EL PAíS › PANORAMA POLíTICO

Matar

 Por Luis Bruschtein

Justamente porque no es para subestimarlo, se trata de un tema para no abordarlo como lo hicieron los vecinos de Valentín Alsina que atacaron al fiscal. Que un hombre haya sido asesinado por un chico de 14 años es de por sí un drama al que la sociedad se debe una salida en profundidad que la supere y la haga mejor, y no una mera reproductora al infinito del mismo drama en todos los sentidos posibles.

Varios de los exaltados que estaban entre los que agredieron al fiscal se mostraron con la misma cara del crimen que decían repudiar: “Basta de derechos humanos para los delincuentes, hay que hacer lo que hicieron los milicos, hay que matar a todos estos pibes”, decía un pelado alto en plena reflexión. “Que venga Hebe Bonafini a ver los derechos humanos que tenemos los vecinos”, decía otro. Y un tercero se quejaba porque el intendente no los había recibido en ese instante, “mientras recibe a los piqueteros por la puerta de atrás”.

Los piqueteros, Hebe de Bonafini y hasta los milicos de la dictadura no fueron metidos por la ventana a una discusión donde supuestamente no tenían nada que ver. Por el contrario, tienen mucho que ver y constituyen esos tres actores la demostración de que cuando “se mata a todos estos pibes”, lo único que se logra son más asesinatos y más criminales, incluso más criminales como el pibe de 14 años.

Esas palabras del pelado estaban incitando a más crímenes y no a menos, ni siquiera a combatir el crimen. Y ponían de manifiesto el sustrato ideológico, violento y racista que sigue arraigado en una sociedad que genera violencia y promueve la criminalidad.

Los índices de delincuencia han crecido en todo el mundo. Incluso Argentina es uno de los países donde ese incremento fue menor. Pero ha subido y sus causas van más allá de la pobreza o la brecha entre ricos y pobres. Hay raíces con un sentido cultural que se ramifican y lo hacen más complejo sin que haya una única respuesta sino muchas y al mismo tiempo. Pero es evidente que las viejas recetas, las progresistas y las reaccionarias, no terminan de dar cuenta de un fenómeno nuevo donde las formas sociales muy extendidas de consumo y comercialización del paco o de armas de fuego tienen una incidencia importante.

Y hay formas sociales incipientes y espontáneas que han surgido en ese frente como las mujeres, madres y vecinas que luchan contra el paco en los barrios. Ese fenómeno, todavía puntual y aislado, tampoco ha sido estudiado para estimularlo y potenciarlo. Es paradójico que la reacción de los vecinos por mano dura termine desembocando en opciones políticas que son las que están en peores condiciones para dar cuenta de ese fenómeno.

Con esa reacción al voleo, las manifestaciones de furia espontáneas terminan siendo capitalizadas políticamente por los aprovechados o por expresiones partidarias más allá de la voluntad de los mismos vecinos. Hubo quienes identificaron entre los más exaltados a punteros del sector justicialista que perdió la interna frente al intendente de Lanús, Darío Díaz Pérez. De hecho, la manifestación compaginó así con la campaña de Francisco de Narváez, que ha utilizado ese tema como su caballito de batalla, y también mostró la punta de alguna de las razones por las que ha mejorado en las encuestas en el primer cordón del conurbano bonaerense.

Es algo que se repite hasta el cansancio, pero este país tiene más años de aplicación de mano dura que de cualquier otra y sin embargo darle todo el poder a la policía o endurecer las penas tampoco han demostrado que sirva para frenar los crímenes. Nadie puede asegurar que con Ruckauf o Rico en la Policía Bonaerense hayan bajado los índices. Y ni hablar con Camps o Etchecolatz. Tampoco se puede condenar a la sociedad a resignarse o permanecer inerme ante el crecimiento de la violencia. Una violencia que tiene a sus víctimas más desprotegidas en los barrios más humildes, aunque trasciendan mediáticamente sólo aquellos hechos que inciden en las capas altas y medias. Pero hay una regla que hasta ahora no tiene excepciones: la barbarie y el salvajismo, del lado que sea, solamente engendran más de lo mismo.

Los candidatos que prometen el oro y el moro son los peores porque mienten a sabiendas de que se trata de un fenómeno que, en el mejor de los casos, no cesará de la noche al día sólo poniendo más seguridad en los countries y mano dura en los barrios. Básicamente eso es una mentira porque el problema es mucho más complejo y ni siquiera se puede solucionar a lo largo de una gestión de gobierno, sino que se trata de la aplicación de políticas integrales, sociales, educativas, culturales, institucionales, legales y hasta editoriales que deben tener continuidad y profundidad en el tiempo. Es una sociedad que no está preparada porque ninguno de esos ámbitos está en condiciones de hacerlo, empezando por la crispación y el nivel de violencia ambiental que se promueve desde los medios. Pero lo mismo pasa en las policías, en las escuelas que no dan abasto porque sobre ellas recae el mayor peso, o en el Parlamento, donde no importa tanto el contenido de lo que se aprueba o rechaza sino quién lo presenta. Se habla de un tema que ha tenido debates al por mayor en la misma medida en que el fenómeno fue en aumento. Y sin embargo, da la impresión de que nada de lo que se ha discutido ha sido tomado por la sociedad porque cada vez que se repite, todo vuelve a foja cero y las reacciones vuelven a tener la carga irresponsable de la revancha.

Se insiste otra vez en bajar la edad de imputabilidad y en la pena de muerte como si fuera una tabla milagrosa de salvación, y a los que no están de acuerdo se los acusa poco menos que de cómplices y asesinos, lo que da una idea también de la violencia incubada en ese reclamo. Si mañana se aprobara la pena de muerte, no habría más asaltos ni muertos ni violaciones. Esa es la falsa ilusión, el sueño lineal y sonso. Los que no están de acuerdo con la pena de muerte están a favor de los asesinatos, los asaltos y las violaciones. Es otra estupidez del planteo desaforado que los medios acompañan alegremente, sobre todo los más demagógicos, que llevan la crispación a extremos patéticos.

El problema existe y es doloroso y por lo tanto el reclamo es legítimo y también son legítimoa el dolor y la rabia de los familiares. Pero eso no lo convierte en la respuesta social o institucional que se requiere. Es cierto que no se puede pedir resignación ante la repetición de estos hechos brutales. Pero tampoco se puede engañar con falsas curas, milagrosas e instantáneas, tan brutales como la enfermedad.

En campaña, ningún candidato dirá que son temas que, aun cuando se implementen respuestas, tomará su tiempo para ser erradicado. Es más fácil la demagogia. Se trata de un tema sensible y de tratamiento bastante complejo y difícil. Por eso, la mayoría de las veces se lo simplifica para hacer pura demagogia y abusar del dolor de las víctimas.

Es un fenómeno que abarca a todo el país, sobre todo a las grandes concentraciones urbanas. Pero ha resonado en el distrito donde la competencia electoral será más dura, donde se concentran todos los focos de atención y los mayores esfuerzos de la oposición y el oficialismo. La inseguridad, como estigma mediático, se ha focalizado en el territorio más disputado y así las víctimas cordobesas, rosarinas o mendocinas del delito pasan a ser de segunda por un criterio más político-electoral que de preocupación real por la inseguridad, lo cual también termina por ser pura hipocresía aunque se esconda en la exaltación de la seguridad y la calidad de vida. Hay un sentido común, mediático y político, que funciona así con total desparpajo. Los muertos que importan son los que están allí, porque allí es donde son funcionales para la disputa electoral. Es un juego envolvente y ladino que termina involucrando y ensuciando el dolor mismo de los familiares de las víctimas de esos crímenes.

Así como ocupó los medios desde el miércoles a la noche hasta el jueves, el crimen de Capristo desapareció el viernes con la renuncia de Montoya y otros hechos periodísticos. Fue un pantallazo vertiginoso que desapareció cuando venía el momento de la polémica. Casi subliminal quedó el mensaje que marca, el que relaciona el delito con la venganza y el descrédito. La luz puesta en los golpes al fiscal justificados por el instante de fulgor, o el grotesco de las frases mesiánicas trastocadas en razonamiento por el sustrato de la ira.

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Imagen: Sandra Cartasso
 
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