ESPECTáCULOS › “LA PASION DE JUANA DE ARCO”, UN CLASICO DEL CINE EN EL COLON
Yendo a la hoguera en primer plano
El film que el danés Carl Theodor Dreyer realizó en 1928, un retrato magistral del proceso que llevó a la “Doncella de Orléans” a la muerte, será acompañado por la música original, interpretada por la Sinfónica de Buenos Aires y el Coro Polifónico Nacional de Ciegos.
Por Luciano Monteagudo
Como para limpiar los pecados de la impúdica Lulú de Pabst, el cine llega por segunda vez esta temporada al Teatro Colón, ahora con La pasión de Juana de Arco (1928), el clásico de los clásicos del danés Carl Theodor Dreyer. La única función se llevará a cabo mañana a las 11, para acompañar la reposición del oratorio Juana de Arco en la hoguera, de Arthur Honegger, que protagoniza Dominique Sanda en esa sala. La proyección del film –organizada por la Fundación Cinemateca Argentina con una copia recientemente restaurada por la Cineteca del Comune di Bologna, archivo especialista en restauraciones de films mudos– contará con la música original compuesta para el estreno de la película por Léo Pouget y Víctor Allix, con coros de Serge Plaute y según la única partitura sobreviviente al paso del tiempo, que se halla depositada en la biblioteca de la Cinemateca Argentina, lo que posibilitó esta presentación. La ejecución desde el foso del Colón estará a cargo de la Banda Sinfónica de la Ciudad de Buenos Aires, dirigida por el maestro Santiago Chotsourian, con la participación del Coro Polifónico Nacional de Ciegos.
La pasión de Juana de Arco integra ese injusto panteón de películas que son más citadas que vistas, y que duermen en la memoria colectiva como en un oscuro museo. Uno de los primeros en intentar sacar la película de ese mausoleo al que suelen ser condenadas las obras maestras del período mudo fue el realizador Jean-Luc Godard. En Vivir su vida (1962), Godard hacía dialogar, en la sagrada oscuridad de un cine de barrio, la imagen dolorosa de su protagonista, Anna Karina, con una escena clave de La passion de Jeanne d’Arc, cuando la doncella de Orléans se entera de que su infausto destino es la hoguera. Allí los rostros de Karina y Renée Falconetti (la misteriosa Juana que encontró Dreyer, que nunca más volvió a filmar y que murió olvidada en Buenos Aires, en 1945, huyendo de la guerra en Europa) se encuentran y se confunden y parecen hablarse, comprenderse. Es un momento único. La modernidad del cine de Godard encuentra la modernidad del cine de Dreyer, su unidad esencial: el primer plano del rostro, ese mapa del alma, que será también el leitmotif del cine de Ingmar Bergman.
Se diría que el martirologio de Juana de Arco expresa asimismo, de algún modo, el de Carl Theodor Dreyer (1889-1968), un cineasta excepcional, que alcanzó a realizar apenas catorce films, muchos de ellos capítulos fundamentales de la historia del cine –Vampyr (1932), Dies Irae (1943), Ordet (1954), Gerturd (1964)–, extraídos penosamente de esquivos financieros. Perpetuo vagabundo del cine, filmando en Noruega, Suecia, Francia y Alemania en los intervalos en que buscaba trabajo en su país natal, Dinamarca (donde programaba una sala de cine-arte en Copenhague), Dreyer vivió en un constante estado de conflicto con el mundo circundante. Artista profundamente religioso, el director supo internarse como pocos en el mundo sobrenatural y consiguió (como luego lo haría Robert Bresson) que la experiencia teológica particular fuera trascendida por la espiritualidad de arte. Como señaló en su momento André Bazin, “Dreyer es quizás, con Eisenstein, el único cineasta cuya obra iguala la dignidad, la nobleza, la potente elegancia de las obras maestras de la pintura. No tengamos ninguna falsa modestia con respecto al cine: un Dreyer se puede comparar con los grandes pintores del Renacimiento italiano o de la escuela flamenca”.
La prueba más contundente sigue siendo La pasión de Juana de Arco, un film en el que Dreyer abjuró de la espectacularidad que le podía proporcionar el aliento heroico y las batallas que libró su personaje, para concentrarse en cambio en el proceso que la llevó al fuego sacrificial, y que el cineasta concibió como una dramática sinfonía de primeros planos. Prescindiendo de todo artificio (casi no hay decorados, y el propio Dreyer confesó haberse desinteresado por los detalles de vestuario), el film exigió que sus actores –entre quienes descuella elmismísimo Antonin Artaud como Massieu, el único sacerdote que cree en la palabra de Juana– se despojaran de todo maquillaje y que, en la escena en que la doncella está por ser conducida a la pira, el pelo se le segara verdaderamente frente a cámara. Este realismo, sin embargo, está en función de una estilizada concepción plástica y una compleja técnica dramática. Dreyer tomó como punto de partida los documentos originales del juicio y se propuso trasladar el estilo de esos textos a su film. “Había preguntas, respuestas muy cortas, muy claras”, explicó el realizador, poco antes de morir, a la revista Cahiers du Cinéma. “No existía más solución que colocar primeros planos detrás de las respuestas. Cada pregunta, cada respuesta exigía naturalmente un primer plano. Era la única posibilidad”, sintetizó.
Esos primeros planos, que parecen hablar con una voz propia (si hay algo que envejeció en el film son los intertítulos que pedía la retórica del cine mudo), son fragmentados, oblicuos, insólitos, de una naturaleza casi abstracta. Como describió Gilles Deleuze: “Unas veces, sobre la masa del rostro se recortan labios aulladores o risas burlonas, desdentadas. Otras, el encuadre corta un rostro horizontalmente, verticalmente o de manera oblicua. A menudo, el rostro de Jeanne es relegado a la parte inferior de la imagen, tanto que el primer plano se lleva un fragmento de decorado blanco, una zona vacía, un espacio de cielo en el que ella toma su inspiración”.