Lunes, 27 de julio de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Irina Hauser
El otro día, mientras hablaba en un programa de televisión sobre todos los vericuetos del Consejo de la Magistratura, la diputada y consejera kirchnerista Diana Conti deslizó que los jueces actúan como corporación dentro del organismo y protegen en forma automática a sus colegas cuando se les viene un juicio político. La regla, dijo, es que voten por desechar las denuncias; que las apoyen es la excepción. El juez y consejero Luis Cabral, que la miraba desde su casa, encolerizado, trató en vano de comunicarse con el estudio de TV para contestarle. “Nosotros somos más técnicos para evaluar, estamos en el detalle de una acusación. El oficialismo tiene debilidad por atacar a los jueces con competencia electoral”, se desahogó luego en diálogo con este diario. Es la teoría de que el organismo está politizado en exceso, a favor del oficialismo.
Los políticos acusan a los jueces, éstos a los políticos, cada tanto la liga un abogado y de vez en cuando el consejero académico. La pelea de raíz es sobre cuántos representantes debería tener cada sector para lograr un equilibrio, aunque en el fondo lo que quiere cada quien es tener el poder de imponer intereses –a veces propios, a veces ajenos– en la selección y sanción de los jueces de la Nación. Con el tema otra vez en la picota, hasta la Corte Suprema afila las garras para recuperar la presidencia del organismo, al que planea criticar en algún pronunciamiento, como ya informó Página/12.
Lo interesante de los cruces en que se sacan los trapitos al sol es que dejan en evidencia que, tal como es hoy el cuerpo judicial, ni las togas ni los políticos pueden actuar o decidir solos. Siempre necesitan, para obrar bien o mal, la colaboración de los otros.
En lo que va del año, el Consejo de la Magistratura, que debe reunirse cada quince días, lo hizo menos de la mitad de las veces estipuladas. Los políticos alegaban estar ocupados con la campaña. Los demás consejeros rara vez fueron a sentarse a la mesa de reuniones a esperar el quórum. Todos daban por hecho que la actividad estaba paralizada, y con ella, la veintena de concursos con los plazos de vencidos y los 159 procesos de acusación en trámite.
Un análisis de las investigaciones con chances de derivar en un juicio político muestra que, en el Consejo post-reforma de 2006, el kirchnerismo es el que casi por regla propone las acusaciones junto con algún abogado. Los consejeros-jueces, en cambio, votan por exculpar a sus pares, pero no lo hacen solos sino en alianzas frecuentes con los radicales, a las que cada tanto se suma el consejero académico. Así ha funcionado el engranaje en una docena de casos que, ante la falta de acuerdo, a lo sumo han terminado en sanciones. Sólo dos terminaron en suspensión. Uno de ellos, el caso del controvertido Guillermo Tiscornia, quien arrastraba denuncias desde una década antes de ser echado.
La Asociación de Magistrados se ha quejado de la presión política que implica para un juez que le mantengan una causa abierta durante varios años. Cuando una denuncia es admitida por el Consejo, un solo consejero queda por sorteo a cargo de la investigación. Según un racconto hecho por la ONG Observa –la única que hasta ahora monitorea al Consejo de la Magistratura–, en ese punto se producen los grandes cajoneos, un arte que los jueces dominan tanto como los políticos, el académico y los abogados. El radical Ernesto Sanz está primero en el ranking, con 26 expedientes sin resolver, algunos con una antigüedad de cuatro, cinco y hasta seis años. Le sigue el kirchnerista Nicolás Fernández, con 15 acusaciones guardadas desde 2005 en adelante; y luego, pisándole los talones, el juez Luis María Cabral y el abogado Santiago Montaña atesoran 12 expedientes cada uno. La que menos causas retiene es la oficialista Diana Conti: sólo le quedan tres.
Una actitud bien distinta tuvieron los consejeros al desechar el 2 de julio último, por unanimidad, abrir una investigación contra la jueza federal electoral María Servini de Cubría. Servini había sido denunciada en diciembre por superiores de la Cámara Federal porteña –en una iniciativa inusual– ante sospechas que la implicaban en maniobras de “forum shopping” en beneficio de empresarios de los juegos de azar. El argumento para no investigarla, formulado por el abogado Montaña y el radical Oscar Aguad, fue que es “la jueza que está revisando el proceso electoral”. ¿Y si no hubiera habido elecciones? ¿Y los jueces que siguen impartiendo justicia aunque los investigan hace cuatro o cinco años?
El famoso poder de bloqueo que consiguió el oficialismo con la reforma del Consejo existe y se explica así: para decidir acusar a un juez o elevar una terna de aspirantes se requieren dos tercios de los presentes, por lo tanto siempre hará falta el voto de al menos un kirchnerista si al plenario asistieron los 13 consejeros. En la práctica es una rareza que esto ocurra. Ese poder de veto, sin embargo, adquiere su eficacia entre bambalinas, cuando opera tan sólo como una amenaza. Cuando se convierte en un peligro y logra que algunos grandes asuntos queden congelados eternamente, como sucedió con un concurso clave para ocupar primero dos y luego cuatro juzgados federales porteños, nada menos que los que investigan la corrupción de los funcionarios.
En el examen, en diciembre de 2005, la mayoría de los postulantes sacó menos de cuatro. Siete, que lograron más de cinco, podían ser ternados. Pero no era el caso de Octavio Aráoz de Lamadrid, quien sonaba como preferido del Gobierno, que se había sacado uno. Un grupo de notables avaló la corrección. Dos consejeros –el kirchnerista Carlos Kunkel y el juez Luis María Bunge Campos– tenían que proponer un orden de mérito. Pero el tema desapareció de las reuniones y re-emergió por arte de magia en un plenario en octubre del año pasado, donde la mayoría decidió anular el concurso sobre tablas y llamar a uno nuevo. La diputada de la Coalición Cívica, Marcela Rodríguez, denunció que, días antes de presentarse al nuevo examen, Aráoz de Lamadrid –en su papel de subrogante– “absolvió a Julio De Vido y a Guillermo Moreno en denuncias por enriquecimiento ilícito”.
En el concurso para juez federal de Santiago del Estero, el hombre que había quedado sexto –fuera de la terna– fue ascendido al tercer lugar a pedido del kirchnerismo y con respaldo de los otros sectores. Es Guillermo Molinari, ex diputado y funcionario ligado al gobernador Gerardo Zamora, radical K. Finalmente fue votado por el Senado. Por tironeos entre los consejeros, la Cámara Laboral –que resuelve conflictos de trabajadores– resultó colapsada. El concurso empezó con cinco vacantes, pero los consejeros recurrieron a la “cronoterapia” –como diría el supremo Carlos Fayt– a la espera de más sillas vacías –llegaron a ser once– y que nadie se quedara sin su candidato favorito. Hasta Hugo Moyano se metió a opinar. El certamen original venció en marzo de 2007, las ternas se elevaron en abril de este año. Y así, con ese nivel de discusiones, los concursos duran dos años, lo que explica, que igual que en 2007, siga habiendo cerca de 200 vacantes.
En el viejo Consejo no pasaba nada muy distinto, sólo que los jueces, abogados y académicos tenían mayor representación y había un lugar para la tercera minoría política. El Gobierno se equivocó en 2006 al insistir con una reforma que tenía críticas incluso de sectores afines. Tuvo el efecto de un boomerang porque el nuevo escenario político ahora les da aire a las corporaciones más feroces. La discusión ya revela que es mucho más que el equilibrio lo que se debate. Ahí es donde la sociedad civil deberá poner el ojo.
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