Domingo, 15 de enero de 2012 | Hoy
ECONOMíA › OPINION
Por Mario Rapoport *
En los últimos tiempos, frente al recrudecimiento de la crisis mundial, el Gobierno ha tomado una serie de medidas a fin de detener los efectos negativos que podría causar el sector externo sobre la actividad interna, su proceso de crecimiento, sus niveles de ocupación y condiciones de vida.
La amenaza surge de los dos lados del tablero. La disminución del comercio mundial afecta las exportaciones pero, más importante aun, el crecimiento del sector industrial, del consumo y de las inversiones produjeron un incremento de las importaciones que puede deteriorar progresivamente la balanza comercial.
Si a ello se agrega la salida de capitales como consecuencia, entre otras cosas, de la remisión de utilidades de las empresas multinacionales, podemos deducir que el propio éxito del modelo requiere realizar ciertas correcciones que permitan mantener los niveles de reservas y un tipo de cambio relativamente estable y competitivo.
Soluciones hubo varias en el pasado, en etapas anteriores de industrialización y las respuestas principales fueron, primero el endeudamiento y después las devaluaciones del peso. Estas últimas favorecían a los exportadores, encarecían las importaciones y deterioraban los niveles de vida, generando las llamadas crisis de stop and go.
El resultado era una transferencia de recursos a favor de los productores agropecuarios y de los sectores de ingresos más altos y que ahorran más, y en contra de los asalariados, que proporcionalmente tienen un consumo mayor de bienes básicos, reduciendo sus salarios reales, produciendo una caída de la demanda global y afectando al mercado interno y al sector industrial que se apoya en él.
A falta de una fuerte devaluación, que el Gobierno rechaza, una respuesta satisfactoria para los exportadores estaría dada por la baja de las retenciones, lo que permitiría reconstituir los márgenes de ganancias a costa de los ingresos fiscales, de sus políticas redistributivas y del costo de los alimentos.
Pero se ha optado por una solución diferente que no tendría que afectar ni a esos ingresos ni a la actividad económica o a las condiciones de vida de la población: el control de las importaciones, siempre y cuando se acompañe con políticas de largo plazo para que sus efectos sean duraderos. Esta medida no significa necesariamente poner un freno al proceso de industrialización en marcha, sino elegir una vía distinta. Se debería reemplazar lo que no puede traerse del exterior por producción local evitando una caída de los niveles de empleo; una opción que tiene también sus dificultades.
El problema reside aquí en qué tipo de importaciones resultan afectadas. En ciertas ramas de la producción las exportaciones dependen fundamentalmente de productos importados. En otras, lo que viene del exterior resulta vital para el funcionamiento de industrias que necesitan en una alta proporción de insumos o bienes de capital. Hay sectores industriales más perjudicados que otros y productos que pueden resultar indispensables si no se importan, como ciertos medicamentos.
Básicamente, la industria argentina se encuentra segmentada en dos grandes grupos. Por un lado, aquellos con salida exportadora, mayormente relacionados al procesamiento de recursos naturales y a la exportación de commodities, a las que el control de las importaciones no les traería muchos problemas. Por otro, las que destinan su producción al mercado interno generan mayor cantidad de empleo, son poco capital intensivas y tienen menores niveles de productividad respecto de las primeras. Una parte de ellas dependen en gran medida de algún tipo de importaciones para seguir produciendo o expandirse.
Una devaluación beneficiaría al primer grupo pero encarecería las importaciones esenciales para los segundos, resintiendo sus niveles de actividad y de ocupación. Existen, además, ciertos sectores de la industria manufacturera que tienen niveles de utilización de la capacidad instalada muy altos, por lo que cualquier medida que se tome no implicaría, inmediatamente, incrementos en los niveles de producción.
Un ejemplo del pasado muy significativo fue el que se implementó políticamente frente a otra crisis, la de los años ’30. En este caso, los gobiernos conservadores de Uriburu y Justo, que llegaron al poder por un golpe de Estado, dejaron de lado su filosofía librecambista y ante la caída brutal de las exportaciones aumentaron los aranceles proteccionistas y se creó una Comisión de Control de Cambios con un propósito principal: controlar las importaciones.
En un principio la Comisión estableció medidas estrictas de acuerdo a las cuales se fijaba una escala detallada de cinco instancias donde, de mayor a menor, se determinaba el otorgamiento de divisas para el tipo de productos que se importaba. A su vez, las transacciones cambiarias sólo se realizaban al tipo oficial fijado por la Comisión y los mismos exportadores se comprometían a entregar sus divisas a los bancos autorizados como condición para poder efectuar sus embarques.
Luego, el sistema se flexibilizó estableciéndose un mercado oficial y uno libre, que se proveía de divisas provenientes de exportaciones no regulares y de las inversiones extranjeras. Los tipos de cambio comprador y vendedor eran muy diferentes y el Estado utilizaba esa ventaja para apoyar a los productores agropecuarios a través de la Junta Nacional de Granos. No existía ningún pudor en sostener a un sector que constituía la propia esencia del gobierno.
Ahora, lo que se procura es muy diferente tanto respecto a las experiencias devaluatorias de los años ’50 y ’60, como al control de cambios de los ’30. Se intenta proteger al mismo tiempo al sector externo y al mercado interno, especialmente a la producción industrial y a la ocupación, mediante procedimientos selectivos que no dañen a las importaciones necesarias y produzcan efectos para una sustitución de las que no lo son.
Claro está que estas medidas de coyuntura tienen que acompañarse por otras de más largo plazo, especialmente la creación de un Banco de Desarrollo como en Brasil, que otorgue a la industria financiamiento de largo y mediano plazo; de una reforma de la ley de entidades financieras, que facilite la operatoria crediticia de los bancos; y también de una nueva ley de inversiones extranjeras, para que una parte de sus utilidades se reinvierta necesariamente en el país. Debemos recordar que estas dos últimas leyes vienen de la época de la dictadura militar. La extranjerización de la economía, los acuerdos sectoriales con Brasil y la misma mentalidad de nuestros industriales, que nunca pujaron por proteger sus propias industrias, son otros temas que deben contemplarse.
Alexander Hamilton en Estados Unidos y Fiederich List en Alemania hicieron, con la aplicación de medidas proteccionistas, que ambas naciones se transformen en potencias industriales. Si este control de las importaciones, llevado con criterio, logra superar la coyuntura adversa y se transforma en una verdadera política de planificación del desarrollo, sus objetivos se habrán cumplido y podremos tener algún día el país que nos hace falta.
* Economista e historiador.
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