Martes, 6 de enero de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Norma Giarracca *
El año que recién pasó en estas tierras estuvo atravesado por serias dificultades políticas desatadas por el conflicto campo-Gobierno, que impregnó los discursos de las corporaciones agrarias, las autoridades y la oposición. No obstante, ese conflicto integra, pero no como único componente, la tragedia que nos tuvo como testigos activos, pasivos o con los ojos vendados: el proceso más prolongado de apropiación y devastación de los recursos naturales y la actuación de los actores estatales en esta situación.
Fue durante el mandato de presidente de Carlos Menem, con los gobernadores provinciales que lo acompañaron, los ministros y secretarios de Estado, cuando se generaron las condiciones legales y jurídicas para la entrada del gran capital transnacional en explotaciones intensivas de recursos naturales, en la apropiación de la biodiversidad y de los conocimientos tradicionales, así como en la comercialización de organismos genéticamente modificados. No obstante, por distintas razones económicas y políticas, los resultados de esas condiciones se producen después de la crisis del 2001-2002. En efecto, con la salida de la convertibilidad, la generación de paquetes de leyes complementarias y con la reubicación de los capitales financieros después de las crisis de las deudas externas, la expansión de estas producciones extractivas se hace evidente.
La producción sojera, que ya venía aumentando y sustituyendo a otras producciones alimentarias, se acelera en tierras marginales y lo hace “a como dé lugar”. Comunidades campesinas e indígenas con derechos sobre sus tierras, así como los montes y yungas son arrasadas por los nuevos inversionistas que cuentan con el beneplácito de gobernadores y los poderes judiciales. La Ley de Protección de Bosques Nativos (ley Bonasso), aprobada hace tiempo, no fue reglamentada en 2008 debido a las presiones del lobby de los gobernadores y los inversores del agronegocio. Recordemos que los últimos cinco años hubo un aumento del 50 por ciento de desmontes en relación con el quinquenio anterior, posicionando a la Argentina en el país que sextuplica el promedio mundial.
Otro tanto podemos decir acerca de la expansión minera que pone en peligro no sólo los cerros, el medio ambiente, sino la disponibilidad de agua y energía eléctrica en regiones consideradas áridas o semiáridas. Lamentablemente, el 2008 será recordado como el año en que la Presidenta, atendiendo a las “necesidades” de las empresas mineras y a un puñado de gobernadores que las representan, vetó la ley 26.418 de Presupuestos mínimos para la protección de los glaciares y del ambiente periglacial. La ley proponía preservarlos como reservas estratégicas de recursos hídricos y proveedores de agua de recarga de cuencas hidrográficas.
Tanto la producción del “agronegocio” como la actividad minera sustituyen producciones alimentarias básicas. En el primer caso les quita su tierra y en el segundo, el agua. En uno y en otro caso se exportan no sólo soja o minerales, sino millones de litros de agua, energía eléctrica y trabajo mal remunerado. Pareciera que este destino de países “entregadores” o exportadores de producciones extractivas, devastadoras de nuestros territorios, se repite para retornarnos a los brutales orígenes de países coloniales que aportaron a la “acumulación primitiva” del capitalismo europeo.
Por todo esto, es necesario abrir un espacio de reflexión con miras a los muchos bicentenarios latinoamericanos que comienzan en 2009 en Sucre, Bolivia, y siguen en el 2010 en México y Argentina. Este retorno a “desarrollos” extractivos y devastadores nos encuentra, paradojalmente, en múltiples preparaciones para los bicentenarios de las gestas independentistas. Pero lamentablemente, otra vez, las poblaciones están arrinconadas y desvalorizadas en sus reclamos y resistencias. Ayer fue a sangre y fuego, hoy es con los dispositivos discursivos del productivismo tecnocientífico que vuelve a ubicar al “desarrollo” como centro de la escena y avanza con medidas concretas como los compromisos con las Iniciativas para la Inversión Regional de Infraestructura Suramericana (Iirsa).
Pero algo hemos avanzado desde aquellos comienzos “saqueadores” y podemos aprovechar los debates que se abren en los “festivales” del bicentenario –como le gusta decir al secretario de Cultura– para pensar estos temas. Y si no nos gustan los “festivales”, podemos generar nuestros propios “otros bicentenarios”, como espacios de celebración y memoria para interpelar al Estado sobre estas decisiones y reflexionar entre nosotros, muchos y diversos “nosotros”, cómo destruir estas viejas y siempre renovadas matrices coloniales.
* Socióloga, investigadora del Instituto Gino Germani (UBA), integrante de la red Otros Bicentenarios (otrosbicentenarios.blogspot.com).
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