EL MUNDO
Cuando entran a sonar los celulares de los muertos
Página/12 estaba en Madrid cuando sucedieron los atentados. En esta crónica desde el lugar de los hechos, las angustiosas alternativas de un día signado por la tragedia, la indignación y el llanto.
Por Andrea Ferrari
Madrid desayunó con el horror. Los atentados ocurridos en la mañana de ayer fueron calculados con siniestra perfección: exactamente a la hora en que trabajadores y estudiantes se trasladan masivamente en tren hacia la capital española. Las primeras noticias, poco antes de las ocho, sumieron a la ciudad en el caos: calles atascadas por la movilización de los servicios de emergencia, comunicaciones colapsadas por la desesperación de quienes intentaban dar con algún familiar o amigo. Cuando las primeras imágenes ya mostraban los cuerpos esparcidos junto a la céntrica estación de Atocha y la cifra de muertos superaba el centenar, muchos madrileños salieron a la calle. Algunos pretendían repudiar el terrorismo, otros simplemente compartir una angustia que se hacía intolerable.
Inicialmente sólo se habló de Atocha: se había oído una explosión cerca de la principal estación madrileña, a donde llegan los llamados trenes de cercanías, que cada día trasladan a más de 200 mil viajeros. Pero pocos minutos después se conocía que también habían explotado bombas en las cercanas estaciones de Santa Eugenia y El Pozo, casi a la misma hora. La magnitud de la masacre fue percibida recién con los primeros testimonios de la gente que había estado en el lugar: describieron cómo los techos de los vagones se habían desprendido como latas y pedazos de cuerpos tapizaban el suelo. “Vi chavales que iban al Instituto –sollozaba una chica frente a una cámara–, ennegrecidos y completamente cubiertos de sangre.” Ricardo Larraínzar, un médico traumatólogo que vive cerca de la estación de Atocha, fue uno de los primeros en llegar a uno de los vagones destrozados: “En diez metros a la redonda no había ningún cuerpo humano completo –contó–. Sólo restos. Las personas vivas estaban a unos 15 metros de donde yo calculo que había sido colocado el artefacto”. Sólo en Atocha murieron más de 60 personas.
Y aún podría haber sido peor: según consideró la policía, los autores del atentado previeron que las bombas estallaran cuando ese tren ya hubiera entrado en la estación, pero como llevaba algunos minutos de retraso explotaron a unos 50 metros. De lo contrario, la estación entera podría haberse desplomado.
No era consuelo, sin embargo, para las miles de personas que en la mañana buscaban a alguien. Una vez que las primeras noticias se difundieron, todo aquel que tenía algún familiar que estaba o podía haber estado en uno de esos trenes, se dispuso a llamarlo. Los médicos de emergencia contaron una escena patética: los teléfonos celulares empezaron a sonar en los bolsillos de los muertos. Esos teléfonos de absurdas músicas a los que ya nadie podía atender.
Pero pronto también los omnipresentes celulares madrileños se apagaron: fue tal el cúmulo de llamados que colapsaron tanto la telefonía fija como la móvil. Entonces la gente que no podía dar con sus familiares salió a la calle. Algunos optaron por ir hasta los lugares de trabajo y hubo quienes se encontraron con una insoportable ausencia. Otros empezaron a deambular por los hospitales, dando datos y señas. A la noche, sin embargo, muchos seguían en esa horrorosa búsqueda que terminaba en manos de psicólogos y asistentes sociales. En muchos casos, les explicaron, será necesario practicar un examen de ADN a los restos para poder identificarlos.
Pasado el mediodía, muchos puntos céntricos se llenaron de gente. En Puerta del Sol, un lugar habitual de concentraciones, centenares de personas gritaron y agitaron carteles con la leyenda “ETA no”. La indignación campeaba: malnacidos, hijos de puta, eran algunos de los adjetivos dedicados a los autores de los atentados, que nadie parecía dudar en adjudicar a los etarras. “No hay que tener alma –gritaba una mujer furiosa–, no hay que tener alma para dejar una bomba en una mochila junto a la gente inocente.” En las rejas de los monumentos se fijaron pancartas que decían “ETA asesina” y “Basta ya”.
La convocatoria a donar sangre produjo una avalancha de voluntarios. La gente hizo cola durante horas frente a los móviles dispuestos en puntos céntricos. Por la tarde, después de que el gobierno anunciara que no se necesitaba más sangre por el día, en Puerta del Sol la cola de donantes seguía dando vuelta a la plaza. “Es que, hija, algo hay que hacer –decía Carmen, una madrileña de 62 años–. Uno ve lo que ve en la televisión y no se puede quedar en casa.”
Muchos también se trasladaron hasta la zona de Atocha, acordonada por la policía y cubierta por las cámaras de televisión. Cuando ya caía la tarde, y se sabía que los muertos llegaban a 190 y los heridos superaban el millar, la gente seguía llegando. No había nada que ver más que el movimiento de la policía, pero aún así se quedaban, acodados en las vallas y mirando la nada. Digiriendo tal vez lo que había sido el día más negro de Madrid.