EL MUNDO › OPINIÓN
La movilización contra la movilización
Por Claudio Uriarte
El 24 de diciembre de 2002, Donald Rumsfeld firmó la primera de una larga serie de órdenes de movilización militar hacia el Golfo Pérsico. El 15 de febrero de este año, cuando el número de tropas movilizadas ya excedía 150.000, otra orden de movilizaciones le contestó: millones marcharon en ciudades de todo el mundo, pero principalmente en las capitales de Gran Bretaña, España e Italia –los principales países cuyos gobiernos se alinearon con la política de Washington– para manifestar el rechazo instintivo de la calle a una empresa de rediseño imperial inédita. Ayer, exactamente un mes después de ese momento, cuando el número de soldados movilizados alcanza a 250.000 norteamericanos y 48.000 británicos y decenas de miles que aún están llegando desde Estados Unidos, la otra movilización volvió a tomar las calles, con epicentros en Italia y España –ya no en Gran Bretaña– pero en menores números que antes: los millones de ese momento en ciudades clave fueron ahora cientos de miles. ¿Significa esta merma que el fervor decreció porque la guerra parece inevitable? Probablemente sí. ¿Significa también que una movilización –la militar– le ha ganado a la otra –la popular–? Probablemente no, y no sólo porque los números –700.000 en Milán, en torno de un millón en Madrid y Barcelona sumadas–, siguen siendo cifras muy importantes, que a la vez sólo representan la vanguardia movilizada de opiniones públicas antibélicas mucho más extendidas –80 a 90 por ciento en España, por ejemplo– sino porque muestran un movimiento que puede repotenciar toda su fuerza en dos momentos clave del futuro inmediato: el inicio de los ataques norteamericanos, y la retransmisión televisada de las inevitables bajas civiles que vendrán con ellos.
Por el momento, y con vistas a la extraña cumbre anglo-íbero-americana que se realiza en las Azores hoy, Tony Blair parece haber ganado un respiro, José María Aznar no, y George W. Bush y Juan Manuel Durao Barroso están más o menos en la misma posición que antes. La movilización militar, de alrededor de 400.000 tropas entre estadounidenses, británicos y australianos, está próxima a completarse, y la mayoría de los estrategas coincide en que las operaciones podrían comenzar ahora mismo. Dentro de esta movilización sin marcha atrás, sin embargo, EE.UU. se desdijo la semana pasada dos veces: sugirió que, pese a lo anunciado por Bush la otra semana, podría abandonar sus intentos de buscar una nueva resolución contra Irak en la ONU, y luego anunció la cumbre de Azores como una especie de oportunidad in extremis para la diplomacia. El vocero presidencial Ari Fleisher explicó el motivo con todas las letras: “Ir un poco más allá en la vía diplomática es importante para nuestros amigos y nuestros aliados, y si es importante para ellos es importante para el presidente Bush”. Esta era una alusión a la fortísima oposición interna que enfrentan Blair y Aznar ante su compromiso con Washington, pero no dejaba entrever muy bien cuánto más “allá” se puede ir en “la vía diplomática”.
Ya que el Consejo de Seguridad parece inexorablemente trabado. Francia, Rusia y China, tres Estados con intereses complementarios, han repetido hasta la irreversibilidad que ejercerán su poder de veto contra cualquier autorización de guerra; Estados Unidos, Gran Bretaña y España no han conseguido más que el tibio respaldo de Bulgaria; Alemania y Siria están firmes en su oposición al proyecto, y en medio de estos bloques hay media docena de países más débiles, y oficialmente “indecisos”, cuyo voto EE.UU. ha intentado comprar, pero que afrontan una durísima disyuntiva entre quedar mal con el gigante del garrote –votando en contra– o consagrar con su voto favorable la destrucción de los mismos mecanismos multilaterales que los favorecen a ellos en tanto que países débiles. Hasta el momento, y juzgando por las actitudes de Chile y México, se inclinan más a los mecanismos multilaterales que al gigante del garrote. Dentro de este juego, cada uno ha hecho sus apuestas: Francia, Rusia y China, a proteger a su socio iraquí, en la presunción de que la aventura norteamericana terminará en catástrofe; Gran Bretaña, a ampliar aún más un papel político mundial ya desproporcionado con su importancia real, por medio del apoyo a un Washington desencadenado; y los gobiernos de Europa del Sur, en una opción excéntrica respecto a su historia proárabe, a asegurarse un lugar bajo el sol del nuevo imperio naciente.
Pero la guerra contra Irak, aún cuando se la gane fácilmente, es sólo parte de un diseño que tiene su talón de Aquiles en la crisis de la economía norteamericana, donde estados como California y Nueva York, por ejemplo, están en bancarrota técnica. La guerra no aliviará sino que reforzará esa presión económica. Y ésa es otra oportunidad para la movilización contra la movilización.