EL MUNDO › OPINION
Terrorismos
Por Atilio A. Boron
Hoy el terrorismo se convierte nuevamente en noticia excluyente de todos los medios de comunicación a escala mundial. ¿Qué ha ocurrido? ¿Acaso se trata de una patológica excrecencia que viene a alterar la paz, la tranquilidad y la justicia que imperan en el sistema internacional? Al igual que los atentados anteriores, los que derrumbaron las Torres Gemelas de Nueva York y los que troncharon la vida de tanta gente en la Estación Atocha, el acontecido en Londres el jueves merece el más enérgico repudio. Pero aparte de condenar es preciso entender. Entender, por ejemplo, las razones que explican la emergencia de este terrorismo. Sin esa comprensión será muy improbable que alguna vez esta plaga dejara de azotar a la humanidad. Para ello es preciso ponerse en guardia contra la trampa que nos tienden los “intelectuales biempensantes”, para usar la afortunada expresión de Alfonso Sastre: ellos nos invitan a fulminar sin atenuantes aquellas monstruosidades pero (a) sin preguntarnos por el origen de las mismas, y (b) clausurando toda discusión sobre el otro terrorismo, el que surge y se consolida a partir de Hiroshima y Nagasaki como una política de Estado implementada por Washington con el aval ético y político de los gobiernos del capitalismo avanzado. De este modo, los ideólogos del orden naturalizan e invisibilizan al terrorismo institucionalizado. Mediante esta alquimia ideológica, se convierte en “lucha contra el terrorismo”, mientras que el terrorismo de sus adversarios, rota su relación dialéctica con el primero, deviene en la siniestra expresión de unos pocos genios malignos que andan sueltos por el mundo.
La humanidad está atravesando por una de sus más peligrosas coyunturas. Para comprender lo ocurrido y para buscar estrategias efectivas para enfrentar los actuales desafíos, conviene examinar las siguientes cuestiones. ¿Cómo ignorar la enorme y decisiva responsabilidad de los sucesivos gobiernos de los Estados Unidos en la promoción a escala planetaria del terrorismo? ¿No lo legitimó, acaso, con el bombardeo atómico descargado sobre aquellas dos indefensas ciudades japonesas, inaugurando de ese modo la etapa terrorista en la historia del capital? ¿Y qué decir de los innumerables asesinatos políticos, preparados y perpetrados en los cinco continentes desde finales de la Segunda Guerra Mundial por la CIA, con el pretexto de “contener la expansión comunista”? ¿Y de los golpes de Estado contra nacientes democracias en la periferia o de los planes de exterminio de disidentes, como el Plan Yakarta, que en pocos meses cobró medio millón de vidas en Indonesia a mediados de los años sesenta? ¿O, más cerca de nosotros, las atrocidades sistemáticas fríamente aplicadas por el Plan Cóndor en el Cono Sur, causantes de torturas, desapariciones y muertes de decenas de miles de personas? Un gobierno que inventa monstruos como Osama bin Laden y Saddam Hussein, que luego se vuelven en su contra; que incurre en gravísimas violaciones a los derechos humanos en las cárceles de Abu Ghraib o en la base naval de Guantánamo; que hace gala de su presunta “superioridad” racial y civilizatoria destrozando países enteros como Afganistán e Irak, acabando con sus tesoros culturales y provocando indecibles “daños colaterales” entre la población civil; que mantiene hace medio siglo un inmoral y criminal bloqueo económico contra Cuba; que con sus 725 bases militares dispersas por todo el mundo –cifras oficiales del Pentágono– sostiene a punta de bayoneta un “orden mundial” que, según las Naciones Unidas, produce 100.000 muertes diarias, repito, diarias, a causa del hambre y de enfermedades curables; que aloja y protege en su territorio a terroristas confesos y juzgados como Posada Carriles, culpable de la voladura del avión de Cubana de Aviación, ¿puede un gobierno como ése, o sus aliados, sorprenderse ante la violenta respuesta de sus víctimas? ¿O pensaban que la instauración del terrorismo como sistema, que es la nota más característica de la fase actual del capitalismo, iría apenas a tropezar con la inocua oposición de una tertulia de flemáticos príncipes árabesque, en algún club privado londinense, mascullarían en voz baja contra las tropelías de Occidente? ¿Cómo pudieron Aznar antes y Blair ahora pensar que su servil e indigna política de incondicional apoyo al terrorismo institucionalizado de los Estados Unidos –esa que los “intelectuales biempensantes” tanto se cuidan de exponer y denunciar– podría pasar desapercibida y no desencadenar las violentas represalias de sus víctimas? Si de verdad se quiere acabar con el flagelo del terrorismo, hay que comenzar por desahuciar el doble standard moral instituido por la política exterior norteamericana: un terrorismo bueno, auspiciado y practicado por el imperio y sus agentes y llamado eufemísticamente “guerra humanitaria”, “lucha contra el terrorismo” o “exportación de democracia”. Y el terrorismo malo, que es el que ejercen sus rivales. La tragedia de Londres, por lo tanto, pese a su inhumanidad, no debiera sorprender a nadie. Es simplemente el rostro negado y oculto del otro terrorismo, del oficial, que día a día se practica en medio de la más total impunidad y ante el silencio de los grandes medios que, día a día, manufacturan el consenso de nuestras sociedades.