EL MUNDO › UN PAPADO QUE CONSOLIDó UNA MIRADA REACCIONARIA FRENTE A LA SOCIEDAD Y LA PROPIA IGLESIA

Primer paso “progresista” de un conservador

La renuncia llegó después de largos años en que se retrocedió sobre todas las propuestas del Concilio Vaticano II, que Ratzinger había impulsado en sus primeras obras. Sin embargo, el propio reconocimiento de sus límites plantea un inédito “barajar y dar de nuevo”.

 Por Washington Uranga

Lejos del carisma popular que caracterizó a su antecesor Juan Pablo II, el renunciante Benedicto XVI tuvo un perfil de hombre reservado, introvertido y encerrado sobre los libros y las cuestiones teológicas y doctrinales. Lo fue cuando ejerció la condición de prefecto para la Congregación de la Doctrina de la Fe (ex Santo Oficio) durante el pontificado de Karol Wojtyla y continuó de la misma manera durante su propio papado. Si en algo se parecieron Juan Pablo II y Benedicto XVI fue en su perspectiva conservadora. En el primero esto pasó más desapercibido dada su simpatía, su cercanía con la gente y su presencia continua en los viajes y a través de los medios de comunicación. Con Ratzinger todo fue germánicamente adusto.

Pero más allá de las formas y los estilos, todo el pontificado de Benedicto XVI se caracterizó por la reafirmación de una mirada conservadora sobre la sociedad y sobre la Iglesia. La misma que lo llevó a condenar, aun siendo cardenal, al teólogo liberacionista brasileño Leonardo Boff y a reprender públicamente, ya siendo Papa, al también teólogo salvadoreño de la liberación Jon Sobrino. Ratzinger hizo de la pureza doctrinal casi una obsesión, convencido como está de que la Iglesia encuentra en su reafirmación dogmática la forma de resistir en el mundo. Por eso también su señalamiento constante a lo que él denomina el “relativismo”, es decir, todo lo que no responde a los principios y valores aceptados por el catolicismo.

Así, durante el gobierno eclesiástico de Benedicto XVI, más allá de la reafirmación formal del Concilio Vaticano II –del que se están conmemorando cincuenta años–, en la práctica se retrocedió en cuanto a los avances propuestos precisamente por aquella asamblea que para muchos significó el gran paso del diálogo del catolicismo con la modernidad. Pero Ratzinger no se contentó con poner freno o revertir avances que habían sido impulsados por el Concilio sino que invitó y abrió las puertas de la Iglesia a los seguidores del ultraconservador francés Marcel Lefebvre, que militaron hasta el hastío contra todas las reformas hasta el punto de ganarse las sanciones de Juan Pablo II.

Aunque conociendo los antecedentes de Ratzinger no se podría haber esperado otra cosa, durante el papado que ahora culmina la Iglesia no avanzó ni un paso en cuestiones en las que la sociedad sigue fijando su mirada: la moral sexual, el concepto de familia, el matrimonio y algunos temas derivados de los avances de la bioética. Tampoco en asuntos relacionados con la disciplina eclesiástica como el matrimonio y el divorcio, la eventualidad de que las mujeres tengan un trato igualitario accediendo al sacerdocio ordenado y el celibato optativo para los curas. Si bien lo mencionado no agota la agenda de los temas, éstos han sido parte de la reafirmación conservadora del Papa dimitente.

En cuanto a otras cuestiones internas y menos visibles hay que mencionar la colegialidad episcopal. El Concilio Vaticano II había avanzado hacia una mayor participación de los obispos en las decisiones de la Iglesia y hacia la mayor autonomía de las iglesias locales y de sus pastores. Ratzinger profundizó una Iglesia centralista, piramidal y romanocéntrica. Lo hizo antes desde la Congregación para la Doctrina de la Fe y después desde el papado. Muchos obispos señalan con preocupación que se les quita autoridad y se les restringe su capacidad de decisión en sus propias diócesis.

Y más allá de los discursos acerca del protagonismo que los laicos deben tener en la Iglesia, es claro que la institución católica sigue gobernada y controlada por los ministros consagrados, convertidos en “profesionales de la fe”. Salvo excepciones, los laicos –a veces también los sacerdotes de base– siguen siendo meros “auxiliares” o “colaboradores” de los obispos.

¿Qué deja Benedicto XVI tras su renuncia? Una Iglesia Católica con muchas dificultades por afrontar, con infinidad de preguntas sin respuestas. Pero al mismo tiempo, con su gesto tan inesperado como insólito, Ratzinger puede generar un nuevo dinamismo, abrir otras posibilidades y alternativas en la propia Iglesia. Hay quienes señalan que la dimisión fue una decisión personalísima del Papa que no era conocida ni siquiera por sus más cercanos colaboradores. Y de esta manera sorprendió a propios y extraños. En términos poco eclesiásticos, puede decirse que, con la determinación adoptada, “Ratzinger pateó el tablero”, descolocando a quienes desde distintos lugares manejaban intrigas y juegos de poder contra los que el Papa no pudo. ¿Una retirada o un paso al frente? Es difícil de señalarlo. Pero en el balance es necesario recordar que cuando sólo era un teólogo, Ratzinger fue junto a su compatriota Hans Kung uno de los más reconocidos pensadores de la Iglesia Católica y defensores del Concilio Vaticano II. En 1972 publicó un libro titulado El Nuevo Pueblo de Dios (Herder), en el que defendió muchas de las posiciones que luego, desde la estructura vaticana, él mismo combatió. Y aquel libro, salvo para los memoriosos, desapareció –por pedido del propio Ratzinger– de las bibliotecas católicas.

Quizá pueda decirse que la renuncia de Benedicto XVI haya sido la actitud más “progresista” de su pontificado. Por inesperada, porque es un reconocimiento de sus límites, porque obliga a “barajar y dar de nuevo” y, por este camino, puede abrir a la búsqueda de alternativas para una Iglesia que cada vez encuentra menos respuestas a los problemas que le plantean la sociedad y las personas. La dimisión, en estas circunstancias, quizá pueda verse como un gesto en el que Ratzinger retoma el sentido del Concilio Vaticano II del que en algún momento pareció olvidarse.

Puede haber otra lectura. La que indica que, en realidad, Benedicto XVI tomó esta determinación inusual en la vida contemporánea del catolicismo para, estando vivo y presente, actuante e influyente, tener un peso decisivo e incidencia en la designación de quien será su sucesor.

La respuesta, en uno u otro sentido, quedará develada en las próximas semanas.

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Benedicto XVI a su llegada a la emblemática Plaza de la Revolución en La Habana, el 28 de marzo de 2012.
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