EL MUNDO › OPINION

Una profundización del retroceso

Por Rubén Dri *

Con Juan Pablo II se produjo en la Iglesia un profundo y largo retroceso respecto de las perspectivas que había abierto el Concilio Vaticano II. Con Benedicto XVI se redobla el retroceso. Podemos hablar de un retroceso al cuadrado. Para imaginar lo que será el gobierno de Ratzinger debemos fijarnos en su práctica durante todo el pontificado de Juan Pablo II y en su teología.
Su práctica se muestra con absoluta claridad en su comportamiento al frente de la Congregación para la Doctrina de la Fe. Esta denominación esconde la realidad de dicha congregación, pues no es otra cosa que la “Santa Inquisición”. Es cierto que Ratzinger no mandó a nadie a la hoguera, que no hizo torturar físicamente a ningún teólogo. Pero sí lo hizo psicológicamente, moralmente.
La muestra más palpable la podemos ver en la Instrucción sobre la vocación eclesial del teólogo que, como prefecto de la Congregación para la Fe, publicó el 24 de mayo de 1990. Allí deja ver claramente la teología fundamentalista con la que condenó a la Teología de la Liberación y a cuanto teólogo, ya fuese de dicha teología o de otras teologías del centro europeo que juzgase herética.
Con claridad dice el documento que Dios dio a la Iglesia “una participación en su propia infalibilidad”, por lo cual el magisterio de la Iglesia “es el solo y auténtico intérprete de la palabra de Dios escrita o transmitida”. De manera que Dios no habla en la historia. Ya habló de una vez para siempre. Estableció las verdades que hay que aceptar sí o sí. El magisterio es el encargado de interpretarlas.
Efectivamente, la misión del magisterio es proteger al pueblo “de las desviaciones y extravíos y garantizarle la posibilidad objetiva de profesar sin errores la fe auténtica, en todo momento y en las diversas situaciones”. Ya conocemos algunas de esas desviaciones y de esos extravíos que amenazan al pueblo. Se llaman marxismo, materialismo, laicismo, relativismo, un concepto de libertad que desemboca en el “libertinaje”, la homosexualidad, la pretensión del sacerdocio para la mujer.
Hacía mucho tiempo que no escuchábamos o leíamos palabra “libertinaje”. Ratzinger la usa para condenar definitivamente la libertad que de alguna manera pueda plantear un disenso con relación a las verdades afirmadas por el magisterio. Nosotros, seres humanos que no participamos de la infalibilidad que Dios depositó en la máxima jerarquía eclesiástica, creemos que la libertad consiste en tener la posibilidad de optar por una de las diversas opciones que se nos presentan continuamente en la vida.
Para Ratzinger ese concepto nos desliza hacia el libertinaje. Efectivamente, “la libertad del acto de fe –nos dice– no justifica el derecho al disenso. Ella, en realidad, de ningún modo significa libertad en relación con la verdad, sino la libre autodeterminación de la persona en conformidad con su obligación moral de acoger la verdad”. De manera que la libertad es la aceptación de la verdad, cuya depositaria es la Iglesia.
Tal vez, como seres humanos comunes, sin la iluminación divina de la infalibilidad, objetemos que libertad y verdad no significan lo mismo, que siempre que determinados personajes se hicieron dueños de la verdad se instalaron dictaduras que coartaron toda posibilidad de libertad. Esa objeción, nos dirá nuestro Papa, parte de una errónea y perniciosa concepción de la libertad. Por ello se preocupa de aclararnos su verdadero concepto.
Las intervenciones del magisterio de la Iglesia, nos dice, “aunque pueda parecer que limitan la libertad de los teólogos, ellas instauran, por medio de la fidelidad a la fe que ha sido transmitida, una libertad más profunda que sólo puede llegar por la unidad en la verdad”. O sea que el sometimiento a la verdad proclamada por el magisterio de la Iglesia significa practicar una libertad más profunda que el poder pensar en forma diferente. De aquí a la afirmación del integrismo católico “el error no tiene derecho” hay un solo paso que fácilmente se da.
Y de hecho, Ratzinger lo da. Efectivamente, frente a una posición tan dogmática e intransigente, a alguien, pobre mortal, se le puede ocurrir reclamar el derecho humano al disenso o, por lo menos, a la libre expresión de sus ideas. A tamaña pretensión responde el nuevo Papa que “no se puede apelar a los derechos humanos para oponerse a las intervenciones del magisterio”. Es coherente. El magisterio expresa los derechos divinos. Contra ellos no existen derechos humanos.

* Ex sacerdote.

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