Lunes, 28 de septiembre de 2015 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
El debate sobre el debate y otra de las tantas movidas mediáticas sobre tormentas financieras fueron el núcleo de la agenda publicada, a todo lo largo de la última semana. Y ambos ejes demostraron que, al menos en torno de cuestiones centrales y salvo grandes imprevistos, ya no queda mucho por inventar ni discutir hasta las elecciones de octubre. El resto se lo llevó la visita del Papa a Cuba y Estados Unidos, que a juzgar por la atención que le brindó la prensa local parece haber marcado un antes y un después no se sabe respecto de qué.
La cantidad de palabrerío gastado sobre las condiciones de un debate cara a cara entre los candidatos presidenciales, re-disparada porque Daniel Scioli decidió no concurrir y ahora parece que los demás tampoco, llama a preguntarse cuánto del tema interesa a la mayoría de la población y cuánto se debe a la excitabilidad de los medios, que con una tenida de esa naturaleza dispondrían de letra interminable para machacar con las virtudes y deficiencias, narrativas y estéticas, de unos y otros. Bien definido por el colega Ignacio Zuleta (Ambito Financiero, viernes pasado), “los debates presidenciales son otro mito de la fantasía criolla, porque decir que en Argentina no se debate es una simpleza”. En verdad, Zuleta fue bastante generoso porque afirmar tamaña cosa es de una futilidad insoportable. “La política, los personajes y las consignas se discuten las 24 horas del día (...) Los candidatos y no candidatos hablan mañana, tarde y noche por radio, TV, Internet; mandan mensajes, tuits y otros productos de la intimidación pública. ¿Hay algún marciano en la Argentina que ignore lo que piensan Scioli, Macri, Massa, Aníbal, Vidal, De la Sota y siguen los nombres? ¿Necesita el público verlos enfilados detrás del atril para resolver si los vota o no? (...) Los debates tienen prestigio por la costumbre de países como Estados Unidos y Brasil”, donde no hay sometimiento constante al esmerilado de “los talking heads que hacen fila en las radios, y canales cerrados y abiertos, para predicar su mensaje. (...) Argentina vive en campaña permanente. O sea, en debate permanente. Con ese panorama, creer que un debate puede cambiar algo es una ingenuidad. O una picardía de las televisiones que están detrás del negocio de las emisiones (...), o de los opinadores de las ONG que propician estos entretenimientos (y que) organizando debates, se invisten como jurados que toman examen a los políticos. Dicho kircherísticamente, el debate es una privatización de la conversación política”.
Aspectos como los anteriores sí que darían para debatir sobre el o los debates presidenciales con algo más de profundidad, en vez de hacer pasar el centro del universo por las motivaciones de cada quien acerca de si concurre o desiste. En alguna o toda la medida, esa presión mediática e “institucionalista” puede considerarse extorsiva. Para el caso, las estimaciones de los medios opositores son que Scioli arrugó o –mayoritariamente– que calculó la inconveniencia de asistir porque va ganando y, como se sabe, el que gana no debate. Lo mismo que Menem cuando dejó la silla vacía enfrente de Angeloz, en mayo del 89, o de cualquiera de los ejemplos que quieran tomarse. ¿Es eso ilegítimo, en un país donde, quedó recordado, los candidatos circulan a toda hora en todos los medios? ¿Con qué derecho le es exigible a una figura, política o de otro ámbito, oficialista u opositora, que se preste a los riesgos de un pasaje tensionante en extremo, sujeto a coyunturas adversas en el día que le toque, y a eventuales incompetencias y desventajas discursivas, o decorativas, que pueden no relacionarse en absoluto con sus capacidades de gestión, morales, de antecedentes? Con el criterio de que valen los momentos espectacularistas, da lo mismo un debate presidencial que saber ser gracioso en Showmatch, si lo que se juzga es quién cae más simpático, o convincente, o bailador más dúctil, o bien acompañado por la futura primera dama que mejor se produjo para la ocasión. ¿Es sensato creer que eso decide el voto popular en modo determinante, o que resulta categórico como elemento de juicio para evaluar ejecutividad, plataformas electorales, confianza, proyectos? Pensar así se parece al fallo tucumano que habló de los sectores desamparados e ignorantes incapaces de razonar por cuenta propia. Esconde, mal, una actitud discriminatoria, especulativa, de los medios que tienen intereses en favorecer a tal o cuál. Enseña el todopoderosismo de que se creen munidos algunos periodistas, y sus mandantes editoriales, con una vara que establece patrones de conducta. Es esa la Disney de las instituciones y el debate civilizado, para la que sólo cuenta el enseñoreo de los sectores del privilegio y asentar los argumentos del gorilaje. O del odio de clase, que es sinónimo. En democraciolandia no hay puja de presiones corporativas, ni injusticia social que devenga de otra cosa que no sea el asistencialismo estatal, ni tiranía que no consista en que la jefa de Estado habla mucho por cadena nacional. Y si no hay debate de candidatos a presidente, o el oficialista se niega, parecemos un exotismo africano salvo que fuera Mauricio Macri quien estuviera adelante en las encuestas y rechazara debatir. En ese caso, a no dudar de que el debate les importaría tres pitos. Para no hablar de si la Presidenta fuese candidata. ¿Alguien se imagina que demandarían disputa frente a frente si Cristina fuera a debatir? En otras palabras, póngasele un tanto de honestidad intelectual al debate.
El segundo asunto fue la medida que obliga a contabilizar las tenencias de bonos en dólares a la cotización oficial, y no al valor del dólar Bolsa. Como el verbo lo indica, es una disposición contable sin afectación para los ahorristas en bonos estatales ligados al dólar. Cambia el modo en que los fondos de inversión deben calcular sus activos, con el objeto de impedir que eludan el máximo dolarizado permitido a sus carteras. De esta intervención en los enjuagues del mercado financiero armaron un batifondo que alcanzó el límite de mentar pesificaciones y otros graves sobresaltos, incluyendo versiones sobre funcionarios que habrían anticipado lo resuelto –tráfico de influencias– para favorecer a sus amigotes de la timba. Siempre en potencial, como corresponde. Lo más gracioso: en los propios medios en que se operó la alarma, fue posible leer artículos de consultores financieros aclarando que la medida no tiene incidencia en los inversores. Carece de mayor sentido, en una columna generalista como ésta, detenerse a profundizar detalles técnicos. Sí importa lo de siempre, que consiste en operetas mediáticas destinadas a crear sensación temible con la cotización del dólar. Era y es completamente previsible la jugada de esa carta, sensibilizadora de los eternos desprevenidos. No para quienes saben leer la política y la forma en que los medios la interactúan.
Como se decía al comienzo, las dos temáticas aludidas responden a que ya se torna complicado instalar hechos y áreas de abordaje capaces de sacudir severamente hacia un lado u otro. Hay episodios de impacto coyuntural, como el de Niembro o antes las inundaciones bonaerenses, que en el momento pueden provocar la sensación de valerse por sí solos para torcer voluntades electorales. De manera excepcional, puede ser así. ¿Qué habría pasado, por ejemplo, si la conmoción inicial por la muerte de Nisman hubiera empalmado con las elecciones? Es una ucronía, por cierto, pero vale para pensar verosímil que el kirchnerismo hubiera perdido o, de mínima, afrontado serias perspectivas de derrota. Sin embargo, basta repasar el historial y se advierte que son muy aislados esos hechos que se prestan a conectar bombazo informativo y operaciones periodísticas con influjo electoral decisivo. En la inmensa mayoría de los casos se corrobora que, como mucho, sirven para afirmar las convicciones o costumbres más generalizadas de las diferentes franjas del electorado; y que son indesprendibles del contexto socioeconómico del momento. Por lo común, además, se trata de instalaciones que, sea como fuere que repercuten, lo hacen en el área metropolitana de Buenos Aires. Si acaso eso es “la realidad” influyente, también lo son las puntuales de cada lugar y zona. Se viene de un ejemplo enorme, realmente demostrativo, dado por la feroz campaña de medios nacionales contra el panorama social y las corruptelas chaqueños. En particular, y tras su paso por la Jefatura de Gabinete, no debe haber un dirigente político mediáticamente más denostado que Jorge Capitanich. Ninguno. Pues ocurrió que el oficialismo chaqueño ganó caminando, en las primarias y el domingo anterior, con el añadido de que –gracias a la figura del gobernador como candidato a intendente– los peronistas recuperaron la ciudad Capital, que está en manos radicales hace doce años. Para variar, preanunciaron un fraude que los propios vencidos desmintieron al reconocer su derrota, con hidalguía, a las pocas horas de cerrados los comicios. Increíblemente o no, ni siquiera eso sirvió para detener la obsesión denunciativa. Mientras la candidata opositora admitía una victoria limpia del oficialismo, el programa televisivo radicado durante toda la semana en la provincia seguía alertando que importación de paraguayos votantes y compra de sufragios eran la médula electoral. Convencidos de que es así u obligados por la línea editorial del medio en que se desempeñan, al cabo aparecen preguntándose cómo puede ser, qué pasó, a dónde iremos a parar, hasta cuándo, como si el problema estuviera en lo que sucedió después y no en lo que inventaron u operaron antes.
A esta altura del mes próximo ya se sabrá quién ganó las elecciones. Y probablemente volverán a preguntarse lo mismo.
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