Lunes, 28 de septiembre de 2015 | Hoy
EL MUNDO › OPINIóN
Por Gerardo Albarrán de Alba
Desde México, DF
Ayotzinapa es hoy sinónimo de barbarie, de impunidad, de Estado fallido. Durante el último año, los 43 estudiantes de la Escuela Normal Rural Isidro Burgos víctimas de desaparición forzada han simbolizado la incapacidad del gobierno mexicano para garantizar la vida y la seguridad de los ciudadanos, para proteger sus propiedades y bienes. Son también el rostro de otras 25 mil personas desaparecidas en este país desde 2006. Son la llaga desde la que supura un sistema político en descomposición.
Ya sin credibilidad, luego de que el Grupo Internacional de Expertos Independientes (GIEI) de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) demostró la imposibilidad de las conclusiones a las que llegó la Procuraduría General de la República para dar carpetazo al asunto, el presidente Enrique Peña Nieto hace como si México no viviera la mayor crisis de derechos humanos desde la guerra sucia, hace 40 años, y alarma cada vez más a la comunidad internacional.
Otra mirada es la de cientos de miles de mexicanos que protestaron ayer en las calles de todo el país y desde ciudades de los cinco continentes. Aquí, decenas de miles marcharon durante más de seis horas desde varios puntos para confluir en el Zócalo, frente a Palacio Nacional, acompañados por sindicatos, organizaciones sociales y hasta por Greenpeace, Oxfam y Amnistía Internacional (“La movilización es el mecanismo del cambio”, dice su director en México, Perseo Quiroz). Pero sobre todo hubo miles de familias solidarias con esas otras familias rotas por la violencia, pisoteadas por la impunidad. El cariz lo pusieron los observadores de la Oficina del Alto Comisionado de las Naciones Unidas para los Derechos Humanos. Una manta sintetizó el estado de ánimo común: “Nuestros sueños no caben en sus fosas clandestinas”.
Zapatistas marcharon por las principales calles de San Cristóbal de las Casas, la emblemática ciudad chiapaneca que tomaron en las primeras horas del 1 de enero de 1994, cuando declararon la guerra al Estado mexicano. Hoy siguen esperando que se cumplan los acuerdos de San Andrés que permitieron el repliegue a sus comunidades indígenas. A la entrada de una de ellas, el mítico Caracol de Oventic, sede de la junta de buen gobierno de los Altos de Chiapas, se leyó: “Sigue y seguirá la lucha por los 43 desaparecidos de Ayotzinapa. Padres y familiares de los desaparecidos, su dolor y su rabia es nuestra”.
Imposible no conmoverse ante la mirada ya seca de los padres y madres de los estudiantes desaparecidos hace un año en Iguala y de los otros jóvenes asesinados con saña inaudita esa misma noche. Las fotos de sus hijos cuelgan en sus pechos. Una madre celebra: “Es el momento de cambiar, no hay que dejarnos. Como padres de familia ya no tenemos miedo”, dice, como si alguien se atreviera a dudarlo. Otro padre llora sus palabras: “Agradecemos que estén aquí, no saben cómo se siente mi corazón al ver tanto apoyo y solidaridad. Vamos a seguir con esta historia hasta encontrarlos”.
No están solos, y lo saben. Esa es su fuerza, la de tantos que comparten su pena y multiplican la indignación, como los zapatistas que abrazan así “a todas las personas que tienen el dolor y la rabia a causa de la cárcel, la desaparición y muerte”. Es la rabia que hace decir a un padre: “Si el gobierno le apostó al cansancio, está perdiendo; y si le apostó al olvido, ya se jodió”. Otro exige a Peña Nieto y su gabinete “que se vayan y que dejen el lugar a quienes sí puedan, pero antes de irse debe entregarnos a nuestros hijos”.
A los ojos del mundo, México es hoy una enorme fosa común que se ha tragado a miles sin rostro, sin nombre, sin huella de su existencia; si acaso queda la numeralia que otros siguen desde fuera, como el líder laborista Jeremy Corbyn, que apenas el viernes pasado escribió al embajador mexicano en Gran Bretaña, Diego Gómez Pickering, para expresar su preocupación porque Ayotzinapa no es un caso aislado en México, un país del que “más de 25 mil personas han desaparecido desde 2006”, según datos de Amnistía Internacional. Pero mientras el mundo se manifestaba por Ayotzinapa, Ban Ki-Moon, secretario general de la Organización de Naciones Unidas, recibía a Peña Nieto en Nueva York. Luego se sentarían a la mesa con otros 30 jefes de Estado que participan en la 70 Asamblea General de la ONU, y con el ex presidente Felipe Calderón, en una comida oficial. La cumbre hace un llamado a poner fin a los conflictos que afectan al mundo. Y México es un país en guerra, aunque parecen saberlo los casi 178 mil muertos entre las administraciones de Calderón y Peña Nieto. Y los desaparecidos. Y decenas de miles de familias desmembradas. Y los cientos de pueblos fantasma por todo el país, abandonados por sus pobladores, desplazados por la violencia.
Peña Nieto encabeza un sistema político en descomposición, sin una política de Estado para erradicar al crimen organizado y crear las condiciones para que miles de jóvenes vislumbren otro futuro que no sea convertirse en sicarios y se sumen a los casi 178 mil muertos entre las administraciones de Calderón y Peña Nieto. Muchos de ellos son esclavizados por bandas criminales que los integran a sus filas bajo amenaza y los mandan a arrasar comunidades enteras, como los ejércitos de niños que han asolado Africa por décadas. Abundan los testimonios de levas forzadas, adolescentes arrancados de sus casas a mitad de la noche ante la impotencia de sus padres.
Ayer retumbó la palabra Ayotzinapa por todo el mundo. Su extraña etimología náhuatl (Atoyl, tortuga; Oztli, preñada; Nappa, cuatro = “tortuga cuatro veces preñada”) enmarcó en dibujos multicolores las mantas y carteles por todo el mundo y en incontables perfiles de redes sociales. Elena Poniatowska cargó un cartel sostenido por una vara roja: “Hoy el cielo llora, mañana la luna sangra. En la tierra, 43 semillas crecen. Serán el sol de la justicia”. Detrás de ella, la actriz Jesusa Rodríguez llevaba una sola línea escrita: “Y el idiota en Niu York”.
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