EL PAíS › OPINION
Propiedades del sentido común
por Blas de Santos
“En el siglo XXI, analfabeto es el que no sabe computación”, evidencia el sentido común. Conocimiento significa manejar un medio útil para hacer algo. Sin embargo, esa “verdad” choca con otra, entrenarse en el dominio del ordenador no garantiza mayor creatividad que la posibilidad de recorrer el mundo por contar con un registro para conducir. Es obvio que el no-saber de la curiosidad lleva más lejos que el hacer lo que ya se sabe del sentido común: prender y apagar la luz o mandar un e-mail. Consumidores finales de la tradición y los prejuicios, los usuarios del sentido común creen que moverse en la realidad, como pez en el agua, surge de su propia experiencia, sin sospechar que esa realidad viene con el manual de instrucciones para su uso. El sentido común traduce las razones del orden social a los modos de funcionar individual. La política es uno de sus capítulos. Empieza en la instrucción cívica y aceita la maquinaria electoral para hacer que todo marche.
Así, la democracia, escenario para la disputa de los intereses sectoriales, en lugar de dar oportunidad a la integración de lo excluido pone sus medios como fines. La política llama a la policía y se vuelve guardiana del orden. La esperanza que inspira su potencia de cambio cierra en desencanto y escepticismo. Esa ambivalencia entre sentido común y cinismo (Barrionuevo & Baglini) desalienta la recreación de lo político que la crisis reclama. El horror a los estigmas de lo político –que para el sentido común son la ambición y la violencia– desespera de encontrar alternativas transformadoras desde “lo social” puro.
“Política hay que hacer... pero sin partidos.” Sin (ningún) Estado, sin (ninguna) representación y sin más programa que la indignación y la voluntad. Se hace camino a puro grito (Machado/Holloway). No faltan razones para renegar de la política tradicional, pero su superación no se alcanza cambiando el nombre de lo mismo. La política sigue siendo el intento de adecuar la totalidad deseada a las contingencias de lo disponible. Por eso, no hay política sin opciones y renuncias. Es decir, discusiones y definiciones, dis-cutio, cortar y aislar partes del todo.
Si preguntamos al sentido común: qué es la electricidad, nos dirá de su oficio respecto a enchufes, fusibles y tarifas. Si vamos por más, hablará de la potencia de los ríos y de la energía que les sacamos. Esa es la esencia del sentido común y del hombre como ser práctico: tomar como comprensión la asignación de un uso vinculado a un dato originario (Dios, la razón, la naturaleza o sea, el calor del fuego). Un cortocircuito que hace que la complejidad de una usina, el dispositivo que transforma una potencia en otra distinta, gracias a un proceso regido por relaciones simbólicas abstractas entre ecuaciones y circuitos (tan ajenas a la fuerza de la catarata como a la vivencia personal de la patada por un cable pelado) se aplaste en la destreza de tener buena mano con interruptores y lamparitas.
Cuando el potencial sujeto de la política asume la indignación por la catástrofe social presente, enfrenta dos alternativas. Una, encender la nostalgia de lo ya vivido como parte del torrente social (19 y 20) e invocar su repetición. Otra, evocar esa energía social, cierta pero informe, para pensar cómo transformarla en fuerza motriz política, precisa y adecuada, para acciones concretas. En esta alegoría puede verse que lo social y lo político, es decir, la fuerza real y el artificio simbólico que la piensa, son a la vez sujeto y objeto. La conciencia de contar con la energía suficiente para cambiar la realidad no basta y puede inducir falsa confianza. Asistimos al riesgo de que, tras el desmadre de las ilusiones extraviadas en el neoliberalismo, la potencia social disponible se disuelva en el aire si el miedo a lo nuevo induce a elegir las ventajas del mal menor o de lo “malo, pero acostumbrao”.
El deslizamiento de las mayorías silenciosas desde las definidas movilizaciones de diciembre 2001 al pataleo anónimo de protesta sindestinatarios (orden y paz) que apareció disputando la hegemonía con el activismo, reclama que sepamos diferenciar la oposición lúcida, del mecanismo infantil de quien, para sacudirse la dependencia, se tira al suelo y se pone a llorar. Gesto mágico para castigar la dominación que lo subleva. La pregunta es si el entusiasmo con que el humor social hace alianza con el sentido común, no será el indicio de una renuncia a pensar en las causas, deteniéndose ante los efectos inmediatos (seguridad sin justicia=represión). La conciencia de que el único medio inagotable es un pensamiento crítico, permite repensar las certezas del sentido común y del hacer práctico, para reconocer de qué manera estamos implicados en lo que nos afecta y, entonces sí, saber hacer un mundo en el que el sentido de las cosas sea común a todos, a pesar de nuestra diversidad.