ECONOMíA › PANORAMA ECONOMICO
Absurda destrucción
Por Julio Nudler
Suponiendo que pasado mañana Mario Blejer se levante resuelto a sentarse sobre las reservas y ordene no vender ni un dólar en el mercado, dejando que el peso vuelva a depreciarse, entonces una nueva oleada de destrucción de riqueza empobrecerá a la mayoría de los argentinos. Porque cada aumento del dólar se refleja, en mayor o menor medida, en la suba de numerosos precios internos y, por tanto, en una merma adicional del ingreso real y del poder de compra de la gente. Esto determina a su vez una contracción adicional en la demanda de bienes, más empresas con pérdidas, más despidos y una mayor caída en el Producto Bruto. Suena absurdo que toda esta siniestra dinámica dependa del estado de ánimo con que desayune un día el presidente del Banco Central, o quizá de su última conversación con el FMI, o de las decisiones de algunos exportadores o algunos banqueros, con poder para ampliar o contraer la oferta de dólares. Lo que seguro habrá el lunes y los días siguientes es demanda de dólares, cuya compra al precio que sea no parece encerrar riesgo alguno: aunque no siempre suba, tarde o temprano vuelve a trepar. De eso se encarga, en la parte que le toca, la plata que escapa de los bancos, la que emite el BCRA y la que lanzan las provincias. Y, por supuesto, la generalizada percepción de que no existe otra forma segura de preservar valor. Así, el irracional proceso de destrucción de riqueza no encuentra freno, y es difícil imaginar que se detenga mientras la Argentina carezca de moneda, de bancos y de reglas estables de juego. La controversia entre defensores del ajuste y partidarios de la reactivación perdió sentido: en la situación actual de desconfianza generalizada y fuga permanente de capitales, ni aquellos conseguirán ajustar (a no ser por el impuesto inflacionario) ni éstos reactivar.
¿Blejer es el Estado? ¿Lo son Lavagna o Duhalde? No: ninguno de ellos logrará encarnarlo mientras no consigan coordinar las expectativas de los argentinos. Los tres se encontraron ante una situación en la que el capitalismo, con toda su mortal eficacia, está funcionando al revés: como un bulldozer que arrasa con la riqueza que el país había acumulado. Ninguno de ellos obtiene el crédito de la gente. Nadie cree que sean capaces de alcanzar lo que se proponen. Por eso, así como los gobernadores y los parlamentarios, trasfieren esa expectativa al Fondo Monetario. Su respaldo tomaría el lugar del Estado ausente. ¿No será éste otro engaño?
Alguien se sienta a comparar con cuántos dólares puede intervenir Blejer en el mercado cambiario y cuántos tienen para liquidar (o retener) los exportadores (manejando el cálculo de que el stock de dólares no liquidados asciende a 2500 millones), y su conclusión es que el Central apenas si actúa en el margen, con cifras insignificantes. Una manera de cuantificar la pérdida de poder de arbitraje que sufre el Estado argentino, encerrado entre poderes supranacionales (Estados Unidos, FMI, multis, banca internacional) e internos. Sobre estos últimos, algunos números aclaran la visión.
Según estimaciones oficiales del Ministerio de Economía, al concluir 2001 el llamado Sector Privado no Financiero (es decir, con exclusión de los bancos) mantenía activos externos por 106.356 millones de dólares. En esta cifra están incluidas las inversiones directas en el extranjero, los depósitos en bancos fuera del país, otros activos que proporcionan una renta y también otros que no dan ninguna (como el ocultamiento de dólares u otras divisas en un ropero). Un detalle interesante es que un año antes, a fin de 2000, esos mismos activos externos del Sector Privado no Financiero sumaban 93.857 millones de dólares.
Una simple resta indica entonces que el año pasado los argentinos –sin contar los bancos– sacaron del país un neto de 12.500 millones de dólares. Con estos números sobre la mesa se le hace difícil a cualquier ministro de Economía reclamar ayuda externa para la crisis nacional. Se supone que todo país razonable empezaría por reparar su propio tejado. Pero hay más números interesantes. Según las presentaciones al Impuesto sobre los Bienes Personales (vulgo Riqueza), efectuadas en el año 2000 respecto del año fiscal 1999 (último dato conocido), 11.609 contribuyentes (¡patriotas!) declararon poseer bienes situados en el exterior. El valor total de los activos que confesaron al fisco era de 12.935,4 millones de dólares.
Pero ese mismo año de 1999, y de nuevo según estimó el Ministerio de Economía, las posesiones externas de residentes argentinos sumaban 90.827 millones de dólares. Esto significa que sólo el 14 por ciento de los activos externos habían sido incluidos en las declaraciones de los contribuyentes. El 86 por ciento restante era (y seguirá siendo, acrecentado) patrimonio en negro, que por lo tanto evade, entre otros impuestos, el que grava los Bienes Personales. Esa evasión en este único tributo fue superior al déficit fiscal de aquel año, desbalance escandaloso que en su momento denunció el flamante gobierno de la Alianza, que sin embargo no logró modificar las cosas. ¿Impericia, negligencia, encubrimiento, corrupción? Algo o mucho de todo eso. Más tejas rotas.
Por ese camino se llegó al colapso, fechado el 3 de diciembre de 2001, día del corralito, y a la catarata devaluatoria que se inició en enero. Ahora, durante este segundo trimestre de 2002 que concluirá en un mes el consumo caería más de un 18 por ciento respecto del de igual lapso de 2001, que fuera a su vez 1,7 por ciento más bajo que el de 2000. ¿Cómo explicar este tobogán? Una razón es la insensata destrucción de riqueza a la que se encuentra dedicada la economía argentina, fruto de la quiebra de la convertibilidad y de la caótica destrucción de contratos que comenzó con el corralito y se extendió luego con el default y otros manotazos patrimoniales bendecidos por el Gobierno.
Pero cada vez que Blejer–Köhler, algunos holdings exportadores o un grupo de bancos permiten o provocan una suba ulterior del dólar, dentro del marco de demolición de riqueza hay también una cuantiosa transferencia de ingresos en favor de los exportadores, de quienes pueden dolarizar sus precios y de los poseedores de dólares. Los demás pierden por partida doble: les queda una porción menor de una torta cada vez más mezquina, que en este otoño está encogiéndose a un ritmo del 16 por ciento anual. El salario cae, las ganancias de los sectores que exportan suben. Y éstos representan ya un cuarto del queso: unos US$ 26 mil millones de exportaciones, contra un PBI que rondará unos míseros 100 mil millones.
Otro traslado de riqueza migra hacia el patrimonio de quienes acumularon dólares y así hoy se apropian de parte de las pérdidas que padecen los demás. Pero ni siquiera los ganadores se deciden a disfrutar el regalo que les prodiga la crisis porque también ellos tienen miedo. Guardan su tesoro y se limitan a devengar la ganancia que les deja cada bajón del peso. Sus dólares sólo sirven para eso. Resueltos a no pisar un banco, no se transforman en crédito para nadie. Son, a su manera, parte del capital desaprovechado con que cuenta la Argentina, junto a la capacidad física ociosa y a la mano de obra sin empleo.
En el corto–mediano plazo, la destrucción de riqueza deja sin embargo en pie la capacidad de producción. Los recursos quedan sobredimensionados: no hace falta tener tantos para producir tan poco. Por ende, lo que tratan de determinar hoy los economistas es un Producto por habitante razonable, “de equilibrio”, para la Argentina. Hoy el ingreso per cápita está por debajo de los 3000 dólares anuales, mientras todos quieren creer que debería estar entre 6000 y 8000, sin exagerar. Aun así, nadie se atreve a pronosticar que el país desandará la distancia que lo aleja cada vez más de su nivel de bienestar pasado y potencial, porque la condición para transformar recursos en producción es contar con organización y reglas dejuego. En la desorganización y la anomia, lo que hay es esto: enormes márgenes de capacidad inútil, y mucha miseria evitable.
Otra manifestación de este despilfarro es la paradoja de que el amplísimo superávit actual de la balanza comercial (exportaciones menos importaciones) debería aparecer en las reservas, pero no aparece. Los dólares no llegan, o entran por una puerta y salen por la otra. Más allá de las maniobras de los exportadores, la razón es que hoy hay en la economía más pesos que los que la economía quiere, por mal distribuidos que estén. Sin demanda de pesos ni activos financieros locales, la presión sobre el dólar es inevitable. Aunque el superávit comercial vaya a parar al corralito, porque los dólares netos liquidados por el comercio exterior recalan en cuentas corrientes, el goteo libera esos pesos y los reconvierte en dólares. Remes, el pesificador, sucumbió al repudio que sufre la moneda nacional. Su manotazo de ahogado fue esterilizar los plazos fijos con un Bónex, pero fracasó. Ahora Lavagna intenta una salida más elaborada, pero sin enfrentar tampoco la cuestión central: como detener el colapso de una economía sin ahorros ni contratos.