EL MUNDO

Qué quedó de las estatuas caídas de Saddam Hussein

El periodista británico Robert Fisk fue un testigo privilegiado de las vísperas, la caída y el desenlace de Saddam Hussein. Aquí vuelve al escenario de los hechos para contar lo que vio y lo que ve ahora.

Por Robert Fisk*
Desde Terbil, Irak

Exactamente un año después de que los ejércitos anglo-estadounidenses invadieran Irak, encontré a cinco jóvenes ocupados en destrozar lo que quedaba de una estatua de
Saddam en este pequeño pueblo fronterizo. El torso y la cabeza hacía tiempo que habían desaparecido de su pedestal en la estación, pero sus piernas y un brazo y una batería de misiles monumentales todavía estaban en el suelo, el acero brillando. Dos helicópteros de ataque estadounidenses volaban por la frontera, todavía tratando de encontrar las hordas de Al-Qaida de Donald Rumsfeld mientras supuestas multitudes entraban en Irak, pero lo que captó mi atención fueron las cabezas de los cinco jóvenes martillando tan asiduamente y serruchando los restos de la estatua de Saddam.
Cuatro de ellos llevaban máscaras negras en sus rostros; el quinto tenía una capucha negra que le cubría la cabeza. Un año después de que derrocáramos a Saddam, los iraquíes ahora tienen que ocultar su identidad cuando atacan su imagen. ¿Qué nos dice eso sobre el “nuevo Irak”? Si uno está en Irak, en Bagdad, conduciendo por sus caminos peligrosos, la evidencia de la caída y fracaso está en todos lados. Las pocas organizaciones no gubernamentales (ONG) desarmadas están abandonadas en las ciudades, incapaces de viajar en las rutas, que se han convertido en el campo de asesinos y bandidos. Ahora, hasta la ruta el sur de Kerbala es el mundo de bandas armadas. Cuando conduzco por estas rutas, ahora me pongo una túnica y un kuffiah en mi cabeza. Mi chofer usa pantalones occidentales y una camisa, pero yo estoy vestido con ropa árabe para evitar que me ataquen. Otros occidentales están haciendo lo mismo. ¿Qué nos dice esto sobre Irak un año después de su “liberación”? Muchos choferes se niegan ahora a trabajar para los periodistas occidentales y ¿quién los puede culpar?
Ayer, otro periodista de la televisión Arabia murió a causa de las heridas que recibió cuando las tropas de Estados Unidos le dispararon, con razón sus colegas se retiraron de la conferencia de prensa de Colin Powell de ayer. Tres periodistas trabajando para la televisión financiada por Estados Unidos fueron muertos por los insurgentes. Un viejo amigo iraquí, uno de los más feroces críticos de
Saddam, se me acercó esta semana. Había querido trabajar en Irak “democrático”. Ahora quería mi ayuda para obtener un segundo pasaporte. Me preguntó si podía hablar con la Embajada de Australia. Ya no creía que podía vivir en un país estable. ¿Qué nos dice también esto sobre el “nuevo Irak”?
Para aquellos que pasan tiempo en Irak, es difícil saber si reír o llorar cuando el coro proguerra vuelve a tocar sus tambores. Richard Perle, uno de los vulcanos neoconservadores estadounidenses proguerra, que hizo más que nadie para empujar a la administración Bush a la invasión, discutía conmigo en un show radial ponderando la vuelta de la electricidad en 24 horas en la capital iraquí. Pero yo apenas lo podía oír por el ruido de los generadores de emergencias que me rodeaban a la noche en Bagdad.
¿Cómo explicamos ahora los ejércitos de mercenarios truculentos, a menudo mal disciplinados, que deambulan por Irak en nombre de las autoridades de ocupación anglo-estadounidenses? Muchos miles de ellos británicos, algunos de ellos bien entrenados, muchos no. En mi propio hotel, docenas de ellos se pasean por el lobby con rifles y pistolas, todos hablando de “seguridad”, todos trabajando para empresas de seguridad privada, empleados con las potencias de la ocupación o por empresas privadas. No tienen reglas de compromiso y muchos de ellos beben demasiado. Cuando le rogué a un británico armado que usaba anteojos de sol la semana pasada que por lo menos tapara con una camisa su arma para ocultarla cuando entraba y salía del hotel, se señaló con el dedo.“Escúcheme, compañero”, gritó. “Si veo a alguien con un arma dispuesto a matarlo, voy a pasar como si nada.” Pero él es el que pone en riesgo nuestra seguridad. Los iraquíes, por supuesto, miran cómo van y vienen esos hombres jóvenes y sacan sus propias conclusiones. Temo lo que esas serán.
Los ataques contra las tropas de Estados Unidos y los civiles occidentales aumentan diariamente en Mosul. Hace dos días, tres iraquíes murieron en Basra por un coche bomba destinado a una patrulla militar británica. Las tropas occidentales ahora sólo conducirán de noche al norte de Najaf en compañías de 200. ¿Qué sucedió con ese pequeño, prolijamente definido “triángulo sunnita”? Con razón las tropas españolas están tan interesadas por regresar a casa. Ahora que el primer ministro polaco dice que fue “engañado” sobre el asunto de las armas de destrucción masiva, ¿cuánto faltará para que el contingente polaco siga a los españoles? Nunca se informa que las tropas polacas son atacadas casi todas las noches alrededor de la ciudad de Hilla. La asombrosa entrevista de David Kay en Le Figaro de ayer, “debemos reconocer nuestros errores para poder restaurar nuestra credibilidad”, está siendo ampliamente emitida en Bagdad. “No creo que hubiera una posibilidad seria de probar la existencia de armas de destrucción masiva”, dijo, “porque la mejor evidencia sugiere que no existieron”.
Aun así, las fuerzas de ocupación, la Autoridad Provisional de Coalición, se niega a llevar estadísticas sobre las docenas de inocentes iraquíes que mueren cada semana bajo su mandato, en masivos ataques con autobombas y en asesinatos a la vera de los caminos. Las búsquedas de los militares de Estados Unidos en los pueblos sunnitos, rompiendo puertas y derribando casas al mejor estilo israelí, la constante matanza por parte de Estados Unidos de inocentes están amargando a una nueva generación de iraquíes. Y pronto tendremos “democracia” en Irak.

* De The Independent de Gran Bretaña. Especial para Página/12.

Traducción: Celita Doyhambéhère.

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Un hombre llora sobre los restos de su madre en Hilla, en la provincia de Babilonia.
 
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