Lunes, 17 de mayo de 2010 | Hoy
EL PAíS › ENTREVISTA CON EL FILóSOFO ERNESTO LACLAU, AUTOR DE LA RAZóN POPULISTA
Laclau sostiene que el proceso político en Argentina tiende hacia “un sistema relativamente estable” dividido en dos ejes, centroizquierda y centroderecha. Critica “la parlamentarización del poder” y aboga por presidentes fuertes como motor del cambio en Latinoamérica.
Por Javier Lorca
Aunque hace más de tres décadas vive en Inglaterra, cada mañana Ernesto Laclau cumple con el rito de leer los principales diarios argentinos para seguir de cerca la política nacional. “La Argentina está evolucionando hacia una polarización dentro de un sistema institucional”, dice en esta entrevista, pero aclara que no cree que, por lo menos por ahora, las identidades mayoritarias se ordenen alrededor de la dicotomía kirchnerismo/antikirchnerismo. Con una mirada macro sobre la situación latinoamericana, y con afán polémico, aboga por “presidencialismos fuertes” para enfrentar los avances conservadores a través de “la parlamentarización del poder”.
–¿Las identidades políticas hegemónicas hoy en Argentina están configuradas en torno del eje kirchnerismo-antikirchnerismo? ¿Por qué?
–No creo que las identidades hayan llegado a constituirse en torno de ese eje, porque el kirchnerismo todavía no ha logrado crear una frontera interna en la sociedad argentina que divida al campo popular del otro campo. El peronismo clásico dividía a la sociedad en esos términos, el chavismo en Venezuela y Evo en Bolivia dividen a la gente en esos términos. El kirchnerismo no ha llegado al punto de cristalización de una identidad popular que divida a la sociedad de esa manera, aunque hay indicios de que el proceso está avanzando en ese sentido. Pero es un proceso que no está cerrado.
–¿Por qué se están produciendo esos indicios?
–¿En qué sentido?
–Por ejemplo, algunos discursos relacionan ese proceso con una voluntad belicosa del kirchnerismo, otros...
–Esa idea de una voluntad belicosa del kirchnerismo se liga a la idea de que hay un autoritarismo kirchnerista. Es un discurso frecuentemente presentado por la derecha, la idea de que hay una tendencia autoritaria en los regímenes populistas latinoamericanos. Mi respuesta es que, si hay un peligro de deriva autoritaria en los regímenes políticos latinoamericanos, esa deriva no está dada por el populismo sino por el neoliberalismo. Un régimen autoritario fue el de Pinochet en Chile, que fue la forma para que el programa de ajuste de los Chicago Boys fuera implementado. Un régimen autoritario fue el de Videla, la condición necesaria para aplicar el plan de Martínez de Hoz. Ahí es donde hay que buscar el peligro del autoritarismo, y no en los populismos, que han sido regímenes que han intentado incorporar a las masas y no han afectado las bases del sistema institucional.
–¿Hacia dónde cree entonces que va el proceso político nacional?
–El espectro político tiende a la polarización, pero la polarización no ha encontrado su límite ni su forma definitiva. La Argentina está evolucionando hacia una polarización dentro de un sistema institucional. Puede parecer un poco optimista, pero creo que es así. De a poco se está llegando a una situación de un país vivible, con un sistema político relativamente estable, en el que va a haber un centroizquierda y un centroderecha. De un lado y de otro va a haber también unos loquitos marginales. Por centroderecha estoy pensando que podría crearse un espectro opositor viable electoralmente, un tándem entre –menciono nombres tentativos, sólo como ejemplo– Ricardo Alfonsín y Hermes Binner. Me dirán que Binner no es de derecha; claro que su ideología no es de derecha, pero muchas veces una fuerza política puede jugar un papel estabilizador dentro del statu quo aunque su ideología no corresponda exactamente. Por ejemplo, el Partido Comunista era parte de la Unión Democrática de 1946. En la Argentina actual pienso que la derecha galopante no va a poder presentar una fórmula política viable, entonces puede mover su apoyo hacia una formación de centroderecha. Más a la derecha, puede haber figuras como Lilita Carrió o gente así, que va a representar un papel marginal, sin significación.
–¿Y del otro lado?
–En el centroizquierda, la única opción viable es el kirchnerismo. Con una transversalidad real y creíble –no como la que llevó a Cobos–, el kirchnerismo puede ser un factor aglutinante. Como con Carrió a la derecha, también habrá fórmulas de izquierda aberrantes. Mucho me temo que mi viejo amigo Pino Solanas está representando ese papel. Ahora, si llegáramos a un sistema político con una fuerza de centroizquierda y una fuerza de centroderecha, que configuraran el espacio del poder, la Argentina podría tener un sistema institucional bastante estable. Siempre los sistemas políticos oscilan entre las fuerzas institucionalistas, que tienden a mantener las relaciones de poder, y las fuerzas del cambio. Si el centroderecha gana las próximas elecciones, en ese caso las fuerzas del statu quo habrán predominado sobre las fuerzas del cambio, que han sido representadas por el kirchnerismo.
–¿Por qué sostiene que los presidencialismos fuertes son condición necesaria para el cambio en América latina y, por otro lado, que la parlamentarización de lo político es una modalidad de intervención conservadora?
–El antipersonalismo ha sido una línea de apelación a la derecha. Fue la línea que se opuso a Yrigoyen y a Perón. Hay una tradición por la cual el antipersonalismo y el antipopulismo son las formas a través de las cuales la derecha se va consolidando. El problema fundamental es que, cuando se da una ruptura, se precisa una cristalización simbólica, ideológica, que no está dada por las meras fuerzas que participan. Si pensamos en la crisis de la IV República en Francia, ahí había un sistema parlamentario donde las elites habían llevado el país al borde del caos y se necesitó la cristalización simbólica alrededor de la figura de De Gaulle para fundar la V República y un sistema viable de poder; ahí el momento del personalismo jugó un papel decisivo en la solución de la crisis. En América latina creo que vamos a tener regímenes presidencialistas fuertes como una posibilidad de cambio, porque cualquier régimen que sea una democracia diluida en una pluralidad de fracciones es incapaz de, como dirían los ingleses, delivering the goods (N.de la R.: entregar la mercadería, cumplir los compromisos). Todo régimen político democrático está en un punto intermedio entre el institucionalismo puro, que sería la parlamentarización del poder, y el populismo puro, que sería la concentración del poder en manos de un líder. Siempre ese espacio intermedio va a tener que jugar en las dos puntas. Pero en América latina, más que en Europa, el momento presidencialista, el momento populista, va a ser más fuerte que el otro.
–¿Cómo concilia esta apuesta al presidencialismo con los ideales pluralistas de la democracia, que parecen mejor representados por la diversidad de voces que admite el Congreso?
–El pluralismo se puede dar a nivel de las bases democráticas de un sistema, pero ese pluralismo no necesariamente coincide con el pluralismo del parlamentarismo, porque un poder parlamentario puede ser un parlamentarismo basado en formas clientelísticas de la elección de diputados o senadores. Esas formas clientelísticas pueden ser muy poco democráticas. Un ejemplo: si existe una demanda concreta de un grupo local sobre un tema como transporte y la municipalidad la niega, hay una demanda frustrada. Pero si la gente empieza a ver que hay otras demandas en otros sectores y que también son negadas, entonces empieza a crearse entre todas esas demandas una cierta unidad y empiezan a formar la base de una oposición al poder. En cierto momento es necesario cristalizar esa cadena de equivalencias entre demandas insatisfechas en un significante que las significa a ellas como totalidad: es el momento de la ruptura populista, cuando la relación líder-masa empieza a cristalizar. Pero hay todo un renglón intermedio que es el momento parlamentario. Ese momento muchas veces opera sobre bases clientelísticas y puede tratar de interrumpir la relación populista entre masa y líder. Cuando ocurre, entonces tenemos a un poder parlamentario, antipersonalista, que se opone a la movilización de bases. Por eso, no hay que pensar que la parlamentarización del poder significa una tendencia más democrática, puede significar lo opuesto: el ahogo de las demandas democráticas a través de los estratos intermedios que, de una forma corporativa, administran las instituciones.
–Un poder presidencial fuerte sería, desde esa perspectiva, un fenómeno coyuntural y necesario para producir un quiebre: ¿no sería luego difícil delimitar cuándo ese cambio ya se produjo y la apelación al líder se vuelve innecesaria?
–Es muy difícil decir cuánto debería durar, diría que por todo un período histórico. No necesariamente es antidemocrático. Nyerere lideró un régimen en el cual hubo amplia participación democrática (N. de la R.: en Tanzania). Pero la experiencia de Mugabe llegó a un efecto completamente diferente (N. de la R.: en Zimbabwe). ¿Hasta cuándo y cómo? No lo sé. Pero sí soy partidario hoy en América latina de la reelección presidencial indefinida. No de que un presidente sea reelegido de por vida, sino de que pueda presentarse. Por ejemplo, por el presente período histórico, sin Chávez el proceso de reforma en Venezuela sería impensable; si hoy se va, empezaría un período de restauración del viejo sistema a través del Parlamento y otras instituciones. Sin Evo Morales, el cambio en Bolivia es impensable. En Argentina no hemos llegado a una situación en la que Kirchner sea indispensable, pero si todo lo que significó el kirchnerismo como configuración política desaparece, muchas posibilidades de cambio van a desaparecer.
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