EL MUNDO

La historia cada vez más amarga del increíble presidente menguante

 Por José Manuel Calvo *
Desde Washington

Por una parte, podría haber sido aún peor; por otra, esto no ha terminado. El procesamiento de Lewis Libby, jefe de gabinete del vicepresidente Dick Cheney, es un duro golpe que la Casa Blanca encaja en el círculo más cercano al poder, aunque hubiera sido mucho más devastador que el hombre señalado por la Justicia hubiese sido Karl Rove, el consejero áulico del presidente.
Pero las desgracias de este aciago otoño de George W. Bush, que empezaron hace dos meses con el huracán Katrina, no acaban aquí. La dimisión de Libby y la marca que queda sobre Cheney abren una seria vía de agua en una Casa Blanca que llevaba casi cinco años funcionando como una división acorazada, sin grietas ni filtraciones. El juicio de Libby, además de la lupa que se coloca sobre Rove, compromete el resto del mandato de Bush, que tiene otros problemas muy graves. Uno ha estallado esta semana: el retiro de la candidatura de Harriet Miers de la Suprema Corte ante la ofensiva combinada de la base más inflexible de la derecha religiosa –asustada ante sus opiniones sobre el aborto– y la de los que consideraban que la candidata no tenía los méritos que se exige a los magistrados del alto tribunal. Bush no nombró a alguien con un perfil duro para evitarse una lucha ideológica con los demócratas, y el tiro le salió por la culata: fueron los suyos quienes hicieron descarrilar la candidatura. Ahora, la ironía es que podría elegir a alguien con pedigree constitucional, pero también con el equipaje radical que la base demanda. “El presidente debe demostrar que no teme el encontronazo político”, recomienda The Wall Street Journal.
Otra de las dificultades de Bush, de peor arreglo, es la de Irak: la semana que concluye ha visto cómo se superaba la simbólica cota de los 2000 soldados muertos, además de 15.000 heridos. En otras circunstancias, el estómago del país puede aguantar estas cifras. Pero los sondeos demuestran que al menos la mitad de los estadounidenses cree que la guerra fue un error y el 51 por ciento, según la encuesta de la NBC, dice que derrocar a Saddam Hussein no valió la pena la cifra de muertos y heridos. La violencia que no cesa, la lentitud en la formación de tropas iraquíes y la ausencia de un calendario para que las tropas vuelvan a casa hacen que cunda el pesimismo.
El tercer elemento es el flanco abierto por el huracán Katrina. Aunque las investigaciones puedan demostrar que los errores quedan muy repartidos, el nivel máximo de poder tiene la mayor responsabilidad. Con Katrina se erosionó el liderazgo de Bush; y de la mano de Katrina –aunque ya había empezado antes– vino un desenfreno de gasto público que abre las carnes a los conservadores partidarios de la disciplina fiscal. Todo esto ocurre con algunos de los jefes de filas del partido en el Capitolio procesados –Tom DeLay– o bajo sospecha –Bill Frist–, y con los congresistas calentando motores para unas elecciones legislativas, en otoño de 2006, que pueden ser la oportunidad de los demócratas para recuperarse.
Ninguna de las dos cosas ayuda a que el presidente recupere la incontestada autoridad de la que ha gozado en estos cinco años.
Bush sufre del extendido mal del segundo mandato presidencial, cuando el cansancio o los errores pasan factura. Hay muchas causas; David Brooks, columnista de The New York Times, señala algunas: “El partido presidencial se fracciona; los problemas de gestión que estaban enconados florecen y se convierten en escándalos; aquellos a los que les ha ido mal dentro del gobierno y han tenido que dejarlo disparan desde fuera... Pero la causa principal es la psicológica”. En opinión de Brooks, se trata de la burbuja que envuelve a los poderosos y los aísla de la realidad. “La presidencia está desbordada. La administración entera lo está”, escribe la conservadora Peggy Noonan en The Wall Street Journal.

* De El País de Madrid. Especial para Página/12.

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George W. Bush deja la Casa Blanca para abordar su helicóptero tras hablar a la prensa.
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