Lunes, 12 de septiembre de 2011 | Hoy
ECONOMíA › OPINIóN
Por Jorge Neme *
La Presidenta usa cada vez más un concepto: “Industrializar la ruralidad”. Lo hizo por última vez en el Día de la Industria, desde Tecnópolis, y lo definió de este modo: “Hacer participar al producto primario de la cadena, en los eslabones de producción que le siguen a lo primario para poder lograr no solamente rentabilidad para ese productor, sino generar trabajo en el pueblo, en origen, al lado de las materias primas, para evitar los traslados de poblaciones y el despoblamiento del campo”. También dijo que se trata de “lograr a través de un entramado de pequeñas y medianas empresas la calidad no solamente para el mercado interno sino también para la exportación”.
La frase encierra muchas de las claves de la agenda pública actual y ya despierta debates. Héctor Huergo, editor de Clarín Rural, le encontró una “connotación negativa, porque sugiere que el campo (lo rural) es un plano inferior, un simple proveedor de productos primarios”.
¿Cuál es el mejor modo de definir la dinámica del sector agropecuario y repensar cuáles serían los vectores necesarios para promover su crecimiento en un proceso de inversión, agregación de valor, generación de empleo y exportación de productos con mayor grado de elaboración?
El propio Huergo define al maíz, al trigo y a la soja como “materias primas”. Describe el lugar que ocupan esas materias primas en una cadena de producción que comienza con la biotecnología, la química, la metalúrgica, la industria metalmecánica y automotriz, los proveedores de múltiples servicios y los ubica en un sistema de producción que es gestionado por nuestros calificados recursos humanos y la vocación emprendedora de nuestros productores. Ese conjunto constituye un sector agropecuario que se encuentra en la frontera de la competitividad internacional.
También Huergo registra el movimiento de la cadena después de la cosecha y emerge así la capacidad de crushing, la producción de pollo, cerdo o carne vacuna, jarabes y biocombustibles. Inclusive muestra que exportando maíz también estamos exportando bienes que produce nuestra industria química.
Todo eso es absolutamente cierto. Pero también es cierto que resulta insuficiente para asegurar por sí solo el desarrollo del país y, además, resulta limitado frente al cúmulo de posibilidades disponibles.
Esa insuficiencia y esta limitación explican por qué Huergo le atribuye una “connotación negativa” al concepto de industrializar la ruralidad. Su pensamiento permanece en el círculo –por cierto, virtuoso– de la producción agropecuaria, configurando una mirada desde el sector. Pero ocurre que lo agropecuario sólo no alcanza para construir en la economía un país más equitativo, más igualitario, con una armónica distribución de la población en su extenso territorio y un adecuado uso de sus recursos naturales.
Incorporar a nuestra agenda el concepto de industrializar la ruralidad, en cambio, expresa la necesidad de producir los bienes de capital que esas materias primas obtenidas con alta eficiencia requieren para ser transformadas en alimentos complejos, preparados o semipreparados, congelados o enfriados, clasificados, embalados y empacados con los más sofisticados procesos.
Industrializar la ruralidad quiere decir que los bienes de capital, que hoy en su mayoría son importados, sean desarrollados por ingenieros y técnicos argentinos. Podría mencionarse las plantas de empaque, las plantas de faena de pollos, las instalaciones frigoríficas para cerdos, vacunos y ovinos, las plantas de procesamiento de leche, los túneles de frío IQF, los remolques, semirremolques y contenedores refrigerados, las nuevas destilerías para la producción de etanol y las plantas de biodiésel. La industria supo estar en un lugar destacado pero a lo largo de 40 años fue sometida a políticas que dejaron un país sin fábricas y con uno de cada cinco trabajadores sin empleo a fines del siglo XX.
Industrializar la ruralidad está en los antípodas de considerar equivalente la producción de acero y caramelos, como sostenía el equipo de José Alfredo Martínez de Hoz, porque convoca a las actividades de investigación e industriales a desplegarse estratégicamente para el aprovechamiento de la indudable riqueza agropecuaria y rural del país.
La propuesta lleva en su seno algo muy caro y trascendente para nuestro sistema productivo. Implica superar el conflicto campo-ciudad. Comprende la solución de la antinomia que constituyó una de los ejes de la parálisis de la economía argentina por más de tres décadas. Significa iniciar la construcción de un sistema productivo articulado con interacciones fuertes y sólidas entre las políticas públicas, nuestro sector científico-tecnológico y las capacidades de industriales y productores, de grandes empresas y de medianos y pequeños chacareros.
Industrializar la ruralidad supone abordar la oportunidad que la globalización brinda a la Argentina actual. Hay que asumir la dialéctica entre el espacio de los flujos y el espacio de los lugares, como sostiene Manuel Castells. O sea, la articulación entre los flujos de información, de tecnología, de inversiones y de consumos, y el espacio de los lugares donde la gente habita, sufre y disfruta de esta maravillosa experiencia que es la vida humana. Industrializar la ruralidad emerge como alternativa superadora en ese necesario proceso de vincular lo local y lo global, lo rural y lo urbano, las regiones superpobladas y las provincias de escasa población.
No hay “connotación negativa” alguna. Por el contrario, expresa el gran salto adelante en el camino del crecimiento que ya hemos comenzado hace más de ocho años y al que “la industria verde”, como la llama Huergo, aportó mucho. Hay que ir por más para lograr un país socialmente justo, económicamente independiente y políticamente soberano, integrado a los países hermanos de Suramérica. De eso trata, también, industrializar la ruralidad.
* Coordinador ejecutivo de la Unidad para el Cambio Rural del Ministerio de Agricultura de la Nación.
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