Jueves, 28 de marzo de 2013 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Robert Fisk *
El primer ministro ha renunciado, no hay gobierno propiamente dicho, y en Trípoli persisten las batallas callejeras, la amenaza de más secuestros. Líbano, como solíamos decir en la guerra civil, vuelve a la normalidad. Y en algunos aspectos es cierto. El país siempre está hundido en la crisis más grande desde la crisis más grande. Pero el drama actual es un poco más serio.
Najib Mikati, uno de los políticos más ricos del mundo, así como primer ministro de uno de los países más pequeños, renunció porque su gobierno se ha vuelto inmanejable y porque los legisladores no han logrado elaborar una nueva ley electoral. Los sindicatos han declarado huelgas por toda la nación –incluso cerraron el aeropuerto internacional por unas horas– en demanda de mejores salarios. Mikati cedió en este aspecto, en uno de sus actos finales, pero no quedó muy complacido.
Después de todo, ser vecino de una guerra civil no es tarea fácil, sobre todo cuando jets sirios bombardean dos casas en territorio libanés. Los israelíes invaden el espacio aéreo libanés cada día sin que Washington diga media palabra, pero la agresión siria tiene a Estados Unidos lanzando gritos furibundos a Damasco.
Líbano no está vinculado por las sanciones contra Siria, por lo que su gobierno ha adoptado una política de disociación, término pedante para la necesaria neutralidad que debe adoptar para evitar que sus propios sunnitas, chiítas y cristianos sean arrastrados hacia las batallas en la frontera. No se puede permitir que el conflicto sunnita-alauita en Trípoli –en el que perecieron seis personas, entre ellas un soldado libanés– se extienda a otras partes del país. Por coincidencia, Trípoli es la ciudad natal de Mikati.
Sin embargo, la disociación no ha funcionado muy bien. Por principio de cuentas, el ministro del Exterior, pro sirio, enfureció a los árabes del Golfo al demandar que la Liga Arabe restaure el lugar de Siria en ese organismo. Ese mismo ministro, sobra decirlo, no se apresuró a condenar el ataque aéreo sirio.
Un jeque sunnita en Sidón –junto con correligionarios que viven cerca de la frontera– ha impedido el paso de pipas de gasolina hacia Siria, donde probablemente algo del combustible es usado por el ejército del presidente Bashar Assad. No lo sabemos, desde luego, pero es una buena apuesta. Ahora el gobierno utiliza buques tanques petroleros para llevar el combustible al puerto de Latakia, que está comparativamente libre de la guerra civil que consume al resto de Siria.
La decisión de Mikati de renunciar llevaba, pues, la intención de atemorizar a los partidos políticos libaneses, en especial el chiíta Hezbolá, y a los sunnitas congregados en torno del ausente Saad Hariri –quien lleva dos años escondido en Arabia Saudita por la supuesta conjura para asesinarlo–, de modo que creen un gobierno funcional, capaz de redactar una ley electoral y asumir la responsabilidad del desastre de las semanas pasadas. El predicamento, como siempre, es de largo plazo e incurable.
Porque, para ser un Estado moderno, Líbano debe dejar de ser confesional. Una nación cuyo presidente debe ser siempre cristiano maronita, el primer ministro sunnita, el presidente del Parlamente chiíta, no puede funcionar. Pero si se quitara el sectarismo a Líbano, dejaría de existir... porque ser confesional es la identidad del país. Tiene hermosas montañas, excelente comida, una población extremadamente bien educada, pero es sectario. Es un poco como poseer un Rolls Royce, con asientos nuevos de piel, televisión de pantalla plana y barra de cocteles, pero con ruedas cuadradas. No sirve.
Entonces, ser primer ministro de Líbano no es divertido. Se puede hacer avanzar el auto empujando en la misma dirección junto con montones de ministros y parlamentarios, pero apenas caminará unos metros. Y luego los ministros y parlamentarios se pondrán a discutir de nuevo. El gobierno actual, que incluye a Hezbolá –al que el presidente Obama quiere que la Unión Europea condene como organización terrorista–, sin duda no representa a los sunnitas cuyos hermanos en Siria constituyen la mayor parte de la oposición armada a Assad, uno de cuyos aliados es, por supuesto, ese mismo Hezbolá.
Hariri se habrá alegrado de la partida de Mikati porque disolver el gabinete de éste fue una de las condiciones de la alianza 14 de Marzo de aquél para regresar a la política. Ahora se supone que algunos políticos libaneses, por corruptos que estén por el dinero, las armas o la inclinación sectaria, llegarán en tropel al palacio de Baabda para un diálogo nacional con el presidente Michel Sleiman, el ex general que ha pasado los recientes preciosos días haciendo visitas oficiales a países de Africa occidental. El es quizás el único hombre que podría mantener a sus visitantes en la misma sala por más de unos minutos pero, ¿podrá persuadirlos de acordar una ley electoral a tiempo para los comicios de junio?
Sin una elección, la autoridad del propio Parlamento está tan resquebrajada como lo estuvo en los 15 años de la guerra civil libanesa. Sin Parlamento, sin gobierno, sin primer ministro. Sin un cese del fuego real en Trípoli. Sólo el ejército puede controlar las calles –un poco como en Egipto, se podría agregar–, y la guerra en Siria se vuelve más frenética cada día. Líbano merece algo mejor. Significa que cada quien tendrá que darle un nuevo empujón a ese Rolls Royce.
* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.
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