Viernes, 9 de enero de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Juan Sasturain
Para qué hablar de los estúpidos, siempre gratuitos e irreparables muertos. De varios de ellos, por desinformado, nada sé. A muchos, acaso por lectores veteranos, nos suenan más el talentoso loco Wolinski, e incluso Cabú, que el resto de los arrasados. Aquellos son de la raza, de la generación, de la sintonía provocadora sesentista de nuestro/su Copi, para entendernos. Y qué destino, caer así, de tan grandes y amortizados, reventados a tiros por estos asesinos –en el fondo, pendejos– enfermos, rabiosos por una realidad que no los vacuna. ¿El que gatilla es lo nuevo (que hay) y el que cae es lo viejo (que hubo)? Me parece que no es tan sencillo.
Por un lado es como si Wolinski & Co hubieran pisado y volado en diferido por la acción de una mina vieja desvelada, y ya escéptica, o –a la inversa– fueran víctimas de un disparo hacia el que iban corriendo, y lo que pasa es que se chocaron con una bala nueva que viene desde el espantoso, desfasado porvenir.
¿Aquel mundo que no asesinaba humoristas mordaces era más justo que éste? No. ¿Estos sangrientos portadores de la bala y la razón justiciera de hoy son más o menos arbitrarios que otros de antaño? No. Las condiciones de posibilidad que hacen factibles estas barbaridades siguen imperturbables: nuestra insolidaria sociedad contemporánea es una máquina de generar enfermedad, violencia y locura de la que después y durante se horroriza. Dan ganas de llorar por lo que pasa, de vomitar por la hipocresía.
Por eso, de política, de geopolítica, de economía, de toda la perversa basura concentrada que decide impunemente el destino universal de millones, para qué hablar. Mejor quedémonos en el kiosco hablando como siempre de pelotudeces, de lo que –contra la opinión generalizada del buen sentido utilitario que nos lleva una vez más al abismo– es el lugar de la dignidad y la inteligencia, de la plena humanidad. Por eso me corro de los muertos y de los matadores y me quedo en los papeles, en los papeles dibujados.
Porque de la revista, de Charlie, uno se acuerda tramposa/cobardemente desde el arranque, allá lejos cuando todo era distinto (no necesariamente mejor), otra cosa. Porque cabe recordar que esta malherida Charlie (“Charlí”, en francés) Hebdo (semanal) es nieta política –por izquierda, por anarca– de la original Charlie mensual de fines de los sesenta, que no era sino la versión francesa, a su vez, del Linus italiano, de la Milano Libri, una maravillosa revista de historietas que reivindicaba, entre otras cosas, las obras maestras yanquis clásicas y contemporáneas, como el Dick Tracy, de Gould, y sobre todo –de ahí el nombre tanto de la versión italiana como de la francesa– los Peanuts del gran Charles Schulz. Porque Linus era y es uno de los pibes de la gloriosa serie, y Charlie (“Chárli”, en inglés) es Charlie Brown, Carlitos bah, el pibe, el eterno y entrañable loser dueño o lo que sea de Snoopy, el perro que nunca tuvo Mafalda.
Quiero decir que si Carlitos / viviera / no se lo creyera; que si Mahoma / viviera / tampoco; pero que si tuviéramos que rebobinar / desde la lógica del ojo por ojo / siempre hay razones para justificar la venganza, ese empate que sólo satisface a los imbéciles. Ya sea a personal mano armada o con esos aviones asesinos sin gente de cuyo nombre no quiero acordarme.
Lo que tal vez pasa –e incomoda– es que esto espantoso que pasó no es –por supuesto– la necesaria ficción de la ONU, construcción tramposa y superyoica; esto horrible es lo que hay en la realidad cotidiana, apenas raspando un poquito nomás. Es, puesto en página y pantalla, un cruce de inconscientes: el desaforado/desesperado humor crítico es lo que el pensamiento colectivo, acosado por la corrección política, no se anima a manifestar; el crimen alevoso y sin contemplaciones ni vacilaciones es lo que el reprimido deseo colectivo de acallar la diferencia no puede soportar más.
Esto horrible es también lo que somos, una muestra de lo que somos capaces. Tan verdadero como el gesto estupefacto de Carlitos, las orejas llovidas de Snoopy que nos gustaría tener para cerrar con un gesto y callarnos de una vez.
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