EL PAíS › OPINION

De banderas y camisetas

 Por Mario Wainfeld

El Mundial 2002 aterriza cuando Argentina atraviesa una crisis descomunal, un cambio de época cuyos alcances no terminamos de sufrir, ni tan siquiera de atisbar. Una época en la que la disolución nacional pasa a ser un ítem de agenda, una posibilidad cierta que a veces imaginamos inexorable.
En tamaña época resurge un cierto sentimiento nacionalista, un fervor inusual por años o décadas, una pulsión de personas del común a la hora de cantar el Himno, hacer flamear una bandera o gritar “Argentina”.
Ese reverdecer de sentimientos y de expresión de sentimientos nacionales tuvo, sospecho, un firme arranque cuando se conoció la posibilidad de que cerrara Aerolíneas Argentinas. Y se consolidó en las calles cuando las movilizaciones y cacerolazos de fin del año pasado y del presente, en cientos de marchas. La diputada Alicia Castro supo hacerla escenografía en el propio Congreso de la Nación, por la negativa, cuando colocó la bandera de las barras y estrellas sobre el escritorio del presidente de la Cámara. Logró un consenso descomunal.
Por lo que fuera, porque nos sentimos en riesgo, porque queremos preservar algo de lo que fuimos, quisimos o creímos ser, los argentinos deci(di)mos querer seguir siéndolo. Una decisión colectiva que no es muy elaborada pero sí inteligente, que no es unánime pero sí masiva, que así suele ser lo popular.
Un sentimiento de privación suele agobiarnos. Tuvimos cosas que hemos perdido: pleno empleo, integración territorial, empresas del Estado, un sistema jubilatorio más o menos abarcante, movilidad social, ilusiones del viejo y de la vieja. Todos –en muy distintas medidas ciertamente– hemos perdido arena entre nuestros dedos, y tal vez por eso estamos tan crispados y tristones. Sin embargo, nos sentimos tentados de explicitar bien o mal que queremos seguir siendo argentinos, que nos resistimos a desintegrarnos como comunidad, que ese pasado que se nos escurrió era lo suficientemente valioso como para reivindicarlo.
Esa pasión nacional ha sido percibida por publicitarios de todo pelaje. Chocolate por la noticia. La publicidad comercial, desde siempre, trajina con las pasiones y sentimientos más nobles y arraigados y trata de convertirlos en consumo. Así es con el amor a los hijos o a las madres, el cariño por los animales o la fascinación por el otro u otros sexos. La bandera argentina puede servir de envoltorio a casi cualquier producto.
También habrá gobernantes que piensen que la distracción popular y una eventual alegría puede arrojar agua para su molino. Una buena campaña de la Selección les permitiría ganar tiempo, disipar las broncas, diluir la indignación cotidiana. Casi cualquier funcionario, sé lo que le cuento, alberga dentro de sí un Goebbels de pacotilla convencido de que las masas son manipulables y pavotas, ovejas proclives a la hipnosis.
O sea, hay candidatos a flautistas de Hamelin en la actividad privada o en el Estado pensando que –si proliferan alegría y banderas– ellos harán su agosto. Y usted, lectora o lector, tal vez no quiera ser usado.
Existen, por último, gentes de bien que alertan acerca del fútbol como opio de los pueblos o –aún más grave– como caldo de cultivo de nazionalismos de toda laya. Gentes que –con sana precisión– advierten que tiene sus riesgos mezclar los colores de una camiseta con los de un país. Buena gente que teme que otra buena gente baje los brazos. Tal vez usted, lectora o lector, comparta esos recelos.
¿Sabe qué? Desestime con fervor tan variadas prevenciones. En el mundo real nada viene en estado puro. El amor viene con el sexo y hasta con la calentura. La entrega suele mecharse con vanidad. La santidad y la histeria son parientes consanguíneas. A mucha gente, incluido este firmante, el celeste y blanco se le va a entreverar guste o no. Gritar Argentina será –perdón– polisémico. La distracción del fútbol, adunada a la necesidad de seguir integrando un colectivo, de tener algún futuro, de sentirse continuidad de lo que ocurría hace 20 o 50 años. Y de gritarlo, de una, por qué no. El resurgir del sentimiento nacional no nace de gajo, ni viene solo. Viene, a trancas y barrancas, acompañado de un diagnóstico masivo: la dependencia nos hizo daño, el capitalismo global es un azote. Por añadidura, el poder político no se debe delegar en un conjunto desprestigiado de dirigentes: debe construirse con presencia, en la calle. Tamañas aproximaciones, sabias, no caducarán por un rato de fiesta. Nadie creerá que el FMI es Papá Noel ni que nuestros gobernantes merecen cheques en blanco, pase lo que pase con el Mundial. Como mucho, habrá una sonrisa, un rato de buena onda, cantos corales y mil tareas por cumplir. Tareas que el Mundial no postergará ni suplirá. Pero tal vez, sólo tal vez, nada menos que tal vez, sea bueno (y hasta funcional) sentir que no todo es fracaso en este suelo y disfrutar de un soplo de alegría mientras seguimos intentando la epopeya de sobrevivir.

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