ECONOMíA
La desorganización mundial del comercio sigue jaqueando al Sur
Empieza en Cancún otro intento por salvar a la OMC del naufragio, para lo cual debería nivelar las reglas, impuestas por el Norte y las multinacionales.
Por Julio Nudler
Quizá porque la deuda no es un tema en Cancún, en la Argentina nadie parece prestarle demasiada atención a la reunión ministerial de la Organización Mundial del Comercio que comienza hoy en el balneario mexicano. En realidad, más allá de algunos discursos, la Argentina hizo muy poco por vincular las dos cuestiones, a pesar de que una forma clásica de medir la solvencia de un país consiste en comparar su endeudamiento con sus exportaciones. De hecho, según algunos cálculos el país podría exportar un 50 por ciento más si no se enfrentara con el proteccionismo del mundo industrial, con el que tiene que renegociar ahora para salir del default. De todas formas, la OMC es, a pesar de su nombre, mucho más que comercio en el sentido tradicional del término, asociado a ir y venir de mercancías. La Organización fue creada en 1995, por voluntad de las potencias capitalistas (China se incorporó recientemente), para imponer en el mundo ciertas reglas sobre el intercambio de servicios (apertura financiera, por ejemplo), el sometimiento a las patentes de propiedad intelectual (casi todas en manos de las multinacionales), impedir restricciones a los inversores extranjeros y condicionar los regímenes impositivos. En estas condiciones, aderezadas por los conflictos NorteNorte, la OMC quedó absolutamente deslegitimada y ahora, en medio de los ataques de los globalofóbicos, se juega su supervivencia. Lo que debe mostrar es si puede revertir en alguna medida los inicuos resultados de la interminable Ronda Uruguay, con la que el GATT (Acuerdo General de Comercio y Aranceles) concluyó su existencia en 1994.
La OMC funciona como una aparente democracia en la que cada uno de los 146 países miembro posee un voto, pero esta igualdad no se refleja en sus decisiones. Lo que cuenta es el músculo económico de las potencias capitalistas y, dentro de éstas, de los lobbies más poderosos. Kevin Watkins, jefe de Investigaciones de Oxfam, cita –entre otros– el ejemplo del Consejo Algodonero Nacional (NCC) de Estados Unidos, con influencia decisiva sobre diversas comisiones del Capitolio y abundante financiador de las campañas de republicanos y demócratas. Frente a esos intereses concretos, que actúan de manera maciza y contundente, poco puede el difuso frente de los países del Sur y sus empobrecidos agricultores. Tampoco cuentan consumidores y contribuyentes de los países ricos, que sufren y pagan el proteccionismo y los subsidios que implementan sus gobiernos, según se ocupan de resaltar algunos analistas de modo algo parcial.
El siempre crítico Noam Chomsky, del Instituto Tecnológico de Massachusetts, dice que las reglas valen para los débiles, mientras que los ricos hacen más o menos lo que se les antoja. En realidad, el hecho de que esta reunión de la OMC, como las anteriores y las del GATT, conviva con el bloqueo norteamericano a Cuba es un absurdo elocuente. Los europeos intentaron una acción contra ese sitio comercial de la isla por el perjuicio que les causaba, pero Washington los obligó a recular. Con franqueza, pocos esperan un cambio drástico en el comportamiento de los países dominantes, y muchos temen que el comercio mundial quede desarticulado, profundizándose la tendencia –típica de la estrategia estadounidense– de hacer valer su peso político en arreglos bilaterales y regionales.
Más allá de las disputas que estallan periódicamente entre Estados Unidos, la Unión Europea y Japón en torno de cuestiones específicas, el comercio entre los países ricos discurre con la fluidez que evidencian aranceles que promedian entre 2 y 3 por ciento, apenas un quinto de las barreras con que esos mercados frenan el ingreso de exportaciones desde el Sur. Peor aún: los escollos son especialmente altos para los productos intensivos en mano de obra, con lo que a los países subdesarrollados se les vuelve muy difícil exportar valor agregado. Podría decirse que el Norte se protege así de los bajos salarios de los países pobres, pero también que el proteccionismo de los ricos retrasa o impide el desarrollode los pobres y la elevación de esos salarios, más allá de otras inequidades.
Las subvenciones agrícolas en las potencias industriales (311 mil millones de dólares por año) logran milagros como el de convertir a Europa en el mayor exportador mundial de azúcar. Sus productores, amparados por aranceles que superan el 70 por ciento, reciben 1600 millones de dólares anuales. Una característica común de los subsidios es que estimulan la sobreproducción, que encuentra salida mediante exportaciones a precios de dumping. Es el caso del algodón norteamericano: los u$s 3000 millones con que se lo subsidia anualmente igualan el valor de mercado de la producción. De esa manera, Estados Unidos encabeza el ranking mundial de exportadores.
Aunque George W. Bush quedó en las retinas de todo el orbe con su disfraz de aviador de guerra, hay que recordar que en mayo del año pasado, cuando firmó el farm bill, o ley agraria, lo hizo con atuendo de vaquero, y está tan comprometido con los subsidios al agro –a los que añadió 83 mil millones en diez años– como lo estuvo con la invasión a Irak. En verdad, ese dinero fomenta la desigualdad tanto como la política tributaria de los republicanos, ya que más del 75 por ciento de los fondos va a los bolsillos de menos del 10 por ciento de los colonos.
La Unión Europea, donde el reparto está también desnivelado, tampoco tiene intenciones de desmontar los subsidios contenidos en la Política Agraria Común. La posibilidad de que eso sucediera quedó conjurada un año atrás por un acuerdo francogermano. Frente a esta determinación es probablemente poco lo que consiga el Grupo de los 21, un bloque que integra la Argentina junto a países como Brasil, México, India, Paquistán y otros. En realidad, la cuestión agrícola merece enfoques diferentes de los convencionales, y el dramático caso argentino lo ilustra. La soja transgénica se ha convertido en el emblema de un sector controlado por paquetes tecnológicos que provee un puñado de multinacionales, y un masivo éxodo rural agrava la exclusión social y provoca la convivencia entre la masiva producción alimentaria y el hambre como flagelo. Frente a este modelo, la opción de Europa por el arraigo rural y la biodiversidad plantea dilemas que la mera opción libre mercado versus proteccionismo no alcanza a dilucidar.