Sábado, 6 de diciembre de 2008 | Hoy
EL PAíS › PANORAMA POLíTICO
Por Luis Bruschtein
El primer año de gobierno de Cristina Fernández pasó a una velocidad vertiginosa. Casi sin dar tiempo a respirar, el conflicto con los productores agropecuarios impuso el tono, el vértigo y un despliegue de energía que el Gobierno debió sostener hasta último momento en un intento de recuperar terreno perdido. La confrontación entre un gobierno apenas asumido con todo el vigor de una victoria electoral muy fuerte, frente a toda la energía de un sector social que se favorecía por los precios astronómicos de los granos implicó una contienda de gigantes con rayos y truenos al estilo de los mitos olímpicos.
Movilizaciones masivas en las calles, las principales ciudades del país bloqueadas y desabastecidas, provocando escasez y haciendo saltar la inflación, discursos inflamados y una batalla parlamentaria con todos los ingredientes de una película de Hitchcock. Del lado de los productores agropecuarios se imponía un frente inusual de pequeños y medianos productores de la Pampa Húmeda, aliados a sus tradicionales adversarios, los grandes terratenientes y comercializadores de granos y sirviéndoles de base militante, junto a sectores de izquierda, los grandes medios de comunicación y sectores de las capas medias urbanas que amplificaban la protesta. Del lado del Gobierno se alineaba una alianza que había servido en las elecciones pero que se agrietó en el momento de las definiciones, con gobernadores y legisladores rebeldes y un vicepresidente que terminó desempatando a favor del adversario.
El saldo del lockout rural fue desastroso para todos, en especial para los supuestos ganadores, que habían logrado rechazar las retenciones móviles y las compensaciones para los pequeños y medianos productores. La crisis en Estados Unidos provocó la salida de capitales que habían llevado los precios de los alimentos a las nubes especulando en los mercados a futuro. Esa retirada hizo que los granos volvieran a sus precios reales, casi la mitad. Lo cual terminó por dar la razón al Gobierno que con las retenciones móviles trataba de impedir que la especulación planetaria duplicara el precio de los alimentos básicos en un país que los producía.
Nadie ganó. Los pequeños y medianos productores hoy estarían pagando menos retenciones, no hubiera habido desabastecimiento ni pico inflacionario. A su vez, el Gobierno quedó debilitado. Apenas unos meses antes había ganado con el 45 por ciento de los votos y tras el conflicto llegó a tocar un piso del 30 por ciento de imagen favorable. Pero sobre todo se había ensanchado la grieta que lo aleja de un amplio sector de las capas medias urbanas en la Capital Federal, Santa Fe y Córdoba.
Tampoco el frente monolítico que había defendido el alto precio de los granos y el lockout rural pudo mantenerse al finalizar la confrontación. La Federación Agraria, con diferencias internas, tomó distancia de la Mesa de Enlace igual que Coninagro. Sólo CRA y la Sociedad Rural sostienen la firme alianza que sellaron en el conflicto. Las izquierdas que los acompañaron perdieron centros de estudiantes al perder aliados y llevarán ese rol como otra cruz inexplicable.
Aquietadas las aguas y visto a la distancia, fue una confrontación de otro país, un país que, por ahora, existe nada más que en los deseos, que están a una amarga distancia de la realidad. Fuerzas que se dicen de izquierda o progresistas, que ante la primera confrontación abrazan las reivindicaciones más mezquinas y de derecha. Por el otro lado, un gobierno que afronta un conflicto apoyado en una alianza que se resquebraja por derecha al primer choque. Y una gran confusión de ideas y fuerzas políticas que se levantan el dedo entre sí arrogándose todos el lugar de los puros y verdaderos. La realidad demostró que no hay puros ni verdaderos y que está todo mezclado. Reconocerlo así sería, aunque modesto, un mejor punto de partida.
Esa confrontación determinó el curso de la política de los meses siguientes y seguramente de los que vendrán. Aunque en las encuestas se mantiene como primera minoría, el Gobierno, debilitado, tendió a recostarse en las filas del Partido Justicialista para prevenir sorpresas en la fuerza más importante que lo respalda.
Así, tras el conflicto, se abrió por primera vez en varios años para la oposición un escenario que le daba espacio sin la hegemonía absoluta del kirchnerismo. Pero ninguna fuerza en particular pudo capitalizar ese cuadro que, sin embargo, provocó como fenómeno más saliente la confluencia entre sectores dispersos del radicalismo: una parte de los radicales “K” liderados por el vicepresidente Julio Cobos, Elisa Carrió como dirigente emblemática de la Coalición Cívica, el alfonsinismo y el sector que mantiene la conducción del partido.
Ambas fueron reacciones lógicas y que expresan el estado real de la política en Argentina, más allá de los deseos. Porque tras la crisis de los partidos tradicionales en el 2001 y 2002, no surgieron en la sociedad fuerzas capaces de construcciones políticas que los reemplazaran. El futuro podrá ser diferente, pero en este momento, el estado actual de la política pasa principalmente por el PJ y la UCR, aunque ambos sean un pálido reflejo de lo que fueron. El tercer polo de aglutinamiento estaría expresado por Mauricio Macri con sectores del menemismo y el peronismo disidente, más pequeñas fuerzas conservadoras provinciales, aunque todavía es un sector que no termina de despegar de la Capital Federal.
Pero ni el PJ ni el radicalismo actuales tampoco dan cuenta de la sociedad en su conjunto y su nuevo protagonismo apenas está señalando el punto inicial de un proceso de realineamientos y construcciones que tendrá su primera expresión en las elecciones legislativas del año que viene. Los dos partidos no pueden solos y además son poco atractivos para el votante independiente o suelto que puede llegar a definir una elección. Y, paradójicamente, desde esa faceta de debilidad son los que más están en condiciones de aglutinar porque lo más probable es que, en perspectiva, la confrontación principal se dé entre ellos. Las dos fuerzas están obligadas a convocar a un amplio sector de la sociedad que las ve con desconfianza.
El repliegue sobre el PJ dificulta esa convocatoria para el kirchnerismo. No solamente respecto de nuevas alianzas sino también con el espacio del kirchnerismo no PJ, que incluso en algunos distritos son los únicos que confrontan con los intendentes que ahora controlan el aparato partidario y quienes seguramente tratarán de desplazarlos. La idea de transversalidad ha quedado objetivamente estrecha y necesitará ofrecer otro tipo de relacionamiento más autónomo a los aliados que no están en el Partido Justicialista o que no son peronistas. Podría decirse que le conviene que ese espacio, hasta ahora muy inorgánico, se constituya y se relacione desde ese lugar con el PJ.
Para el radicalismo tampoco es fácil porque ese proceso embrionario de confluencia ni siquiera alcanzó para recomponer la fuerza original del partido, aun cuando cuente con el respaldo del Partido Socialista y del juezismo cordobés. Para ganarle al kirchnerismo, incluso en su debilidad relativa actual, necesita más, y lo único que queda afuera es el macrismo y la disidencia peronista de derecha. Además, ese proceso embrionario tampoco tiene un sujeto principal, todas las fuerzas pesan más o menos lo mismo, lo cual también dificulta los acuerdos y el perfil que vaya asumiendo.
Gobierno y oposición mantienen una dinámica que apunta a desdibujar matices y a pesar del desgaste siguen embistiéndose como dos toros cansados. Una dinámica de ese tipo tiende a ser cada vez más excluyente y a no dejar espacio para terceros, a izquierda o derecha. Las elecciones legislativas, como las del año próximo, flexibilizan esos márgenes pero tendrán el mismo trasfondo y la polaridad que expresa: las presidenciales del 2011.
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