Sábado, 16 de abril de 2011 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Atilio A. Boron
En la madrugada del 15 de abril de 1961, aviones de combate camuflados como si fueran cubanos bombardearon los principales aeropuertos militares de Cuba. Las agencias de noticias del imperio informaban que se había producido una sublevación de la fuerza aérea “de Castro” y el embajador de Estados Unidos ante la ONU, Adlai Stevenson –expresión del ala más “progresista” del Partido Demócrata, ¡menos mal!– trató de que el Consejo de Seguridad de ese organismo emitiera una resolución autorizando la intervención de Estados Unidos para “normalizar” la situación en la isla. No tuvo respaldo, pero el plan ya estaba en marcha.
Aquel bombardeo fue la voz de orden para que una brigada mercenaria, que con absoluto descaro la CIA y el Pentágono habían preparado durante más de un año, desembarcara en Bahía de Cochinos, con el declarado propósito de precipitar lo que en nuestros días los melifluos voceros de los intereses imperiales denominarían eufemísticamente como “cambio de régimen”. En marzo de 1960 –apenas transcurrido poco más de un año del triunfo de la Revolución Cubana– el presidente Eisenhower había firmado una orden ejecutiva dando vía libre para desencadenar una campaña terrorista en contra de Cuba y su Revolución. Bajo el amparo oficial de este programa se organizó el reclutamiento de unos mil quinientos hombres (un buen número de los cuales no eran otra cosa que aventureros, bandidos o lúmpenes que la CIA utilizaba, y utiliza, para sus acciones desestabilizadoras) dispuestos a participar de la inminente invasión, se colocó a las organizaciones contrarrevolucionarias bajo el mando de la CIA (es decir, la Casa Blanca) y se crearon varias “unidades operativas”, eufemismo para no llamar por su nombre a bandas de terroristas, escuadrones de la muerte y paramilitares expertos en atentados, demoliciones y sabotajes de todo tipo. Más de tres mil personas murieron en Cuba, desde los inicios de la Revolución, a causa del accionar de estos delincuentes apañados por la autoproclamada democracia norteamericana.
Apenas ayer, uno de los más conspicuos criminales al servicio del imperio, Luis Posada Carriles –terrorista probado y confeso, autor intelectual entre muchos otros crímenes de la voladura del avión de Cubana en 1976, con 73 personas a bordo– fue absuelto de todos sus cargos y disfruta de la más completa libertad en los Estados Unidos. Como si eso fuera poco, tampoco lo extraditan para ser juzgado en Venezuela, país cuya nacionalidad había adoptado durante el transcurso de sus fechorías. Barack Obama, indigno Premio Nobel de la Paz, protege a los verdugos de nuestros pueblos hasta el final de sus vidas mientras mantiene en prisión, en condiciones que ni se aplican a un asesino serial, a los cinco luchadores antiterroristas cubanos. Gesto ignominioso el de Obama, pero que tiene un lejano antecedente: en 1962, luego de la derrota sufrida por el ejército invasor reclutado, organizado, entrenado, armado y financiado por los Estados Unidos, los prisioneros que habían sido capturados por las milicias revolucionarias cubanas fueron devueltos a los Estados Unidos ¡para ser recibidos y homenajeados por otro “progresista”, el presidente John F. Kennedy! El fiscal general de los Estados Unidos, Robert Kennedy, para no ser menos que su hermano mayor, invitó a esa verdadera Armada Brancaleone de matones y bandidos a integrarse al ejército norteamericano, cosa que fue aceptada por gran parte de ellos. No sorprende, por lo tanto, que periódicamente aparezcan horripilantes historias de atrocidades y vejaciones perpetradas por soldados estadounidenses en diversas latitudes, las últimas conocidas hace apenas un par de días en Afganistán y antes en Abu Ghraib; o que durante la administración Reagan –uno de los peores criminales de guerra de los Estados Unidos, según Noam Chomsky– un coronel del Marine Corps y asesor del Consejo de Seguridad Nacional, Oliver North, hubiera organizado una red de narcotraficantes y vendedores de armas desde su despacho, situado a pocos metros de la Oficina Oval de la Casa Blanca, para financiar a la “contra” nicaragüense. No le fue tan mal a North después de estallado el escándalo: se libró de ir a la cárcel y en la actualidad se desempeña en varios programas de la ultraconservadora cadena Fox News Channel. Estos episodios revelan con elocuencia el clima moral que prevalece en las legiones imperiales.
La derrota de la invasión, lejos de aplacar al imperio, exacerbó aún más sus instintos asesinos: la respuesta fue la preparación de un nuevo plan, Operación Mangosta, que contemplaba la realización de numerosos atentados y sabotajes tendientes a desarticular la producción, destruir cosechas, incendiar cañaverales, obstaculizar el transporte marítimo y el abastecimiento de la isla y amedrentar a los eventuales compradores de productos cubanos, especialmente el níquel. En pocas palabras: preparar lo que luego sería el infame bloqueo integral que sufre Cuba desde ese momento. Huelga decirlo pero el pueblo cubano –patriótico, consciente y organizado– frustró una vez más los miserables designios de la Operación Mangosta. Al día siguiente del bombardeo aéreo, en el homenaje que el pueblo de Cuba rendía a sus víctimas, Fidel proclamaría el carácter socialista de la Revolución Cubana. Y el 19 de abril, en Playa Girón, se libraría el combate decisivo que culminaría con la primera derrota militar del imperialismo en tierras americanas. La camarilla contrarrevolucionaria estaba a la espera en Miami, presta para trasladarse a Cuba una vez que los invasores controlasen por 72 horas una “zona liberada” que les permitiera constituirse como “gobierno provisional” y desde allí solicitar el reconocimiento de la Casa Blanca y la OEA y la ayuda militar de Estados Unidos para derrotar a la Revolución. Parece que todavía siguen esperando.
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