Viernes, 30 de abril de 2010 | Hoy
El texto que se publica es el adelanto del libro La construcción de la Nación Argentina. El rol de las Fuerzas Armadas, donde escriben desde la ministra Nilda Garré hasta José Pablo Feinmann, Hilda Sábato, Torcuato Di Tella, Norberto Galasso, Martín Balza, Eduardo Basualdo y Marcelo Saín, entre otros. Los 33 trabajos fueron presentados en un seminario organizado por el Ministerio de Defensa. El viernes 7 será presentado en la Feria del Libro.
Por Horacio Verbitsky *
La relación de los organismos defensores de los derechos humanos con las Fuerzas Armadas no ha sido voluntaria sino impuesta por las más terribles circunstancias: el secuestro por parte de personal militar de miles de jóvenes que nunca reaparecieron con vida. Este es el caso del origen del CELS, fundado en 1979 por Emilio Fermín Mignone y Augusto Conte. Ambos eran padres de jóvenes detenidos-desaparecidos por la práctica represiva de la última dictadura y debieron hacer un proceso personal que los llevó a un compromiso absoluto y a una reflexión en profundidad, que se extendió por el lapso que les quedaba de vida y que fue asumido por quienes los sobrevivimos. Ese camino lo recorrieron junto con sus compañeras de toda la vida, Angélica Sosa de Mignone y Laura Jordán de Conte, en compañía de los demás fundadores del CELS víctimas de la misma o similar tragedia, como Carmen Lapacó, Boris Pasik, Alfredo Galleti y José F. Westerkamp.
Durante los largos años de la dictadura, la tarea del CELS abarcó tanto las gestiones ante quienes detentaban el poder como la denuncia nacional e internacional de sus crímenes y la documentación detallada de cada caso. Esta actividad resultó fundamental como apoyo para el trabajo de la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) que visitó el país en septiembre de 1979 con el fin de investigar la de-saparición forzada de personas y sus responsables. Pero, además, permitió llegar a una reconstrucción de la estructura y la lógica del Estado terrorista de asombrosa precisión, como se vería después.
Mignone y Conte habían sido dirigentes políticos relevantes en la época previa al terrorismo de Estado y eran conscientes de la fragilidad de la vida democrática en el país antes del golpe de 1976. Por ello, con el colapso del último ciclo militar, el CELS participó en la tentativa de construir una democracia más sólida en comparación con ese período. Con esos fines, junto con los otros organismos de derechos humanos, aportó materiales que nutrieron a la labor de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP) en 1984 y de la Cámara Federal, que a partir de abril de 1985 juzgó a las tres primeras juntas militares. El CELS se planteó entonces hacer realidad la consigna que dio título al informe de la CONADEP y para ello se propuso incidir en la transformación de las Fuerzas Armadas y su forma de inserción en el aparato estatal. Por un lado exigió la separación de sus filas de quienes cometieron delitos de lesa humanidad, cuyo castigo procuró en los expedientes judiciales en que los abogados del CELS representaron a las víctimas y sus familiares. Pero al mismo tiempo planteó un cambio imprescindible en la formación de las nuevas promociones de oficiales y suboficiales.
Con estos objetivos, una de las tareas iniciales que asumió el CELS fue estudiar las listas de ascensos para sugerir a las autoridades políticas la no promoción de determinadas personas que tenían antecedentes de graves violaciones a los derechos humanos. El complejo mecanismo de ascenso de militares a los grados superiores articula a las Fuerzas Armadas, el Poder Ejecutivo, el Poder Legislativo y la sociedad civil. La aprobación o desaprobación de los ascensos militares es una decisión política de designación de funcionarios públicos.
Una práctica de la Comisión de Acuerdos a partir de 1993 es requerir información sobre el listado de militares propuestos para ascender al archivo de la ex CONADEP de la Secretaría de Derechos Humanos de la Nación, al CELS y a la Asamblea Permanente por los Derechos humanos (APDH). La Comisión solicita a estas instituciones que le remitan toda la información que posean sobre el desempeño de dichos militares. Los organismos de derechos humanos han participado de sesiones y audiencias públicas y han logrado que la Comisión de Acuerdos cite a declarar a testigos y produzca su propia prueba. Asimismo, el Ministerio de Defensa incorporó la práctica de adjuntar a las propuestas enviadas al Senado el legajo militar de los miembros propuestos. Esta información ha resultado de cabal importancia frente a la inexistencia de documentación oficial. De esta manera, el mecanismo de impugnación de ascensos militares se ha complejizado gracias a la participación de la sociedad civil y a las reformas tanto del reglamento del Senado en lo ateniente a la difusión y participación pública como de la información enviada por Defensa.
La posibilidad de impugnar los ascensos militares depende tanto de que exista un mecanismo institucional, como de la calidad y tipo de información con que se cuenta. Las limitaciones para recabar dicha información han estado determinadas por la clandestinidad y negación propias del terrorismo de Estado. De ahí la importancia de las acciones que han realizado los organismos de derechos humanos y las medidas posteriores para enfrentar los crímenes en el orden judicial, administrativo y político. Los organismos produjeron documentación sobre los crímenes en base a las denuncias de las víctimas. Durante muchos años, estos testimonios y archivos fueron la única información disponible. Y sin duda fue sobre la base de la información recabada por las organizaciones de derechos humanos que se construyó el relato de lo que era el terrorismo de Estado, del repudio a la dictadura y, con posterioridad, de la valoración de la democracia.
Las impugnaciones llevadas adelante por el CELS contrastaban con la actitud de gobernantes elegidos por el voto popular que no se decidían a ejercer la conducción de las instituciones armadas que la Constitución Nacional confiere al poder legalmente constituido. Los años ’80 pusieron de relieve la carencia de una política hacia las Fuerzas Armadas que separara de las filas castrenses a los oficiales consustanciados con prácticas de terrorismo de Estado. También mostraron un gobierno presionado por sucesivos levantamientos militares, que pactó con los sectores que pugnaban para poner fin a la posibilidad de hacer justicia por los crímenes de la dictadura. Además, ni el Poder Ejecutivo ni el Congreso realizaban consultas formales a los organismos de derechos humanos. Sólo algunos asesores parlamentarios lo hacían de manera informal. Sin embargo, como la prensa publicaba listados totales o parciales de los oficiales cuyos ascensos estaban en estudio, las organizaciones tomaban conocimiento de los nombres propuestos y enviaban los cuestionamientos al Congreso. Estas notas eran acompañadas de material documental, por lo general párrafos de testimonios o testimonios completos de sobrevivientes, artículos periodísticos y copias de documentos judiciales en caso de que estuvieran comprometidos con alguna causa. La debilidad del control sobre los uniformados y la inexistencia de una voluntad política por parte del gobierno para exigir autocrítica y cambios institucionales fue la característica central de esos años. Mientras que la CONADEP generaba pruebas para el esclarecimiento de los crímenes a través del juicio a los comandantes de las juntas militares, el gobierno radical esperaba que las Fuerzas Armadas realizaran su propia “depuración”. Esto no sucedió.
La tarea de monitoreo de los ascensos militares fue necesaria pero incompleta, porque una parte fundamental de los procedimientos represivos fue mantener en el anonimato a sus autores, aun al precio de colocar bajo sospecha a las instituciones militares en su conjunto. Los testimonios de los sobrevivientes y las investigaciones de civiles pero también de militares (como los hermanos Federico y Jorge Mittelbach y José Luis D’Andrea Mohr) permitieron un conocimiento extenso pero parcial del mapa represivo. Algunos ascendieron por decisión de un liderazgo político que no asumió la tragedia argentina en toda su dimensión y procuró conciliaciones inaceptables. Otros porque consiguieron pasar inadvertidos. Aun así, los grandes debates de opinión pública que varios de esos casos motivaron fueron de gran utilidad para que porciones cada vez mayores de la sociedad asumieran esta problemática que alguna vez fue exclusividad de las personas directamente afectadas e incluso dieron lugar al repudio de lo sucedido por parte de las nuevas conducciones castrenses.
Uno de esos debates tuvo lugar en la década de los ’90, cuando los procesos de ascensos militares muestran una mayor complejidad. Un cambio sustancial se produjo a partir de los acontecimientos desencadenados por el tratamiento de los pliegos de ascensos de dos conocidos represores de la Escuela de Mecánica de la Armada (ESMA): los marinos Juan Carlos Rolón y Antonio Pernías. El 28 de diciembre de 1993 publiqué en el diario Página/12 la información brindada por las víctimas y los familiares sobre la actuación de ambos. El gobierno de Carlos Menem los respaldó, pero cuando reconocieron en su descargo ante la Comisión de Acuerdos del Senado los métodos que utilizó la Armada para torturar, desaparecer y asesinar, se logró el freno de los ascensos. El caso desató un intenso debate en la opinión pública, que se prolongó hasta 1995, cuando el ex torturador Adolfo Scilingo, en reacción frente a lo que calificó como la “injusta” situación de los marinos Rolón y Pernías, declaró públicamente sobre la metodología sistemática de la Armada de arrojar prisioneros vivos al Río de la Plata. Scilingo confesó que ese método atroz había sido consultado con la jerarquía eclesiástica, que lo aprobó por considerarlo “una forma cristiana y poco violenta” de muerte. Al regreso de cada misión, los capellanes calmaban el escrúpulo de los participantes con parábolas bíblicas sobre la separación de la cizaña del trigo, pasando por alto que en la teología católica ésa no es una tarea de los hombres en el mundo sino de Dios en el Día del Juicio.
Este hecho promovió que el 25 de abril de 1995 el entonces jefe del Estado Mayor del Ejército, general Martín Balza, hiciera pública una autocrítica con relación a los crímenes de la dictadura, proseguida por otra similar del jefe del Estado Mayor de la Armada, Enrique Molina Pico. El caso de Rolón y Pernías, a casi diez años de vigencia del régimen constitucional, demostró que era posible frenar la carrera de los represores sin recibir como respuesta una sublevación militar y sin dañar con ello a las instituciones castrenses, sino todo lo contrario.
El agujero negro de la última dictadura necesitaba medidas de separación categóricas de una etapa histórica con respecto a otra. Era imprescindible librar del peso de las responsabilidades de quienes habían conducido las Fuerzas Armadas en ese período a quienes comenzaban la carrera militar. Actualmente quedan muy pocas personas en actividad que lo hayan estado en ese momento. Durante la dictadura eran muy jóvenes, recién egresaban de sus estudios militares. Este hecho implica tomar conciencia de la distancia cronológica que separa una época de otra.
Además de la tarea de análisis de los pliegos de ascenso militar, que se ha continuado hasta el presente, el CELS también ha respondido a pedidos originados en las Fuerzas Armadas. A comienzos de esta década, en marzo de 2001, 663 oficiales del Ejército interpusieron solicitudes de hábeas data donde requerían conocer qué información poseían la Secretaría de Derechos Humanos y los organismos acerca de ellos. El CELS aclaró que la ley 23.326 (de Protección de Datos Personales, comúnmente llamada Ley de Hábeas Data) no resultaba aplicable a la institución por no constituir un banco de datos destinado a dar informes. Sin embargo, fue la única organización que contestó, dentro de sus posibilidades, a ese requerimiento, porque comprendió que efectuar esa solicitud implicaba un paso adelante en el respeto a los procedimientos del Estado de Derecho y constituía un derecho de integración de los ciudadanos soldados en la democracia. Hubo otras entidades que lo rechazaron como si se tratara de la misma realidad de la década de los años ’70.
El CELS entregó la información recabada, de la cual se desprendía que menos del 1,5 por ciento del total de los militares que presentaron los pedidos estaban incriminados por graves violaciones a los derechos humanos: sólo nueve oficiales. Sin embargo, dentro de este porcentaje se encontraba el entonces jefe del Ejército, general Ricardo Brinzoni, debido a su responsabilidad por el fusilamiento de un grupo de detenidos políticos en 1976 en la provincia del Chaco, conocida como “Masacre de Margarita Belén”.
Por otro lado, esa tarea permitió que el CELS descubriera que Brinzoni había encomendado preparar los pedidos de hábeas data a un abogado que era uno de los máximos dirigentes del partido neonazi “Nuevo Triunfo”, Juan Enrique Torres Bande. Ese hallazgo no formaba parte del propósito inicial, pero contribuyó a reflexiones como: ¿Qué quieren de sí mismas las Fuerzas Armadas? y ¿cómo se insertan en una realidad nacional que va a ser durante muchos años de subordinación al poder civil y de democracia?
El CELS también participó en forma activa en el proceso que condujo a la nulidad de las Leyes de Punto Final y Obediencia Debida. En 1996 luego de la confesión del capitán Scilingo, su presidente, Emilio Mignone, consiguió que la Justicia declarara el derecho de los familiares de las víctimas a conocer lo sucedido a partir de la desaparición de sus seres queridos, por más que las leyes de impunidad impidieran castigar a sus responsables. Los juicios por la verdad se extendieron así a todo el país. Cuando el gobierno del presidente Carlos Menem y su Corte Suprema de Justicia adicta intentaron cerrar este proceso, el CELS patrocinó a su directiva Carmen Lapacó ante el sistema interamericano de protección a los derechos humanos y consiguió que no se paralizaran esos juicios. También aportamos documentos y testimonios al proceso iniciado en España por el fiscal Carlos Castresana y el juez Baltasar Garzón, que redundó en la solicitud de extradición de un centenar y medio de represores. En 1998, año del cincuentenario de la Declaración Universal de los Derechos del Hombre, la Justicia española también detuvo en Londres al ex dictador chileno Augusto Pinochet. Devuelto a Chile, el Senado lo privó de su inmunidad y comenzó una causa judicial en la que fue procesado y que no concluyó por su muerte. Esto reactivó en la Argentina las causas por el saqueo de bienes y la apropiación de bebés de las personas detenidas desaparecidas, delitos que no habían perdonado las leyes de impunidad. En 2000, ex miembros de las Fuerzas Armadas argentinas habían sido condenados en Italia, Francia y Estados Unidos, y había procesos abiertos en Alemania y España. Los juicios por la verdad se habían extendido a todo el país y medio centenar de altos mandos estaban bajo arresto por saqueo de bienes y apropiación de bebés. El CELS consideró que no quedaban razones jurídicas, éticas, políticas, nacionales ni internacionales para que subsistieran las leyes de impunidad y ese año solicitó su nulidad a la Justicia en un caso paradigmático. Dos ex policías federales estaban detenidos por la apropiación de una criatura, hija de detenidos desaparecidos, pero no era posible procesarlos por el secuestro, tortura y ejecución clandestina de sus padres. Con la autorización de las Abuelas de Plaza de Mayo que llevaban el caso, el CELS se presentó en esa causa. Faltaba un año para el 25º aniversario del golpe de 1976 y era previsible que la intensa movilización social equilibrara las presiones de los poderes fácticos y permitiera a los tribunales fallar de acuerdo a derecho. Así fue, y en marzo de 2001 el juez federal Gabriel Cavallo fue el primero en declarar nulas esas leyes. Lo siguieron otros magistrados en el resto del país, varias cámaras federales y el Procurador General en un dictamen ante la Corte Suprema de Justicia. Ese era el cuadro de situación en mayo de 2003 cuando asumió el presidente Néstor Kirchner, el primero que no se opuso a ese proceso impulsado desde la sociedad civil. En 2005 la Corte Suprema de Justicia confirmó el fallo de Cavallo.
Por supuesto, los juicios a los responsables de los crímenes de lesa humanidad, reactivados entonces, son una forma imprescindible para permitir esa escisión, esa distancia entre dos etapas, pero no son la única. Afortunadamente, tanto en el gobierno nacional presidido por Cristina Fernández de Kirchner, como específicamente en el Ministerio de Defensa dirigido por Nilda Garré, hay conciencia respecto de este hecho. Asimismo, que se haya delimitado claramente la diferencia entre defensa nacional y seguridad interior, por obra de distintas fuerzas políticas que coincidieron en el Parlamento para sancionar las Leyes de Defensa Nacional, Seguridad Interior y de Inteligencia Nacional, implica que la confusión entre estos conceptos sea patrimonio del pasado. Estas leyes plasmaron un marco normativo que buscaba “privilegiar la defensa nacional como ámbito exclusivo de organización y funcionamiento de las Fuerzas Armadas, reformular sus misiones y funciones institucionales, y desarticular el conjunto de prerrogativas legales e institucionales que detentaban en materia de seguridad interior”.
Sin embargo, la ausencia de reglamentación de estas leyes otorgaba un margen para diversos proyectos que intentaban avanzar sobre la distinción entre seguridad interior y defensa. Un caso notable fue el de la realización de actividades de inteligencia interna en la Base Naval Almirante Zar en Trelew, provincia de Chubut, que involucró a altos funcionarios de la Armada, denunciado por el CELS en 2006. Este hecho promovió la reglamentación del Sistema de Inteligencia de la Defensa y del segundo párrafo del artículo 16º de la Ley de Inteligencia Nacional, que colocó definitivamente bajo la órbita del Ministerio de Defensa las actividades de inteligencia de las Fuerzas Armadas.
La sanción de la normativa que rige la diferencia entre roles de defensa y de seguridad interior planteó un nuevo ámbito de trabajo para el CELS. La sistemática intervención de las Fuerzas Armadas en cuestiones de política interior durante gran parte del siglo XX tuvo un alto costo en materia de violaciones a los derechos humanos y un legado de cultura autoritaria que penetró las instituciones del Estado. Por esta razón, se planteó un trabajo constante destinado a monitorear el cumplimiento de las normas que vedan cualquier rol militar en cuestiones de seguridad o política interior. Este trabajo se volvió particularmente importante a partir de la segunda mitad de la década del 1990 y cobró fuerza luego de los atentados terroristas del 11 de septiembre de 2001 en Estados Unidos. Los cuestionamientos más serios a la normativa sostuvieron que era ineficaz para enfrentar las denominadas “nuevas amenazas” tanto a nivel global como regional. Estas fueron definidas como el conjunto de riesgos y situaciones conflictivas no derivadas de los conflictos interestatales, limítrofes-territoriales o de competencias por el dominio estratégico. Esta “nueva agenda” incluiría desde el narcotráfico hasta el terrorismo, tomando también problemas de naturaleza social, política o ambiental. El impacto de este cambio de paradigma a nivel local llevó a que algunos sectores propusieran involucrar a las Fuerzas Armadas en acciones de contención de la crisis social. La propuesta de rever los límites de defensa y seguridad estuvo ligada a los intentos de otorgarle a las Fuerzas Armadas un rol de interlocutores políticos. Pretensión que se acrecentó entre los años 2001 y 2003 a medida que los juicios por violaciones a los derechos humanos tomaron un nuevo impulso y los sectores más conservadores de las Fuerzas trataron de recuperar un rol que asegurara la impunidad de los responsables.
La utilización de concepciones laxas y ambiguas de seguridad y de defensa y la asignación de tareas sociales para las Fuerzas Armadas en democracia conllevan un alto riesgo de violación de derechos fundamentales y pueden alterar la subordinación al poder civil. En términos generales, porque la capacitación, la lógica de acción y de eficacia de las Fuerzas Armadas es la opuesta a la que se necesita en seguridad. La indiferenciación de estas dos concepciones era para los militares argentinos la conclusión normal de un proceso que abarcó prácticamente sesenta años del siglo XX. A diferencia de lo sucedido en otros países de la región, los sectores económicos y sociales dominantes fueron incapaces de transformar su hegemonía y su prestigio social en poder político por medios democráticos. Esta incapacidad de las clases dominantes argentinas coincidió con el agotamiento del proceso de liberalismo político de fines del siglo XIX y con el fin de enfrentamiento con la Iglesia católica iniciado en 1884 por su resistencia a la secularización de la sociedad.
A comienzos del siglo XX, ese liberalismo que exaltó los valores del laicismo y el constitucionalismo liberal y confrontó por ello con el antiguo régimen se encontró sin discurso para enfrentarse con las nuevas tendencias mundiales y con la gran crisis que se manifestó con la fallida revolución bolchevique de 1905 y la exitosa de 1917. Convergieron entonces la incapacidad de esa clase para expresarse democráticamente dentro de un sistema institucional y el rechazo que, por razones dogmáticas, la Iglesia católica aún conservaba hacia la concepción de soberanía popular, que se oponía a aquella del origen divino del poder. Por un lado, sectores económicos que no podían llegar al poder por la vía electoral y, por el otro, un discurso de legitimación y justificación que derivó en una visión paranoica, perfeccionada más adelante por la doctrina contrarrevolucionaria francesa que ha tenido una influencia enorme en la Argentina, superior a la alcanzada en la mayoría de los lugares del mundo.
La Argentina vivió la formación de un nacional catolicismo que no produjo una guerra civil como la española de 1936-1939, pero que marcó a fuego nuestra vida política social y cultural. Entre 1930 y 1990, hubo más gobiernos originados en las botas que en los votos, por lo menos un golpe militar por década y golpes dentro de cada golpe. Esto ocurrió a partir de la utilización de las Fuerzas Armadas y su constitución en Partido Militar por parte de los sectores dominantes y la jerarquía católica y se reforzó después del golpe de 1955 con un adoctrinamiento intensivo de las Fuerzas Armadas. Esa doctrina, forjada en la guerra de Argelia por el Ejército y la inteligencia franceses, fue rechazada en ese país por la jerarquía católica conducida por el arzobispo francés y obispo castrense cardenal Maurice Feltin, ya que consideraba anticristiana la tortura y el asesinato de oponentes políticos. En cambio, en la Argentina esa doctrina fue introducida por el presidente del Episcopado y obispo castrense Antonio Caggiano y continuada por quien lo sucedido en ambos cargos, el arzobispo de Paraná, Adolfo Servando Tortolo.
El remedio a estas consecuencias es el camino en el que la Argentina está empeñada en este momento: el de promover reformas institucionales con sentido democrático en el ámbito castrense y el de respetar el rol militar pero con definiciones precisas sobre cuál es su función, bajo la conducción del poder civil. Es por ello que otro eje de trabajo para el CELS es la demanda de un rol activo por parte de las instituciones gubernamentales encargadas del control sobre las Fuerzas y la concreción de reformas institucionales con sentido democrático. El CELS se ha pronunciado a favor de realizar dichas reformas en temas como educación, mecanismos de evaluación de cargos y libertad religiosa, y ha puesto especial énfasis en los mecanismos de aplicación de sanciones, procedimientos de la justicia militar y tribunales de honor.
También el CELS tuvo una posición clara frente a dos episodios que han sido muy conmocionantes en los últimos años. Uno fue la propuesta realizada al ex presidente Néstor Kirchner de retirar los cuadros de los represores Jorge Rafael Videla y Reynaldo Benito Bignone del Colegio Militar de la Nación. Si bien hubo quienes recibieron esa propuesta en forma negativa, su intención era en beneficio de las Fuerzas Armadas, porque ese acto simbólico revestía una carga poderosa para marcar el deslinde entre un pasado inadmisible y un presente que debía ser distinto.
El otro episodio fue la construcción del Espacio para la Memoria y para la Promoción y Defensa de los Derechos humanos donde funcionaba la ESMA. El CELS fue el único organismo de derechos humanos que propuso que de esas diecisiete hectáreas y cuarenta edificios sólo se tomaran el Edificio Central, las columnas y el altillo donde funcionaron los sectores conocidos como “Capucha” y “Capuchita”. En el resto del espacio, se consideró que se debía dar continuidad a las actividades navales. La idea rectora de esta propuesta era que, de este modo, la Armada de hoy le rendiría homenaje a las víctimas de la Armada de ayer, y esto no sólo sería una reivindicación para las víctimas de la dictadura sino que también implicaría un proceso formativo para los integrantes presentes y futuros de la Fuerza. Han pasado seis años de ese debate. Tal vez, si hoy se replanteara esa discusión, la posición del CELS ya no quedaría en rotunda minoría, porque parece haberse fortalecido la comprensión de la necesidad que los ciudadanos soldados sean incorporados a la sociedad de una manera distinta y que sus instituciones puedan librarse de ese peso heredado.
El indeclinable trabajo de los organismos defensores de los derechos humanos y el pueblo argentino ha logrado que la impunidad y el olvido no tengan ya lugar en nuestro país. Nos sentimos orgullosos de contribuir a juzgar las responsabilidades del pasado porque esto permite enfrentar el desafío de construir instituciones militares para la democracia. Pero esa democratizacion también implica, fundamentalmente, afirmar los derechos del presente y el futuro para quienes hoy integran las Fuerzas Armadas de la Nación.
* CELS. Periodista y escritor. Este texto está extractado del publicado en el libro La construcción de la Nación Argentina. Fueron eliminadas las notas al pie.
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