EL MUNDO › OPINION

El Watergate de Bush

 Por Claudio Uriarte

Un observador desprevenido podría ser disculpado por mirar en torno suyo y concluir que la segunda administración Bush se arrastra miserablemente por sus últimos meses. En lugar de eso, todavía le faltan más de tres años para terminar su mandato, y en noviembre del año próximo su partido afronta las cruciales elecciones de medio término, en las que se renueva gran parte del Congreso. Por esa razón, la cuerda de la que ayer empezó a tirar el fiscal especial Patrick Fitzgerald abre una amplísima ventana de inestabilidad donde mucho podrá quedar en cuestión. La capacidad y autoridad del presidente para gobernar, entre ellas.
En este sentido, el CIAgate guarda una impactante similaridad con el Watergate: presidentes que habían sido reelectos poco antes con picos de popularidad inusitada, pero que poco después parecen agonizar de manera prematura. Y no sólo ellos. La totalidad de la estructura de poder está empezando a temblar. De profundizarse en las investigaciones del gran Jurado –y todo indica que Fitzgerald está dispuesto a llegar al final–, los resultados pueden comprometer no solamente al núcleo básico de la invasión a Irak –Dick Cheney, Karl Rove, asesor político número 1 de George W. Bush, y el propio Bush– sino a las propias estructuras institucionales de los departamentos de Estado y Defensa, alrededor de una docena de agencias de inteligencia y, por supuesto, la Casa Blanca. La última vez –y la más trivial– que se vivió algo así fue en el “Sexgate” de Bill Clinton, que atascó efectivamente al país por más de un largo año. Pero en ese caso las mentiras eran sobre banalidades celestiales como vestidos azules o el significado exacto de la palabra “sexo”, mientras aquí está en juego el valor de las palabras y de los hombres que condujeron a Estados Unidos a un túnel de guerra sin fin a la vista que ya se ha cobrado más de 2000 muertos.
Sin embargo, este escándalo tiene incorporado a su vez su contraescándalo, más silencioso y silenciado, que es el modo en el que la totalidad de la clase política, y principalmente los demócratas en el Congreso, dejaron pasar delante de sus narices los elefantes blancos de la administración Bush en su camino hacia la guerra. La prensa también hizo lo suyo. The New York Times, que ahora bate entusiastamente los tambores de la retirada y la derrota, en 2003 los batía en la dirección exactamente opuesta. En todo caso, planea sobre Washington una cierta atmósfera de western de John Ford, con un héroe solitario –el fiscal general– en medio de un pueblo de malevos y cobardes.

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