EL MUNDO › COMO SE VIVIO EL DEBUT DE BENEDICTO XVI DESDE UNA PLAZA COLMADA.
La sombra de Wojtyla sobrevoló San Pedro
La Plaza San Pedro vio ayer a un hombre nervioso, entre inseguro y tímido, que iba ganando coraje y fuerza a medida que pronunciaba su primera misa como papa Benedicto XVI. Entre la multitud sobresalieron las banderas de su Alemania natal. La asistencia fue de 350 mil personas, bastante menos del medio millón que se anticipaba.
Por Oscar Guisoni
Desde Ciudad del Vaticano
La ceremonia de asunción del papado de Josef Ratzinger comenzó ayer en Roma con puntualidad alemana. No habían pasado ni 20 segundos de las 10 de la mañana cuando Benedicto XVI entró en la Basílica de San Pedro y bajó las escaleras que yacen bajo el formidable altar negro diseñado por Bernini para dirigirse a la tumba de Pedro. Afuera, en la plaza, una multitud de 300 mil personas, bastante menos del medio millón que se esperaba, siguió el inicio de la misa desde las mismas pantallas gigantes que sirvieron para transmitir los funerales de Juan Pablo II. La sombra de Karol Wojtyla habría de pasearse por el Vaticano desde el principio hasta el fin del acto.
Vestido con un imponente traje repleto de oro, un Ratzinger nervioso, entre inseguro y tímido, miraba de reojo a los dos sacerdotes que le iban indicando el preciso ceremonial a seguir. Frente a los restos de Pedro reposaba el “anillo del pescador”, emblema del Papado que minutos después el cardenal Angelo Sodano, secretario de Estado reconfirmado del Vaticano, habría de entregarle. En la plaza, el sol no se animaba a salir, ni las nubes parecían dispuestas a descargar la lluvia. Tiempo incierto en Roma. Antiguas canciones medievales, las mismas que se entonaron hace 1200 años en ocasión de la coronación de Carlomagno, resuenan entre los muros de la Basílica, mientras el nuevo Papa se dirige hacia la puerta principal.
Apenas se asoma, lo aplauden. Durante estos días, la Plaza San Pedro se pareció, como nunca, a una plaza política del siglo XX, con la muchedumbre que usa los aplausos para dialogar con el líder. “¿Y si un día lo silban al Papa porque dice algo que a la plaza no le gusta?”, se pregunta un colega perspicaz. “¿Qué harán entonces?” “¡Imagínate a la policía reprimiendo a los manifestantes en San Pedro!”, sugiere otro periodista, mientras una señora hace gestos imperiosos con las manos ordenando silencio. La ceremonia está por comenzar.
Benedicto XVI contempla en silencio el mundo a sus pies. Parece un Papa medieval, rígido en el centro del altar. A un costado, los cardenales que lo eligieron, con el progresista Carlo Maria Martini en primera fila. Al otro lado, los poderosos del mundo. No está Bush esta vez, sólo su hermano Jeb, gobernador de Florida, que apenas llegado a Roma declaró que “cuando el Vaticano me escribe cartas pidiéndome que suspenda una condena a muerte me siento perturbado, pero estoy obligado a aplicar la ley, así que trato de superarlo rezando todavía más fuerte”. Tampoco está José Luis Rodríguez Zapatero, como era de esperarse luego de la aprobación en España de la ley que permite el casamiento homosexual, censurado por Benedicto XVI. Hay 150 delegaciones provenientes de todo el mundo. Otra odiosa comparación: unas 40 menos que en los funerales de Wojtyla. Son alemanas las banderas que sobresalen, han desaparecido las polacas que tiñeron de rojo y blanco la plaza dos semanas atrás.
Sodano le entrega el anillo de pescador de almas sobre el que el nuevo Papa fundará parte de su homilía minutos más tarde. Luego, un grupo heterogéneo de doce personas presta obediencia al nuevo Pontífice. Doce, como los Apóstoles. Tres cardenales, un obispo, un sacerdote, un diácono africano. Por primera vez en la historia, una monja. Una familia de coreanos, marido, mujer e hijo. Un congolés y una mujer de Sri Lanka.
Comienza la homilía. Los periodistas comienzan a tomar apuntes. Mucho se ha especulado estos días en Roma sobre el contenido de este primer discurso oficial. ¿Habrá grandes anuncios? ¿Marcará nuevos rumbos? ¿Qué señales encubiertas surgirán de sus palabras? A medida que habla, Ratzinger gana confianza en sí mismo, está en su salsa. No pasa un minutoantes de que nombre a Juan Pablo II. La plaza estalla en aplausos. Un recurso que el Papa alemán ya utilizó el martes en el balcón de la Basílica, minutos después de haber sido elegido.
“Este es un desafío inaudito que supera cada capacidad humana”, dice. “¿Cómo podré hacerlo? ¿Estaré a la altura? Pero no estoy solo...” Aplausos otra vez. Tose el Papa. En su gesto se traduce un cierto fastidio, como si las interrupciones de la plaza lo desconcentraran, le quitaran sacralidad a la ceremonia.
Luego, su discurso se desencadena. Ratzinger habla con transparencia, con sencillez. No por nada su compañeros del seminario lo llamaban “Boca de Oro”. “La Iglesia está viva, lo vimos durante la enfermedad y la muerte del Papa”, dice después. Y otra vez los aplausos. “Es joven.” Las manos que baten otra vez. Lo aplaudirán 38 veces a lo largo de todo su discurso.
Aparece en primer plano un cartel con las letras C y L, Comunión y Liberación, uno de los grupos católicos que más lobby hizo para que se eligiera al cardenal alemán. El Papa saluda a los hebreos, que comparten “un patrimonio en común” con los cristianos, saluda a creyentes y no creyentes. Parece haber acusado recibo de las críticas mundiales con las que ha sido acogida su elección, cuando afirma: “No necesito presentar un programa de gobierno (aplausos otra vez); mi programa de gobierno es no hacer lo que quiero, no seguir mis ideas sino escuchar...”.
Luego retoma sus metáforas pesimistas, las mismas que marcaron sus discursos durante las homilías que recitó durante los días previos a su elección. Habla de la humanidad como una “oveja perdida, que en el desierto no encuentra su camino”. Y hay “tantas formas de desierto”, sostiene: “El de la pobreza, el del hambre, el del abandono”. Habla de las almas vacías, del desierto interior y del rol de la Iglesia: “Llevar al hombre fuera del desierto”.
“El mundo es salvado por el crucifijo, no por los crucificadores”, afirma más tarde, y ahora los aplausos son atronadores. Su mejor frase, sin lugar a dudas. “Lo salva la paciencia de Dios, no la impaciencia de los hombres.” Después disparará sobre los poderosos políticos presentes, hablará de la corrupción, de la falta de derechos. Usará la metáfora del pescador de almas para hacer mención a la que parece ir perfilándose como la principal obsesión de su pontificado: reencontrar la unidad de la Iglesia. No por nada había una multitud de sacerdotes de credo oriental ayer en Roma. Un objetivo ambicioso, que tal vez le ayude a quitar los reflectores de sus posiciones demasiado dogmáticas en otros aspectos.
Vuelve a toser Benedicto XVI, esta vez sacando de la manga un pañuelo, lo que generará luego entre los periodistas un sínnumero de especulaciones sobre su frágil salud. Recuerda el 28 de octubre de 1978, cuando Juan Pablo II, en su primer discurso a las multitudes, pronunció su famosa frase: “No tengan miedo, abatan las puertas. Amén”. Termina así su discurso como empezó: con la sombra del fallecido Papa polaco sobre sus espaldas, que tal vez lo acompañe a lo largo de todo su Papado.
Cuando termina la homilía, un ejército de 120 sacerdotes reparte la hostia entre la multitud. Entonces vuelve a soplar el viento, como ocurrió durante los funerales de Wojtyla. Agita las túnicas de sus eminencias, despeina los blancos cabellos del Papa alemán. Un viento feroz que algunos medios italianos atribuyeron sin pudor a la “manifestación del Espíritu Santo en la plaza”.
Los idiomas elegidos para las plegarias finales son toda una declaración política: alemán, como era de esperarse; francés, que nunca falta; y las sorpresas del final: árabe y chino.
Concluye la misa con la aparición del papamóvil, como no podía ser de otra forma. Un jeep blanco, sin los vidrios blindados que comenzaron a usarse luego del atentado contra Juan Pablo II en 1981, transporta a Benedicto XVI desde el altar hacia la plaza. La gente comienza a agitarse, salen ala luz cámaras fotográficas y teléfonos celulares con telecámaras, el signo de la irrupción tecnológica en las ceremonias vaticanas del tercer milenio. Primer baño de multitudes para el nuevo Papa, que repite un gesto de bendición con su brazo derecho y sonríe. Da la sensación de que los nervios lo han acompañado durante toda la misa.
Se abandona la plaza con parsimonia. Un grupo de alemanes ha tomado por asalto un puesto donde se venden salchichas. Un grupo de jóvenes indignados reparte un volante en donde se protesta contra un chiste publicado días atrás por el diario Il Manifesto, que muestra a Jesús cargando la cruz que se aleja de la Basílica, mientras abajo se lee: “Primeros prófugos del Vaticano”. “Así es como se empieza a radicalizar la gente –comenta un colega mientras lo lee–; es el precio que se paga por haber elegido un Papa como éste.”
Las nubes le ganan la batalla al sol en Roma. La Plaza San Pedro se va quedando vacía. El cambio de época que anunció la muerte de Juan Pablo II se ha consumado.