Lunes, 11 de diciembre de 2006 | Hoy
EL MUNDO › OPINION
Por Washington Uranga
Además de tener sobre sus espaldas la responsabilidad de uno de los capítulos más terribles de la historia política y social de América latina, Augusto Pinochet es por este mismo motivo y por decisión propia, una suerte de símbolo trágico de nuestro tiempo. Para quienes lucharon por la vida, por los derechos humanos, por la libertad, la imagen de Pinochet –uniforme militar, reforzado por los anteojos negros y la actitud siempre soberbia– es la fiel representación del enemigo, objeto de repudio. No se privó de nada: mató, robó, estafó, mintió... siempre amparado en el argumento supremo de su ideología fascista y sintiéndose un enviado de Dios. Fue el precursor de un proyecto siniestro que el imperio desplegó en esta parte del mundo. Para quienes fueron sus víctimas directas y, en general, para los atormentados del terrorismo de Estado en la región, Pinochet encarna simbólicamente a todos los dictadores latinoamericanos contemporáneos. Eso más allá de que sus “méritos” sean o no equivalentes a los de tantos otros, incluidos los Videla, Agosti o Massera. Pinochet es la “encarnación del mal”. El mismo se encargó de construir esa imagen, de fomentarla, con sus afirmaciones, con sus gestos, con sus actitudes. De alguna manera el dictador chileno “se compró” la imagen del malo, la representó y gozó con ello. Hasta los insultos, dicen, alimentaban su ego en ese sentido. Por los mismos motivos, Pinochet también es simbólico para la derecha. En Chile y fuera de allí el dictador cuenta con numerosos adeptos y admiradores, muchos que continúan aplaudiéndolo y otros que prefieren guardar recato porque los aires políticos han cambiado en la región. Para unos y otros el déspota chileno es una suerte de “ángel exterminador del comunismo” y de aquellos que, por sus actitudes en defensa de la vida y de los derechos humanos, se “merecen” el calificativo de “terroristas”. Pinochet es y será siempre el símbolo trágico de una época, blanco de odios y veneraciones que van más allá de las consideraciones políticas. Encarnación del mal para unos y ángel exterminador para otros, la imagen de Pinochet se ubica por encima de los análisis y de lo que el razonamiento permite. Mueve los sentimientos, las emociones. Para generar todos los repudios o las adhesiones incondicionales. Seguramente por eso nunca desapareció de la escena pública, estuvo y está en el centro de la polémica y su corte adicta lo defendió y lo protege como un estandarte. En definitiva, el símbolo trágico de una época de la que hay que hacer permanente memoria pero que felizmente ha quedado atrás, aunque todavía tenga defensores.
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