ECONOMíA
¿Quién dijo que era mala la deflación?
Por Julio Nudler
A nadie le resulta fácil entender por qué fue sacrificada la estabilidad de precios, e incluso la deflación. Es cierto que antes de que retornase la inflación faltaba trabajo, se vendía poco y cerraban empresas, pero ahora pasa lo mismo, y encima con aumentos, muchos de ellos terroríficos, que licuan el salario, ese magro salario emergido de la flexibilización laboral y de varios años de alto desempleo, cuantitativo y cualitativo. Entonces, ¿por qué no restablecer, como alguien propuso, el uno a uno y rescatar lo único bueno que había en este país? ¿Se habrá desarticulado aquel orden con el propósito de licuarle la deuda a un grupo de grandes empresas, con enorme poder de lobby? La verdad es que el gobierno de Eduardo Duhalde manejó este asunto de modo tan vidrioso que la sospecha fue cobrando fuerza.
Se supone que toda devaluación debe cambiar los precios relativos, y que se decide con ese propósito; más exactamente, modificar la relación entre los precios de los transables (productos exportables e importables) y los de los no transables (bienes que no entran en el comercio exterior, como la mayoría de los servicios y algunos artículos frescos perecederos). Al revés de lo que ocurrió durante la convertibilidad, con el peso uncido al dólar, la devaluación debe encarecer los transables, tanto los bienes importados como los exportables, y abaratar relativamente los no transables.
Lo sucedido durante el primer bimestre corrobora esa expectativa: mientras los precios minoristas (IPC) subieron 5,5 por ciento, los mayoristas (IPM) aumentaron 18,5. Esta diferencia responde, fundamentalmente, al mucho mayor peso que los servicios tienen en el IPC, con rubros como vivienda, salud, transporte, esparcimiento y educación. Lo doloroso es que todos estos rubros sólo se abaratan “relativamente”, y en su conjunto el índice, que es una forma de medir el costo de vida, se incrementa. En un contexto de desempleo en ascenso, el resultado es una nueva caída en el nivel de vida de los sectores de ingresos fijos.
En otro sentido, si los precios de los transables aumentan, pero menos que el dólar, el país gana en competitividad, y esta mejora puede estimular la reactivación. En la base de este proceso está la disminución comparativa en el precio de los no transables, algunos de los cuales son costos para los productores de transables. Este efecto es profundizado esta vez por la inmovilidad de las tarifas de los servicios públicos, pero esta congelación es temporaria. Habrá que ver en qué desemboca la renegociación con las privatizadas.
En realidad, todas estas conclusiones son provisorias: el traslado a precios de la devaluación aún seguirá haciendo camino, aunque el vuelco a precios vaya perdiendo aire porque cada alza implica una merma en el ingreso real disponible del consumidor masivo, al menos mientras los trabajadores no les arranquen reajustes salariales a sus empleadores. Una de las razones del modesto impacto (según testimonia la estadística oficial) de la devaluación sobre los precios internos ha sido la militante oposición de la gente a las remarcaciones. Pero está por ver si esa resistencia puede sostenerse. Es curioso que de pronto los formadores de precios se convirtiesen, ante el ojo público, en despiadados agiotistas: ¿no eran ellos mismos quienes formaban precios cuando éstos bajaban?
También es verdad que persistieron en esta economía muchos mercados poco o nada competitivos, de no haber sido por los cuales la deflación hubiese resultado mucho más marcada. En esos productos hay aún amplios márgenes a adelgazar, que pueden acolchonar el efecto de la devaluación si el Gobierno rompe los comportamientos oligopólicos. Por ahora, sin embargo, la restricción de oferta es el fenómeno más visible, y el mayor peligro para la estabilidad, después de haber sido la abundancia de opciones, durante los ‘90, el mejor reaseguro antiinflacionario.