EL MUNDO › HABLA SAMMAN ABDUL MAJID, TRADUCTOR DEL EX LIDER IRAQUI
“En el espíritu de Saddam se mezclaban lo mejor y lo peor”
Ser traductor de un jefe de Estado implica un rol singular, marcado por la confidencialidad y cierto grado de intimidad. Samman Abdul Majid, que acaba de publicar el libro Los años Saddam, cuenta aquí cómo fue esa convivencia.
Por Eduardo Febbro
Página/12
en Francia
Desde París
Samman Abdul Majid recibió el don de las lenguas. Concretamente dos: el inglés y el francés. Ambas le permitieron ser durante varios años el intérprete “personal” del ex presidente iraquí Saddam Hussein y el jefe de la oficina de prensa de la presidencia. Majid también trabajó con el hijo mayor del amo de Bagdad, Uday. Sus “funciones” lo llevaron a permanecer en el corazón del régimen sin haber asumido “jamás una función de responsabilidad represiva” ni tampoco tener hoy “las manos manchadas de sangre”, según afirma en un tono cordial. Samman Abdul Majid fue testigo y “traductor” de muchas de las cosas que se dijeron a puertas cerradas, sea en Bagdad o en Tikrit. Ante diplomáticos y enviados especiales oriundos del mundo entero Majid fue “la voz y los oídos” del jefe de Estado iraquí. Un hombre de secretos que guardó en silencio hasta ahora. Hoy puede contar los entretelones de un régimen fuera de lo común y la vida íntima de un hombre, Saddam Hussein, al que juzga de dos maneras distintas: como hombre y como jefe de Estado. El omnipresente, cruel y represivo Saddam Hussein “era un hombre totalmente normal, calmo, cortés. Solía detenerse en el medio de las entrevistas con los jefes de Estado para decirme: ‘Samman, tome su té, debe estar cansado’. Un hombre tan atento no puede ser tan malo como se dice. Saddam Hussein fue demonizado por los norteamericanos. Al menos en el marco en el que lo trataban, es decir, en el contexto de los encuentros diplomáticos y protocolares, yo puedo decir que no era el monstruo que los norteamericanos describen”.
Desde luego, cuando se trata de evocar al hombre político el juicio es muy distinto. Saddam Hussein “fue un jefe de Estado desastroso que destruyó y arruinó a su país arrojándolo a la guerra”, dice su ex intérprete. Todas las cosas que Samman Abdul Majid sabía y no podía contar ahora están dichas, incluso escritas en el libro que vino a presentar a la capital francesa, Los años Saddam, escrito en colaboración con dos periodistas franceses. A los 58 años y con 15 años de trabajo junto a Saddam Hussein, su intérprete reconoce que nunca llegó a “penetrar el Saddam Hussein secreto”. Una de las pocas cosas de las que pensaba estar seguro al momento de realizarse esta entrevista era que, llegado el momento, el ex presidente iraquí se iba a “disparar un tiro en la cabeza antes que dejar que los norteamericanos lo arrestaran” (lo que se probó erróneo ayer). Para Majid, “la personalidad de Saddam Hussein era un verdadero nudo de contradicciones. En él cohabitaban lo mejor y lo peor. A pesar de los cientos de encuentros en los que participé, nunca llegué a entenderlo realmente, a saber cómo era realmente”. Su libro es una joya. Lleno de detalles y revelaciones aparentemente anodinas, Los años Saddam permite comprender mejor la “viciosa” mecánica del poder iraquí. Financiación de varios líderes políticos del Tercer Mundo, acuerdos y negociaciones secretas con Bill Clinton, entrevistas a puertas cerradas con el secretario general de las Naciones Unidas, Kofi Annan, utilización de varios dobles, nada falta en la prolija enumeración del intérprete iraquí. Por ejemplo, Majid cuenta cómo en 1993, poco después de haber sido electo, Bill Clinton envió a Bagdad a un “emisario oficioso” para proponer una suerte de “normalización”, una paz pactada entre bastidores en la que Saddam Hussein no dio el más mínimo crédito. El encuentro secreto con el enviado de Clinton permite entender mejor la personalidad de Saddam Hussein. “Durante su primer año de gobierno, Clinton despachó a uno de sus amigos, un reverendo, para que tome contacto con Saddam Hussein. Antes de la entrevista, el hombre me mostró unas fotos en las que aparecía junto a Bill Clinton. Sin esconder el motivo de su visita, el reverendo trajo unasuerte de certificado firmado por el mismo Clinton. Durante la entrevista, el emisario norteamericano explicó que el nuevo presidente estaba dispuesto a abrir un nuevo capítulo en las relaciones entre Irak y Estados Unidos y recomenzar la relación sobre bases más amistosas. Según él, todas las eventualidades podían ser contempladas. Sin embargo, no hizo ninguna propuesta concreta, tampoco evocó el levantamiento de las sanciones impuestas por las Naciones Unidas, ni presentó calendario alguno. Sólo venía a establecer los primeros lazos de un nuevo diálogo y darle un apretón de manos de parte de Bill Clinton. Para mi asombro, Saddam Hussein se mostró altanero, no fue en nada sensible al gesto del emisario. Saddam se contentó con hablar de la grandeza de Irak, de su civilización milenaria, del coraje del pueblo. En ningún momento intentó aprovechar la oportunidad ni tampoco trató de responder a Bill Clinton.”
Detalles como éste pueblan las páginas de Los años Saddam. Las propinas eran por ejemplo otra de las formas con que el presidente iraquí se relacionaba con sus aliados. Según cuenta su intérprete, “en 1987, poco después de que Saddam Hussein terminó de entrevistarse con el presidente del Chad, el dictador Hussein Habré, Saddam puso la mano en mi hombro y dijo: ‘Este muchacho le entregará esta noche un millón de dólares’. Me quedé estupefacto al saber cómo el presidente entregaba una suma semejante como si fuera una propina. Pero al día siguiente me dieron la valija con el millón de dólares y se la entregué a Hussein Habré. Saddam Hussein lo acompañó personalmente al aeropuerto, al volante de su Mercedes. Ahí le dijo: ‘no se preocupe, cada año recibirá la misma suma, para usted y sus allegados’”.
Cabeza dura, desconfiado y porfiado, el Saddam Hussein descripto por su intérprete corresponde en algunos rasgos con la imagen pública que tenía uno de los dictadores más grandes del siglo. Pero Samman Abdul Majid rehúsa el calificativo de “cómplice” de esa dictadura. Se ve a sí mismo más como una víctima que como un instrumento del poder. Majid, que es kurdo, afirma que “no tenía otra salida. A nadie se le preguntaba qué pensaba sobre esto o aquello. Era muy difícil rechazar un trabajo en la presidencia, y una vez que uno entraba ahí, ya no salía más. Renunciar era una injuria, un atentado. Al igual que cientos de miles de iraquíes, yo era un eslabón del sistema. Yo actué simplemente como un profesional, era un técnico al que no le quedaba otra alternativa”. Pese a sus alegaciones, el intérprete de Saddam formaba parte del aparato privilegiado: vivía en la calle Abu Nawas, a lo largo del Tigris, en los edificios reservados a los “funcionarios”. Su sueldo de 250 dólares era diez veces superior al de otros funcionarios y tenía un auto propio. Un lujo. Pero su posición de entonces no le trajo ningún problema mayor una vez que cayó el régimen de Saddam. Los norteamericanos no lo buscaron y hoy vive en Qatar, donde trabaja para el canal de televisión árabe Al-Jazeera.
Aburrido, a veces confuso y gris como el bigote que desborda sobre sus labios, Samman Abdul Majid no lamenta el régimen ni tampoco los años en los que lo sirvió. Lo que afirma es sencillo, hasta escueto de tan real. El intérprete es formal cuando escribe y explica que vio a Saddam hasta la “víspera de la guerra” y que “el 12 de abril –tres días después de la ocupación de Bagdad por los norteamericanos– Saddam Hussein estaba aún en las calles de la capital iraquí”. A pesar de que se salvó, de que nadie lo persigue, Majid confiesa que la situación actual de su país le inspira un hondo terror: “Irak vive en un caos absoluto, no hay seguridad, los enfrentamientos se suceden cada día. Tengo miedo por mi país, por su seguridad y por su independencia. Sin embargo, aunque lo lamento, creo que lo mejor es que los norteamericanos se queden al menos hasta que la situación mejore un poco”. El intérprete cuenta que durante los años bajo Saddam “la gente aprendió a vivir con la vida que se les había impuesto. Nuestro país había descarrilado hace mucho, pero no creo que fuese posible reformar el régimen”. Contrariamente a lo que se dice en la prensa internacional, Majid corrige el retrato y aclara que Saddam no era “ni antikurdo, ni antichiíta, ni antisunnita, ni anticomunista ni antiislamista”. Las cosas, en realidad, eran más sencillas: “Saddam Hussein reprimía sin distinción étnica a cualquiera que pusiera en tela de juicio su poder”. Algunas hebras de lo que cuenta Samman Abdul Majid coinciden con los rumores sobre la “vida íntima” del dictador. La seguridad era una obsesión de cada instante:”Saddam Hussein vivía obsesionado y jamás recibió a un invitado sin que estuviesen presentes sus guardaespaldas. Además, todos los papeles que se le entregaban eran analizados para ver si no estaban envenenados con alguna sustancia rara. Saddam Hussein dormía siempre armado, jamás se separaba de su Browning 9 mm”.
Las huellas que el dictador iraquí dejó en la conciencia de Majid son visibles. El hombre, a pesar de que intenta tomar sus distancias, sigue fascinado por su amo. Cuando se refiere a él siempre lo hace con algún término superlativo: “Saddam era una gran trabajador que dormía muy poco”. Algunos meses antes de la guerra el presidente seguía “enviándonos decenas de páginas manuscritas de su última novela”. En marzo del 2003, es decir, cuando las primeras bombas empezaron a caer sobre Bagdad, Saddam Hussein “escribía versos”. Al dictador “le gustaba mucho escribir y tenía una caligrafía elegante. También era un gran lector. Le gustaban las biografías y los libros de historia”. Al parecer, una semanas antes de su huida, uno de los últimos libros que encargó fue “un tratado de guerrilla urbana que databa del año 1953, escrito por Ho Chi Minh”. Toda una profecía: la comparación entre Vietnam e Irak ya estaba en el clima.
Tal vez las páginas más memorables del libro de Samman Abdul Majid sean aquellas donde cuenta las coimas, la forma en que los occidentales se arrodillaban ante su poder, los regateos por los contratos y, desde luego, las condiciones –siempre misteriosas– en las que cayó la capital. El “camino de Bagdad” era para muchos intermediarios y hombres de negocios el acceso a la fortuna. Por ejemplo, Saddam Hussein había “cedido privilegios a un círculo muy estrecho de su entorno, Tarek Aziz o Taha Yassine Ramadán. Esos hombres tenían el derecho de ceder a precios preferenciales cantidades importantes de petróleo a ciertos extranjeros amigos de Irak –cientos de miles de barriles–. El feliz beneficiario, hombres políticos, empresarios o periodistas, compraba su lote a 13 dólares el barril y lo revendía luego en el mercado mundial a 28 o 30 dólares. Desde luego, la diferencia iba a su bolsillo. Esos amigos de Irak ganaron fortunas en detrimento del pueblo iraquí. A cambio de ello formaban parte del lobby pro iraquí”.
A propósito de la segunda guerra de Irak, Majid respalda en su libro algunos análisis: si en Bagdad no hubo combates fue porque los norteamericanos se compraron o convencieron a parte de la Nomenclatura iraquí. “En los meses que precedieron la guerra, hombres de negocios y responsables iraquíes fueron contactados por los norte. “La derrota es ineluctable; ¿por qué entonces quedarse del lado de los vencidos? Unanse a nosotros y entonces van a ganar dinero y a ocupar puestos importantes en el Irak libre que construiremos juntos”. El intérprete conoce bien los nombres de quienes se “pasaron de bando” y las condiciones de su “traición”. Majid anota que “el nuevo ministro iraquí de Interior, Nuri Badran, captado por los norteamericanos al igual que otros miembros de la oposición, sirvió de lazo entre la CIA y los oficiales iraquíes a quienes les entregaron teléfonos satelitales Thuraya, prohibidos por el régimen”. Samman Abdul Majid está convencido de que “la ola de traiciones fue tal que no hay dudas de que se dio la orden de que no se combatiera a los norteamericanos que avanzaban sobe Bagdad. Alrededor del aeropuerto, el comandante de una unidad había pedido a sushombres que esperaran refuerzos antes de abrir fuego. Mientras tanto, varias decenas de tanques norteamericanos avanzaban hacia la capital. Incluso en las unidades de elite, los hombres preferían no combatir. Uno de ellos me contó que su comandante le había prohibido que hiciera explotar las minas colocadas bajo los puentes. Al parecer le dijo ‘Quédese donde está y retire a todos sus hombres’. Al este de Bagdad, el puente de Diyala estaba lleno de explosivos que nunca fueron accionados”. Más detallado aún, Majid resume la posición adoptada por el general Maher Sufian Al-Tikriti, quien recibió la orden de disparar misiles contra la capital “incluso si eso acarreaba pérdidas civiles”. Pero el general no obedeció:”No traicioné, al contrario, ahorré muchas pérdidas iraquíes rehusando un combate desigual contra los norteamericanos”, dijo el general. La revelación del intérprete queda confirmada por un “indicio” central: el general Maher Sufian Al-Tikriti no figura entre la lista de las 55 iraquíes más buscadas por la coalición anglonorteamericana. El general no es el único que facilitó el derrumbe del castillo de Saddam:”Otras personalidades están bajo la sospecha de haber cometido una khiyaneh (traición): Habbush, el jefe de los servicios de inteligencia que nunca apareció, el general Hussein Rachid, secretario general del comando de las fuerzas armadas, su hijo Ali. También se habla del yerno de Saddam, Jamal Mustapha al-Sultan”.
La lista es larga y jerarquizada y explica muchas cosas sobre la “facilidad” con que los tanques de George Bush ingresaron a Bagdad. Pero Saddam Hussein ya cayó, y su intérprete no volverá a traducir para él. En el fondo, con todo lo que lo admira, Samman Abdul Majid cree que Saddam no podrá volver al poder nunca más:”Pienso que es imposible. El pueblo iraquí no lo apoya más. El pueblo ha sido liberado”. Majid también se liberó y su libro es la confesión de esa libertad, una suerte de excusa que le sirve para distanciarse de lo peor –la represión– y para acercarse con legitimidad a la nueva vida que se abre ante él. Era intérprete de un solo hombre. Ahora hace el mismo trabajo para muchos, a veces ante las cámaras, otras sólo con su voz. Al-Jazeera le otorgó el pasaporte de la libertad. Si alguien le pregunta si se imagina lo que debe pensar Saddam Hussein cuando lo ve o lo escucha en la televisión, Samman Abdul Majid se queda callado y mira hacia el vacío.