Miércoles, 10 de febrero de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por María Pía López *
Pocas frases han expresado tanto odio como aquel “¡viva el cáncer!” que manos anónimas pintaron en un muro, cuando una mujer joven agonizaba en Recoleta. Pocas acciones han sido tan cruentas como el bombardeo a la Plaza de Mayo por aviones de las fuerzas armadas golpistas. El objeto de ese odio, verbal y armado, fue el peronismo. Que ha mutado mucho, sin dudas. Que ha sido el partido plebeyo y también el gestor de la reconversión neoliberal, que ha sido el partido del pacto militar pero también en su última curvatura el de los derechos humanos. Pero no ha mutado su condición de superficie receptora de odios profundos, explícitos, impúdicos, racistas. El graffiti que en los ’50 festejaba la muerte de esa mujer por una enfermedad corrosiva se multiplicó en los blogs de los diarios como anhelo ante la operación de urgencia de Néstor Kirchner.
Hay quienes dicen que en esta estación del peronismo, como en las primeras, despierta odios por sus virtudes. Sin dudas es así en amplias porciones de los sectores dominantes, en los núcleos ideologizados de las Fuerzas Armadas, en las corporaciones mediáticas. ¿O no son los medios las usinas insaciables de la ferocidad? ¿No es allí, aun más que en las conspiraciones de la Unión Industrial, donde se agitan los equipos de la destitución, munidos de carpetas y de astucia para titular? ¿Se distancian los comentarios agresivos de los lectores del título con que un diario, en su edición digital, anuncia el intento de extremaunción al ex presidente? En los subterráneos del odio, las almas se enlazan y las escrituras se reconocen.
Pero es más difícil explicar el desdén de los sectores medios o las iras populares. O más aún: las tirrias de los grupos progresistas. Dificilísimo explicar eso si pensamos en la secuencia de medidas de gobierno tomadas desde el 2003 para aquí. No es necesario nombrarlas una vez más, apenas recordar que son medidas reparatorias y de justicia y que benefician a amplias capas de la población. Incluso los que señalan lo que falta –como, por ejemplo, una política de recursos naturales– no deberían privarse de ver lo efectivamente desplegado. Y sin embargo lo hacen. Hay un odio abonado por izquierda, que se sustenta en el desmerecimiento de todas las medidas de gobierno en nombre de la hipótesis de la impostura.
En esa narrativa, el grupo gobernante tendría intereses oscuros, que para ser realizados requerirían una mascarada ideológica. Entonces, se encarcelarían militares o se articularían políticas con los organismos de derechos humanos para ocultar lo que verdaderamente interesa a los impostores: la entrega del petróleo. La tesis es débil y sin embargo funciona e impregna muchas de las reacciones airadas y los despechos que tratan la gestión gubernamental. De ese modo, al Gobierno que en más sentidos ha producido rupturas con los años ’90, se lo puede nombrar como un nuevo menemismo. Incluso por personas beneficiadas social y económicamente por esas políticas de ruptura.
Si la imagen de la impostura funciona, si es el comodín que se esgrime ante cada situación, es porque registra desde la mala fe algo que constituye a este momento político: la coexistencia de dimensiones heterogéneas y conflictivas. La apuesta transformadora en las políticas y la constitución de elencos funcionariales que hicieron sus pininos en el neoliberalismo. Las políticas reparatorias de la pobreza y la desconsideración de la inflación mediante el cambio de las mediciones del Indec. La inteligencia para comprender la conflictividad social y el economicismo con el cual se piensa la recomposición de las organizaciones populares. Una valoración discursiva de las insurgencias pasadas y un realismo empresarial para organizar las inversiones presentes. Se juegan valores diferentes y sensibilidades contradictorias. La tesis de la impostura juzga esa heterogeneidad con la idea de simulación o con la chatura de la máscara, cuando más bien corresponden a efectivas contradicciones.
La conjunción entre el odio y esa hipótesis del enmascaramiento corroe todo consenso sobre los actos de gobierno. Ante las medidas más profundas gritan que se trata de la caja. Y en el imaginario social se activa el juego de las asociaciones que terminan en la idea de que “caja” es el nombre del financiamiento indecible de la política o el acopio millonario de los políticos. No se desarma esa fuerza invirtiendo la negación y viendo la verdad en una sola de las series. Porque no es cuestión de montajes. Sino de extraer las consecuencias políticas que tiene una conjunción de elementos contradictorios. Allí, la verdad de nuestra época. También su futuro.
La tesis de la impostura enfatiza la herencia de los ‘90. Se hace cargo del cinismo frente a la política y de la desconfianza en la vida pública. El razonamiento despolitizador que ha primado, no sin bases ciertas, en las últimas décadas es que todo es mercado, por lo tanto aquel que no hable explicitando su condición de agente de intercambios sólo enmascara su condición o quiere hacer pingües negocios mediante el ocultamiento. En estos últimos años ha habido fuertes intentos de recomponer otra idea de la política, pero esos intentos no han perforado los núcleos poderosos de la desazón social. Que, al contrario, han sido y son alimentados no sólo por una poderosa maquinaria cultural y mediática, sino también por la persistencia de negocios privadas por parte de hombres de Gobierno.
Quizá por no terminar de percibir que, como nunca antes, el futuro político del país no depende sólo de la expansión de la economía, sino de la conformación de un entramado cultural, de la disputa por los consensos y la expansión de una serie de valores que se encarnen en las mayorías. En la interpretación de los hechos, en la conformación de una narración que los contenga, los explique, los trate con las palabras adecuadas –y no con aquellas que, por provenir de otras experiencias, les quedan como disfraces– se juega el destino de esos hechos.
* Socióloga, ensayista, docente de la Facultad de Ciencias Sociales (UBA).
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