EL MUNDO
Un descenso a los infiernos en la única morgue y hospital de Bali
En la morgue de Bali, pocos son los que han muerto en paz. La mayoría parece haber muerto en el horror, con los dedos agarrotados, las cabezas hacia atrás y las bocas abiertas en aullidos ya silenciosos. Y los heridos desbordan las instalaciones del hospital.
Por John Aglionby *
Desde Bali
Los cuatro refrigeradores de la morgue del hospital Sanglah desbordaban de miembros humanos. Tampoco quedaba espacio en los dos quirófanos y en un depósito adyacente, y en la entrada los cadáveres estaban apilados de a dos y a menudo envueltos en nada más que desgarradas bolsas de basura. Casi ninguno de ellos estaba completo: a la mayoría le faltaba alguna de las extremidades, y muchos de ellos, si bien no estaban quemados más allá de toda posibilidad de identificación, resultaron tan achicharrados que la ropa se les había pegado al cuerpo. Unos pocos de ellos parecían en paz: el coche-bomba frente a la disco Sari en Kuta, Bali, evidentemente los había matado al instante, sin darles tiempo para registrar una reacción. Pero la mayoría de ellos parecía haber sufrido una muerte agonizantemente dolorosa. Los dedos estaban agarrotados, las cabezas torcidas hacia atrás y las bocas totalmente abiertas, como si hubieran muerto aullando. No habían tenido modo de escapar el infierno de una hora de duración que se produjo mientras el bar y los edificios adyacentes ardían en una masiva bola de fuego.
Y luego, encima del asalto sobre la vista, vino el tufo nauseabundo de la muerte en el sofocante calor tropical. El personal de la morgue trabajaba sin quejarse. “No tenemos idea de cuántos cuerpos más van a llegar –dijo un asistente, Ketut Aristika, mientras trabajaba en el Número 118–. Pero no tenemos opción, no hay ningún otro lugar donde llevarlos.” Seis horas después, la morgue había sido expandida montando improvisados campamentos de tela, que permitieron recibir a los 60 cadáveres adicionales que habían sido llevados al lugar después del mediodía. Para ese momento, los intentos de identificar los cuerpos habían adquirido una atmósfera multinacional. Un patólogo forense hablaba en japonés, otro en coreano, y las enfermeras contestaban en indonesio. Estos expertos en su propio campo habían sido tan afectados por las bombas que se sintieron compelidos a ayudar. “Estaba aquí de vacaciones y me figuré que necesitarían ayuda, así que me apuré a venir al hospital”, dijo Horashi, un médico de Osaka. Este tipo de caridad espontánea no se limitaba a la morgue. Alrededor de todo el extendido complejo, docenas y docenas de voluntarios, indonesios y extranjeros, hacían su parte para ayudar a los médicos, enfermeras, ordenanzas y empleados locales que, desde la mañana temprano, habían estado al borde del colapso bajo el peso de los horrorosos acontecimientos.
Algunos de ellos, como el doctor Horashi, claramente estaban preparados para realizar un trabajo específico. Pero muchos, como Margaret Barry, no tenían ninguna experiencia de trabajo en un hospital. Esta diseñadora australiana de modas y accesorios, que vive en Bali, llegó al hospital con tres amigos inmediatamente después del amanecer. “Decidimos que cada uno de nosotros elegiría a alguno de los heridos más graves y los cuidaríamos.” El paciente que ella eligió fue Paul Lawrenson, de 37 años, proveniente de Chippenham, oeste de Inglaterra, que estaba en el bar Sari cuando estalló la bomba y probablemente sobrevivió porque los que estaban en torno suyo recibieron el impacto pleno de la explosión. Lawrenson no tiene idea de dónde están ahora. “La presión de la explosión en mi cuerpo fue tan fuerte que era como si alguien me estuviera aplastando; no podía ponerme de pie”, relató. Lawrenson escapó a las quemaduras, pero sufrió tantas heridas de metralla y perdió tanta sangre que casi pierde un brazo. “Pero asombrosamente encontramos un cirujano vascular que lo cosió de vuelta y ahora tiene buen pulso”, dijo Barry mientras humedecía la frente de Lawrenson con un trapo húmedo.
Dos horas después, el estado de Lawrenson empeoró seriamente, pero en cuestión de minutos dos médicos extranjeros voluntarios y una enfermera también extranjera habían tomado el control y lo estaban inyectando con el suero suficiente para que pudiera sobrevivir un vuelo de evacuación. “Hay un derrame de genuina humanidad tan grande –dijo Barry–. De una terriblecatástrofe, la totalidad de la comunidad se ha unido para hacer todo lo que pueda. También es una especie de actitud desafiante. Los terroristas no nos van a derrotar.”
Mientras cientos de personas, como Barry, estaban prestando sus servicios como voluntarios, otros respondieron a la causa gracias a la intervención de la tecnología moderna. Emma Cort, de 27 años, de Gales del Sur, dijo que acudió al hospital después de recibir numerosos mensajes de texto en su teléfono móvil en el sentido de que había una gran necesidad de donantes de sangre. “Los textos en los teléfonos móviles estaban enloqueciendo –dijo Cort–. En unos pocos minutos, todos mis amigos parecieron saber de la crisis, así que vinimos para donar lo que pudiéramos.”
Tal vez la asistencia más sorprendente vino de los matones locales desplegados por el partido político de la presidenta Megawati Sukarnoputri, oficialmente conocidos como el Forum Peduli Denpasar (el Foro que Se Preocupa por Denpasar, la capital de Bali). Convocados al hospital para constituirse en una presencia intimidatoria durante la fugaz visita de Megawati, unos pocos permanecieron en el lugar para ayudar. “Al hacer esto podemos demostrar que realmente nos preocupamos –dijo Mede, un joven musculoso de 19 años–. La gente suele hacerse una idea equivocada de nosotros.”
Mientras el sol empezaba a ponerse, algunos integrantes del plantel del hospital apenas podían contener sus emociones. “Si no hubiera sido por todos los voluntarios, el número de muertos habría sido mucho, mucho más alto”, dijo Astrid, una enfermera en el pabellón Melati (Jazmín), donde fueron atendidos los quemados más graves. La enfermera sostuvo que los voluntarios probablemente habían salvado docenas de vidas.
* De The Guardian de Gran Bretaña, especial para Página/12.