EL MUNDO

“¿Dónde está la ayuda? Estamos como animales tirados en la calle”

Los sobrevivientes del Katrina que aún no fueron evacuados se sienten abandonados. El socorro empezó a llegar ayer, pero aún es escaso para tanta necesidad. Crónica de la desesperación.

 Por Yolanda Monge *
Desde Nueva Orleans

La gente está muriendo. Dicen sentirse como animales abandonados a su suerte. Ni una gota de agua potable ni una migaja de pan. “¡Queremos ayuda, queremos ayuda!”, fue el grito desesperado que lanzaron algunos de los refugiados a las afueras del Centro de Convenciones en Nueva Orleans.
El pánico y la frustración se apoderaron de las miles de personas que esperan ser evacuadas de una ciudad donde hombres armados intentan imponer la ley donde no hay ley. Pero hay quien ni siquiera puede gritar. Sintieron que sus fuerzas llegaron al final y se dejaron morir esperando una ayuda que nunca llegó. Ese fue el caso de Dorothy Civic. Con 89 años, Civic cerró los ojos poco a poco y ya no los volvió a abrir. Su agonía fue contemplada con impotencia por Terry Jones, la asistente social que cuidó con esmero de Civic durante los últimos cinco años de su pobre vida. “¡Míreme, miss Dottie, míreme!”, gritaba con desesperación Jones sujetando la cabeza de Civic e intentando traer de nuevo a ésta a la vida con un poco de agua en una fotografía que dará la vuelta al mundo. Miss Dottie no esperó más una ayuda que para ella nunca llegó.
Otros muchos temen lo mismo. Torie McDaniel, de 28 años, intenta abandonar la ciudad con sus cuatro hijos. Llevan dos días sin llevarse nada que comer a la boca. Tres de los niños están descalzos y se agarran a la falda de la madre para no sentirse aún más perdidos. Miran con extrañeza y miedo. McDaniel carga en los brazos al más pequeño, un bebé de meses. “Hemos perdido todo, pero ahora tenemos que salvar la vida”, dice McDaniel. “¿Cómo demonios podemos abandonar este infierno?”, jadea desesperada esta mujer. “¿Dónde esta la ayuda?”, se escucha.
“Nos sentimos como animales tirados en la calle”, exclamaba un hombre. “La gente está muriendo ante nuestros ojos”, dice Ally Clark. Aseguran que han visto fallecer a dos bebés, a una mujer, a un hombre... “No tenemos comida, no tenemos agua, no tenemos nada. Nos trajeron aquí y luego nos abandonaron”, se queja. Como Clark, los cientos y cientos de personas que intentan salir de la ciudad anegada tienen una misma y repetitiva pregunta: “¿Dónde esta la ayuda?”. Y reclaman con ira: “¡Queremos ayuda!”
Los más pobres entre los pobres sienten que su gobierno los abandona. Cada minuto que pasa crece la ira y la angustia. Bajo un calor sofocante, Vicent LaFontaine se lleva la mano a la boca en un gesto que pide agua y comida. Debe de tener más de setenta años y una barba blanca de cinco días, tantos como hace que Katrina lo obligó a abandonar su modesta casa y refugiarse en el Superdome. Hasta allí fueron el domingo pasado los que no tenían medios para dejar una ciudad sobre la que se abalanzaba el huracán Katrina. Y aunque su intensidad fue mucho menor de la esperada, los efectos han sido devastadores. Katrina dejó a miles de seres humanos desasistidos y esperando. “¿A qué tenemos que esperar?”, lanza la pregunta Peggy Tanner. “¿A que nos cuenten como muertos?”
Alan Gould se niega a acostumbrarse a vivir entre la basura, el agua y los cadáveres que yacen tirados a las afueras del Centro de Convenciones de Nueva Orleans. Está lleno de rabia y acusa al gobierno de George W. Bush de haberlos “acorralado”. “Nos han encerrado, acorralado como animales, en dos lugares: el Superdome y el Centro de Convenciones”, relata Gould. “No tenemos agua ni comida y el calor nos está matando”, repite Gould como tantos otros en una interminable letanía. “Los niños pequeños y los ancianos mueren a medida que pasan las horas, hay casos de violaciones y asesinatos, la gente merodea con armas de fuego”, explica Gould. “Temo por la vida de mi mujer y mi hija de cinco años”, prosigue Gould. “Temo por mi propia vida”, finaliza con la voz quebrada. “No merecemos esto.” Gould dice que lleva cuatro días en el Centro de Convenciones. “Siguen diciéndonos que los autobuses van a llegar, pero nunca llegan.”
“Váyase al infierno, aquí cada uno se defiende a sí mismo como puede”, asegura la turista Debbie Durso que le dijo un policía al que reclamó asistencia. Durso tira de su maleta en busca de respuestas y sólo hay personas desesperadas como ella. Durante el día de ayer, los refugiados aseguran que sólo cinco helicópteros tocaron tierra para entregar agua. Luego no hubo más ayuda. Nada. Una mujer mayor abre los brazos y mira al cielo. A su alrededor la gente la acompaña. Todos comienzan a recitar “El señor es mi pastor”.
La gente busca ayuda. A Paul Debraux, 56 años, no le quedaban muchas ganas de vivir tras perder el año pasado a su esposa. Lo convencieron para que abandonase la casa en la que convivió con ella durante más de 30 años ante la llegada inminente de Katrina. Se refugió en el Superdome. Debraux sabe ahora que ya no tiene casa, no tiene recuerdos. Sólo la fotografía ahora manchada de su mujer en una bolsa junto a otros objetos personales que recogió a toda prisa.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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Adentro y afuera del Superdome la ley se está imponiendo con armas de la Guardia Nacional.
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