Lunes, 23 de noviembre de 2009 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Hace un par de números, la revista Barcelona señaló en su portada que, culminado el debate por la ley de medios audiovisuales y siendo que la reforma política es un embole, había que buscar otra cosa. Tuvo razón.
Diputados dio media sanción a esa reforma y quedó confirmado que el tema no mueve el amperímetro social. Lo cual no quiere decir que sea una cuestión menor. Sin ir más lejos, se trata de un nuevo método nacional en la selección de candidatos electorales. Además regula la financiación de las campañas. Y establece un piso de votantes que puede dejar afuera de la cancha a los partidos y alianzas minoritarios. No por nada el oficialismo logró el dictamen con el apoyo de las estructuras tradicionales, que le votan sistemáticamente en contra de todo lo demás. Como confesó un referente kirchnerista, ahora es “una coalición distinta por cada proyecto de ley”. Digamos: si son los medios se articula con el centroizquierda y si son las (eventuales) formas de sobrevivir en el escenario electoral, no hay que hacerle asco a juntarse con las variopintas expresiones de la derecha. Asunto interesante y complejo, entonces. Sin embargo, por algún lado, el conjunto de la sociedad intuye –y a gusto del periodista lo hace bien– que nada de esta neoingeniería electoral modifica, sustancialmente, el hecho de que la representatividad y potencia política pasan mucho más por la fuerza de los hechos que por experimentos de laboratorio. Que es por la credibilidad, la coherencia, la aptitud militante, la fortaleza conceptual, los climas de época y momento, los contrastes con el adversario, aquello en lo que se juegan las chances y vigencia de cada quien. Después, es cierto que los sistemas electorales hacen lo suyo en beneficio o detrimento de los unos y los otros. Pero sólo después, en la interpretación del firmante.
Como sea, ayudado por esa indiferencia general hacia la parcial anuencia de la reforma y por su propio peso como escándalo, los días político-mediáticos pasaron a ocuparse, crecientemente, con el alcance del espionaje macrista. Es probable que cierta incredulidad alrededor del caso sea, incluso, más fuerte que el episodio mismo. Porque una cosa es lo verosímil de su inicio: la vigilancia a Sergio Burstein y al empresario Carlos Avila, respecto de la cual Macri es susceptible de ser sospechoso por los intereses cruzados que había o hay en danza (y más aún siendo que la sede de ese comienzo fueron los pagos misioneros del menemista Ramón Puerta, de estrecha relación con el jefe de Gobierno porteño). Pero es otra cosa que a partir de ahí se haya descubierto una red espeluznante de escuchas y centinelas, al estilo de las más patéticas metodologías de cualquier Estado policíaco, que involucra el control de dirigentes, sindicalistas, maestros... y funcionarios de primer nivel de su propia gestión, como Rodríguez Larreta. ¿Por qué insólito? ¿Porque un gobierno como el de Macri sería incapaz de semejantes procedimientos? No. Si es por eso, todo lo contrario. El punto es con cuál infraestructura, en qué contexto social, con cuáles probabilidades de controlar o expulsar a los sospechosos o díscolos el macrismo podría aprovechar la información clandestina de que quiso munirse. Esto es: además o antes de lo repudiable del mecanismo, vuelve a revelarse una impericia extraordinaria en la capacidad de gobernar. Es eso lo difícil de creer. El cómo se puede ser tan inepto.
Las pruebas eran contundentes en torno de los imputados. Igual de rotundas que el empecinamiento de Macri en su sostén. El Fino Palacios fue denunciado a diestra y siniestra a raíz de sus antecedentes en la dictadura y su papel en la investigación del atentado a la AMIA. Macri no hizo caso, como tampoco sobre las aprensiones que recaían en el subjefe reemplazante, Osvaldo Chamorro, en cuya computadora, en la oficina que comparte con el Fino, terminó de desnudarse la hilera de registros telefónicos sobre opositores y tropa propia. Palacios está preso. Chamorro fue despedido quizá con rumbo similar. Acaban de echar al número 3. Narodowski pende de un hilo porque su cartera educativa también fue asiento de la espía. Montenegro, como responsable último de Seguridad, no logró que su buena verba convenciese a la Legislatura. Y Macri, de paseo en Madrid, mientras tanto, para bajarse del avión que lo trajo de vuelta y salir disparado a una conferencia de prensa en la que no le quedó otra que sobreactuar, mal, enojado, sin convicción, la denuncia de una maniobra desestabilizadora. Dijo que con ellos no van a poder, justo cuando resulta claro que son ellos los que no pueden con sí mismos. Y a todo esto: semejante desastre en derredor de un órgano que ni siquiera nació. Espectacular.
Cabría inferir que el jefe de Gobierno puede estar a punto de sufrir un Cromañón institucional en el crédito de la aceptación popular y, con ello, de sus aspiraciones presidenciales. Algunos analistas ya llaman la atención a propósito de que esta nueva y enorme pifia de Macri no tiene un correlato simultáneo de favor para los Kirchner, porque lo fortalece a Cobos como opción más clara de la derecha quitándole un competidor. Puede ser. Pero en un país con el dinamismo politiquero de la Argentina, y con los comicios presidenciales a casi dos años vista, especulaciones de este tipo tienen mucho de ciencia ficción. Hasta el mismo Macri podría recuperarse de lo que hoy parece su derrumbe o, de mínima, su peor circunstancia. Y por otro lado: menos que menos es seguro que este revoltijo sí le inquiete al grueso social, en lugar de que se lo considere como un nuevo aporte en su desconfianza hacia “los políticos”, para gracia de quienes se sirven la política en su provecho.
Podría proponerse como notorio que el espanto por la ejecución de la arquitecta, en Wilde; y antes por el estado en que sobrevive el ex futbolista Fernando Cáceres, tras otro asalto a mansalva; y que lo continuado por allí, por “la inseguridad”, se despega del resto noticioso en la preocupación masiva. Hay tres locuras acerca de esa temática: creer que simplemente es una construcción periodística; creer que los medios no tienen nada que ver en la creación del miedo y creer que basta con gritar “hagan algo”, “maten”, “endurezcan las leyes” (como si no las hubieran endurecido chiquicientas veces), “que no entren por una puerta y salgan por la otra” (como si las cárceles y las comisarías no estuvieran atestadas), “que haya más policía” (como si no la hubiera cada vez más, y como si la policía fuese parte de la solución y no del problema).
A esta altura y desde hace rato, ¿no debería tomarse nota de que nadie tiene la fórmula y de que fracasaron todas las implementadas? Las más duras, las más blandas, las más garantistas, las más represivas. Tal vez se trate de que no haya fórmula posible con los números de exclusión social del subdesarrollo. Por cierto, no es una proposición sino una lógica interpretativa. ¿Alguien tiene alguna mejor?
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