Sábado, 19 de enero de 2013 | Hoy
Por Raúl Dellatorre
Es saludable que el presidente de la Unión Industrial haya salido al ruedo rápidamente a aclarar que, cuando en declaraciones periodísticas habló de Rodrigazo, no había tenido la intención de responsabilizar a los acuerdos salariales por una disparada de precios ni anticipando una situación como la de 1975. Pero no es casual que sus dichos hayan causado gran alboroto. Si José Ignacio de Mendiguren realmente no piensa que los aumentos salariales sean el origen de una hiperinflación, hay otros que sí. Y son estos sectores los que, intencionalmente, tomaron la palabra del dirigente empresario y le dieron interpretación propia para poner las próximas negociaciones salariales dentro de una prensa. Es a estos sectores a los que, con virulencia, les respondieron algunos dirigentes políticos condenando los supuestos dichos de Mendiguren acusando al sector empresario de buscar una megatransferencia de ingresos a su favor, a costa de los salarios. Es sólo el inicio de la puja distributiva de este año, pero esta vez en un clima político distinto al existente en capítulos anteriores.
Antes que nada, convendría hacer algunas precisiones históricas. Mendiguren aludió a las negociaciones paritarias de los años ’70, y en particular las del ’75, señalando que los acuerdos que firmaba la UOM eran tenidos como “de máxima” por ser el gremio más fuerte, pero al ser de los primeros acuerdos que se firmaban, para las otras negociaciones se convertía en “un piso”. Luego vino el Rodrigazo (junio del ’75), recordó, aunque aclaró que no quiso darle un orden de causalidad.
Valdría recordar que la autoría del plan del 4 de junio de 1975 no fue de Celestino Rodrigo, el ministro que lo anunció y que le dio el nombre que todavía mantiene. El mentor intelectual fue su segundo, Ricardo Zinn, un hombre de las entidades empresarias, que no por casualidad ocho meses después del estallido que provocó el Rodrigazo asumió como jefe de asesores de Martínez de Hoz, con quien inauguró el proceso negro de la dictadura. El plan de ajuste consistió en elevar el dólar comercial de 10 pesos a 26 (160 por ciento), las naftas el 181 por ciento, la energía 75 por ciento, otros servicios públicos entre el 40 y 75 por ciento. El boleto de colectivo, de un peso a 1,50 (50 por ciento), pasajes en tren del 80 al 120 por ciento. Las negociaciones salariales previas, con acuerdos de aumento del 38 al 45 por ciento, fueron deshilachadas (datos extraídos de El Rodrigazo, 30 años después, de Capital Intelectual, escrito por Néstor Restivo y el autor de esta nota, en 2005). La economía, en su conjunto, estalló, y con ella se derrumbó lo poco que le quedaba de poder al gobierno de Isabel Perón. El terreno había quedado abonado para la llegada de la dictadura, prácticamente sin resistencia, en marzo de 1976.
Cinco meses después del golpe, Zinn publicaba un libro, La Segunda Fundación de la República, donde explica su participación en el gobierno peronista, al que consideraba en su libro “un verdadero paradigma de la destrucción de la economía”. Porque su manera de ser “útil a la comunidad” fue aceptar intervenir en “el peor gobierno de la historia” para acelerar su caída y abrirle paso al “renacer patriótico” que brindaba la llegada de la dictadura. “La aceleración destructora del país no se modifica de un día para otro. Los indicadores económicos deben seguir empeorando para obtener el necesario saneamiento sobre el cual se pueda construir un proceso de crecimiento autosostenido” (citado en El Rodrigazo). Mientras el Consejo Empresario Argentino, presidido por Martínez de Hoz, la Sociedad Rural, con Celedonio Pereda a la cabeza, Confederaciones Rurales (Jorge Aguado), entre otras entidades empresarias, reclamaban el plan de ajuste que ese 4 de junio saludaron y celebraron, Ricardo Zinn (que luego pasaría a ser alto directivo del Grupo Macri) era el encargado de poner la bomba desde adentro, que haría trizas el convaleciente proceso democrático. A aquéllos se sumaría, encuadrándose en el mismo bando, la Unión Industrial Argentina después del golpe del ’76, cuando es intervenida por Eduardo Oxenford. Convendría recordarlo al hablar del Rodrigazo.
Si tanto revuelo armaron las declaraciones de Mendiguren, tergiversadas o no, es porque un clima enrarecido está impregnando el aire en torno de las paritarias de este año. La división de la CGT parece haber propiciado el resurgimiento de los sectores más retrógrados del empresariado. Nuevamente se escuchan advertencias sobre “desbordes en las demandas salariales”, o “la espiral inflacionaria” que se provocaría si el Gobierno no logra “ponerles techo” a las negociaciones. Para peor, hay sectores cercanos al Gobierno que empiezan a dejarse ganar por ese temor al impacto inflacionario de una suba de salarios.
¿Por qué es funcional la división de la CGT a este tipo de reflexiones retrógradas? Porque la hipótesis es que, en la puja por lograr mayor representatividad, gremios alineados en la CGT con reconocimiento oficial de Antonio Caló competirán con los gremios de la CGT no reconocida alineada detrás de Hugo Moyano para no perderles pisada en los reclamos. Bajo esa mirada, los núcleos empresarios le cargan la responsabilidad al Gobierno de frenar a sus “amigos sindicalistas”, mientras eluden someter a juicio su propio comportamiento como formadores de precios. En insumos básicos, productos de consumo masivo y hasta en la intermediación comercial, esos grupos económicos ostentan posiciones dominantes que les permiten fijar precios y definir aumentos sin otra condición que su sentido de la oportunidad para apropiarse del mayor poder adquisitivo de la población.
Desde una mirada diferente, desde afuera del espectro empresario, podría interpretarse que los sindicatos, con centrales divididas, concurrirán a estas paritarias más debilitados que en las anteriores. En vez de disputar por quién pide más respecto del gremio de enfrente, la preocupación en muchos casos podría ser no quedar demasiado aislado si no se cierra una negociación mientras otros lo hacen, con el riesgo para los dirigentes de desacreditación frente a sus bases, que podrían verse atraídos por una oferta más efectiva en otra vereda. Difícil saber cómo se dará ese juego de opciones, pero suena extraño y contrafáctico que, de la división del movimiento obrero, surja una situación de fortalecimiento de los gremios. Lo cierto y concreto es que éstas serán las primeras paritarias de la última década a la que los gremios concurren con centrales sindicales tan fraccionadas.
Los sectores empresarios que han acompañado al kirchnerismo, defendiendo un modelo que fortalece el consumo interno, entienden que no hay proceso de crecimiento sostenido sin un fuerte poder adquisitivo de los asalariados. Mendiguren manifiesta que este criterio es el suyo y no el que culpabiliza a las subas salariales de alimentar un proceso inflacionario (muchos de sus pares no podrían decir lo mismo). Desde este frente empresario, sin embargo, reclaman encauzar la negociación salarial mediante pautas que contemplen la situación de cada sector: evolución de la productividad, incidencia de los cambios en los precios de las materias primas, tamaños de empresas (diferenciar las grandes de las pymes). Reconocen un contexto de pujas de precios entre empresas y pujas de poder entre sindicatos, que puede generar cierto clima de convulsión en medio de las negociaciones. Por eso rechazan discutir sobre cifras globales de aumento, supuestamente válidos para cualquiera y definidas en función de variables arbitrarias.
El tercer actor en la disputa es el Estado. Como árbitro, como ordenador y como tutor de un instrumento tan caro a los intereses sociales como la negociación paritaria. Este año puede ser el más difícil que le haya tocado desde 2004 a la fecha para cumplir la tarea. Y no está claro si en el Gobierno hay un único criterio para definir los márgenes de libertad de la negociación, ni si hay una única forma de entender cuáles son los motores inflacionarios de la economía y cómo actuar sobre ellos. Con semejante combinación de elementos, es comprensible la preocupación de las diferentes partes por la suerte de estas paritarias, y se explica por qué la discusión no se permitió ni siquiera dejar pasar el verano para arrancar.
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