Lunes, 11 de diciembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Sandra Russo
Supongamos que Jorge Rafael Videla, cuyo solo nombre nos provoca cierto reflejo de rechazo estomacal, no se hubiera ido para hacerle lugar a otro chacal, sino que esos siete años de atrocidades que vivimos hubiesen quedado congelados y concentrados en un nombre, y que el dueño de ese nombre y de la vida y de la muerte de cada ciudadano, a cierta altura, ya cercado por el desgaste inevitable del crimen y el robo, nos hubiese ofrecido la democracia pero sólo a cambio de una nueva Constitución. Y supongamos que esa Constitución, que era ofrecida sí o sí como moneda de cambio y como chantaje al mismo tiempo, lo hubiese convertido a Videla en senador vitalicio, para garantizar sus fueros y su impunidad.
Eso lo vivieron los chilenos. Ese absurdo, esa ignominia, esa farsa. Y la aceptaron, la dieron por buena porque sabían que no había ninguna relación de fuerzas que beneficiara otra salida más airosa y más decente para sacarse de encima a Pinochet. Y tuvieron su democracia, a la que la derecha argentina siempre cantó sus loas, con la cláusula infame de la impunidad para los asesinos como un simple defecto de fábrica. Y convivieron con su Senador Vitalicio como con una tara histórica que los incluía a todos ellos. Esa primera democracia de la Concertación triunfante levantó sus cimientos haciéndose lugar entre los huesos de los muertos y desaparecidos, astillándolos con la humillación de un pueblo que sin embargo no pudo hacer esta lectura decepcionante porque la democracia chilena llegó así, como un trato que se celebra con una de las partes apuntando a la otra parte a la cabeza.
Estuve allí cuando Pinochet se iba, cubriendo aquellas elecciones, y estaba claro que Pinochet no se estaba por ir sino a una banca desde la que seguiría su horrible reinado. Estuve también en la conferencia de prensa que Patricio Aylwin, el candidato que terminó siendo el primer presidente democrático electo, ofreció un día antes de los comicios. Y el clima estaba enrarecido, tan ahogado, que esa pregunta que había que hacer (“¿Propiciará, si es elegido presidente, una reforma constitucional para que los militares responsables de los crímenes en la dictadura sean juzgados en lugar de ser ungidos legisladores?”) no se hizo, a pesar de que todos la teníamos en la cabeza, porque de haber sido formulada una respuesta negativa hubiese debilitado la posición del candidato, y una respuesta positiva hubiese frenado el proceso eleccionario. La trampa estaba tan bien armada que todos la apuntalamos, incluso con las mejores intenciones.
Pinochet no es sólo el nombre de un viejo milico chileno sin cultura, sin moral, sin escrúpulos y sin misericordia, cuya muerte no vale ni un mínimo responso. También es un nombre que a los argentinos debe recordarnos que a veces admiramos cosas tan poco admirables y tomamos como ejemplo éxitos tan caros, que nuestros propios logros se desdibujan. La democracia chilena, en comparación con la argentina, fue desde su nacimiento más frágil, más burda y más injusta. Nació con una mano de un monstruo meciendo su cuna. Que el monstruo se muera es la ley de la vida, y no tiene nada que ver con la Justicia. Chile sigue sin haber hecho su exorcismo.
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