciden en que ésta es una crisis profunda, cuya magnitud sólo puede ser comparable con la de la Gran Depresión. A diferencia de otros momentos de turbulencia mundial, la Argentina y los países de América latina en general se encuentran en una situación macroeconómica más sólida a la hora de recibir el cimbronazo. Esta vez, la región se enfrentará a las condiciones adversas luego de un período de más de un lustro de elevado crecimiento y creación de empleo, con balances fiscales sólidos y cuentas corrientes superavitarias. Sin embargo, la crisis que se avecina es de una dimensión tal que ninguna economía puede sustraerse completamente a ella.
En nuestro país, puede esperarse que la crisis se filtre a través de varios canales. La fuerte caída de los precios de los productos que la Argentina exporta implicará que se reduzca o desaparezca el superávit comercial y que, a su vez, disminuyan los ingresos fiscales. La recesión que se espera en varios países, además, tendrá una incidencia negativa sobre la demanda de nuestras exportaciones. Por otro lado, el escenario de iliquidez a nivel mundial probablemente dificulte el acceso al crédito, ejerciendo un efecto depresor sobre la inversión y el consumo de bienes durables.
Aunque en la mayoría de los casos los efectos negativos parecen estar anticipándose en el tiempo como consecuencia de las funestas expectativas que se despertaron, algunos sectores de actividad, especialmente los más expuestos a los avatares de la economía mundial, muestran ya algunos primeros signos de contracción. Ejemplos de ello son los sectores automotor y financiero. Dentro de estas ramas algunas empresas anunciaron reducciones en las horas trabajadas, suspensiones y despidos, adelantando una de las consecuencias más duras que la crisis podrá tener sobre la clase trabajadora. En efecto, es el trabajador quien suele quedar más desprotegido ante las situaciones de crisis económicas; más aún porque junto con su puesto de trabajo lo que está en juego son su propia supervivencia y la de su familia.
Una de las principales lecciones que dejó la recuperación del mercado laboral en los últimos años es que el crecimiento de la ocupación es fundamental para lograr avances en términos de salarios y condiciones de trabajo. Por lo tanto, para evitar que en nuestro país los trabajadores sean, una vez más, quienes carguen con la peor parte del ajuste, es esencial que desde el Estado se impulsen medidas tendientes a proteger el empleo y la producción.
Ello resulta más urgente si se tiene en cuenta que el mercado de trabajo venía mostrando, incluso antes del estallido de la crisis mundial, algunos signos de pérdida de dinamismo. En efecto, la tasa de empleo ha dejado de incrementarse desde fines de 2006: mientras que entre los segundos trimestres de 2003 y de 2007 creció de 37,4 a 42,4 por ciento, en el mismo trimestre de 2008 disminuyó a 42,2 por ciento. Los salarios reales también resultaron afectados. La evidencia disponible, a partir de la utilización de índices de precios alternativos al IPC oficial, muestra un estancamiento –e incluso leves caídas– del poder adquisitivo de los ingresos laborales en el último año y medio.
Frente a este panorama, cabe preguntarse qué podría hacer el Estado para preservar la ocupación. En principio, es imprescindible que interponga los medios necesarios para desincentivar los despidos a través de medidas específicas como, por ejemplo, la recientemente eliminada doble indemnización. Adicionalmente, debe fortalecerse el rol de las instituciones laborales, y en particular de la negociación colectiva, en el arbitraje entre empresarios y trabajadores para paliar las posibles consecuencias de la crisis. Estas medidas urgentes deben ser acompañadas por políticas más generales que tiendan a preservar el nivel de actividad de la economía.
Ante este difícil escenario, las medidas a tomar no deben ser aisladas sino que, por el contrario, deben concebirse de manera integral. Es necesario actuar con celeridad y decisión para prevenir la propagación de la crisis y evitar que tenga consecuencias sociales que, como muestra la experiencia reciente de la Argentina, son luego muy difíciles de revertir.
* Economista del Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (Cenda) y de la Universidad Nacional de General Sarmiento (UNGS).
** Economista del Centro de Estudios para el Desarrollo Argentino (Cenda).
Por Juan M. Graña *
En el capitalismo, todo Estado nacional cumple siempre, más allá de los nombres propios, un papel activo en las formas que toma la acumulación de capital, sea por acción u omisión, sea que a veces actúe bajo formas “neoliberales” u otras bajo formas “progresistas”. En este marco, los trabajadores estatales tienen frente a ellos uno de los problemas más complejos de resolver en nuestra sociedad: intervenir mediante la planificación sobre la producción realizada de manera privada. Claro está que el colectivo de trabajadores estatales es bastante complejo y presenta características muy diversas: en ese espacio conviven desde los empleados abocados a tareas operativas esenciales hasta los trabajadores profesionales, comúnmente llamados “técnicos”.
Es este segundo grupo el que se enfrenta cotidianamente a aquellas complejas tareas específicamente “estatales” que requieren, si de hacer bien el trabajo se trata, de los más elevados niveles de calificación. Ahora bien, dado que éstos –como cualquier otro trabajador y sus familias– viven de su salario, es impensable considerar que se insertarán en la órbita pública si sus remuneraciones no se equiparan relativamente a las de sus pares del sector privado.
¿Cuál es el panorama actual al respecto? En primer lugar, a fines de 2006 –no existen datos confiables más actuales– los salarios reales del Poder Ejecutivo nacional superaban en apenas un 10 por ciento los niveles de 1998, porcentaje que además esconde que los “contratados” (aquellos que trabajan como monotributistas y facturan sus “servicios”) se ubicaban un 40 por ciento por debajo de tal valor. Sin poseer datos confiables en relación con los trabajadores municipales y provinciales, cabe suponer que su situación dista de ser tan idílica. A esto se suma que, como sabemos, parte del atractivo de cualquier trabajo es la posibilidad de, al incrementar las propias capacidades, ascender en responsabilidades e ingresos. En el Estado, la movilidad ascendente se encuentra trunca ya que lo que prolifera son los puestos no concursados que implican ausencia de escalafones y, por definición, una mayor inestabilidad. Como contrapartida, abundan los cargos “políticos” que contribuyen al aumento de la precariedad de los “equipos técnicos” del Estado. Como expresión de este proceso podemos señalar que entre 1998 y 2006 los cargos “contratados” han subido un 600 por ciento, alcanzando así al 10 por ciento de los empleados.
En este contexto de fuerte precarización de los puestos técnicos (que viene siempre asociado a presiones políticas que se materializan en ascensos discrecionales, relocalizaciones y despidos), agravado además por los bajos salarios relativos, la descomposición de la capacidad de los organismos públicos es marcada. Así, las posibles deficiencias “autogeneradas” de la acción estatal –que, vale aclarar, escapan a los propios trabajadores– sirven para justificar la condena a la intervención pública de los ideólogos del Estado mínimo.
Cabe aclarar para algún lector distraído que no hablamos únicamente del conjunto de organismos del Ejecutivo. En las universidades nacionales los cargos concursados son una ínfima minoría, los sueldos –cuando los hay– son exiguos y las designaciones para investigación aún más escasas. Al frente de las diferentes empresas públicas, por su parte, no encontramos técnicos de carrera en la empresa o sector, sino directores nombrados a pesar de su falta de conocimiento técnico. Pregúntese, lector, qué ha sucedido con los organismos técnicos que antaño han generado estadísticas y programas de inversión o desarrollo.
En resumidas cuentas, la calidad técnica existente respecto de la potencial (necesaria para una intervención con resultados positivos y concretos) es baja y decreciente. Por lo tanto, los que hablan de la ausencia de “políticas de Estado” no dan cuenta de que actualmente no existen las condiciones para ese lujo: las deficiencias están muy claras aunque quieran ocultarse detrás de un discurso sobre la reconstrucción del Estado. Dado que su necesidad es evidente y, si el deseo es sincero, ¿por qué no avanzar en el llamado a concurso de todos los cargos públicos técnicos restringiendo los de índole política hasta el nivel de subsecretario? La ausencia de propuestas en este sentido –cuando los recursos monetarios y humanos existen– expresa, en cambio, una concepción del Estado que choca en demasiados aspectos con el discurso actual.
* Becario Conicet / Ceped-UBA.
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