Jueves, 28 de febrero de 2008 | Hoy
El debate fue una muestra final de la impotencia de la senadora para frenar el ascenso de quien iba segundo. Lo atacó, trató de mostrarlo aún verde, pero no pudo con él.
Por Antonio Caño *
Desde Cleveland
El vigésimo, y probablemente último, debate de estas elecciones primarias mostró que Barack Obama está listo para ser presidente de Estados Unidos. Al menos, tan listo como Hillary Clinton, luego de que los diarios The New York Times, The Washington Post y The Economist lo dieran por ganador en el debate de esta semana. Todos los intentos de la senadora de hacer aparecer a su contrincante como más inexperto, menos preparado y más imprudente en asuntos sustanciales de política social y relaciones exteriores se estrellaron contra Obama, sólido en su papel de favorito. Clinton quemó su último cartucho sin más efecto que el de poner de manifiesto su impotencia ante el fenómeno sorprendente del joven senador.
El primer esfuerzo de Clinton en el debate, celebrado en la noche del martes en Cleveland State University, en el estado de Ohio, uno de los grandes campos de batalla del próximo supermartes (4 de marzo), fue el de denunciar que el plan de seguro de salud de Obama no garantiza la cobertura universal. Las discrepancias entre ambos tienen que ver con el hecho de hacer obligatoria o no la contratación de un seguro privado a todos los ciudadanos, puesto que ninguno de los dos está hablando de un sistema público de salud, como en Argentina.
Obama intentó dejar claro que él comparte el ideal de que todos los estadounidenses tengan cobertura sanitaria y que su plan y el de Clinton son bastante similares. Se trata de una discusión árida para los periodistas pero crucial para los votantes. Gran parte del respaldo del que gozaba hasta ahora Clinton –que nunca ha desatado pasiones– era por su dilatada lucha por la universalidad del seguro de salud. El martes no ganó muchos puntos en ese terreno.
Menos aún anotó en otro de sus supuestos puntos fuertes, el de la política exterior. Estuvo tan contradictoria y tan populista como Obama en la polémica sobre el Tratado de Libre Comercio con México y Canadá, conocido como Nafta. “La experiencia ha demostrado que el Nafta no ha funcionado. Mi plan es arreglarlo”, aseguró Hillary Clinton, urgida por una victoria en Ohio. “Estoy de acuerdo con la senadora Clinton, hay que arreglarlo”, añadió Obama. Sin embargo, uno y otro habían dicho antes que el Nafta había sido una buena idea. Hillary Clinton incluso hizo campaña a su favor durante la administración de su marido, que fue quien lo firmó.
Clinton lo intentó todo. Defendió su comparación entre Obama y George Bush –“No podemos permitirnos otro presidente que no conozca la política exterior”–, aseguró que su rival se había opuesto discursivamente a la guerra de Irak cuando todavía no era senador, pero que, de haberlo sido, habría votado como ella, a favor. Obama respondió al instante: “Mis objeciones a la guerra no fueron simplemente retóricas. Estaba en medio de una campaña al Senado y me jugaba mucho”. Y fundamentó sus votaciones posteriores. “Una vez que has conducido al autobús a la cuneta, sólo hay unas cuantas formas de sacarlo de ahí. La pregunta es: ¿Quién tomó la decisión inicial de dirigir el autobús a la cuneta?”, dijo. Luego la senadora lo acusó de haber propuesto bombardear Pakistán y de estar dispuesto a reunirse sin condiciones con los enemigos de Washington.
Obama no pareció resentirse en ninguno de esos ataques. Su objetivo fue el de ofrecer una imagen creíble como potencial comandante en jefe y contrarrestar el temor a que su juventud e inexperiencia lo conviertan en un presidente débil frente a las amenazas externas. Explicó que, por supuesto, no había defendido bombardear Pakistán, sino el derecho de su país a actuar allí selectivamente contra los líderes de Al Qaida. Y en cuanto a negociar con el enemigo, precisó: “Siempre me reservaré el derecho de actuar en consecuencia cuando sienta que los intereses de Estados Unidos están amenazados”.
Buscando algunas complicidades, Hillary Clinton acusó a los medios de comunicación de haberla tratado en forma desigual a lo largo de toda esta campaña. “Resulta curioso que en todos los debates me tengan que preguntar a mí primero”, se quejó la ex primera dama, que, parodiando un conocido programa de humor de la televisión, sugirió a los moderadores que le ofrecieran a Obama una almohada para que estuviera más cómodo.
Hubo otro gesto desesperado al final del debate, aquel en el que defendió “las ventajas de que por primera vez una mujer sea presidenta de Estados Unidos”. Ella misma había dicho que los factores de sexo o raza no debían influir en el electorado, entre otras razones porque Obama no puede reclamar con la misma libertad el voto en virtud de ser negro, quizá por la mayor sensibilidad popular respecto de este asunto.
* De El País de Madrid. Especial para Página/12.
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