Sábado, 3 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Lucas Arrimada *
Los jugadores, el juego. Una de las características más salientes de la política de esta mitad de año es la decisión de concederle al Poder Judicial un rol privilegiado en el juego político: árbitro de procesos políticos e institucionales. Los tribunales son el ámbito elegido por diversos sectores para conseguir respuestas fuera de la esfera política. En definitiva, se decide judicializar la política.
Podemos pensar que hay aspectos positivos de la judicialización. Resulta positivo que la política adopte las reglas del derecho para resolver ciertos problemas, porque éste puede ser –a veces– un buen inhibidor de conflictos explosivos. Además, la democracia contiene implícitos ciertos derechos y por ello el Poder Judicial junto con la política mayoritaria –legislativa o ejecutiva– interactúan constantemente. Los jueces han intervenido en temas como el divorcio, el consumo de estupefacientes y el matrimonio de personas del mismo sexo, todos de forma positiva incluso en sus impactos modestos.
A pesar de ello, su intervención no es siempre oportuna. Judicializar el conflicto político es postergar su resolución y quitarle el protagonismo y el poder de decisión a los que luchan en el espacio público. Lo judicial pone entre paréntesis a la política pero después la política reaparecerá.
La vía judicial no es menos violenta ni represiva por estar cubierta por la supuesta “legitimidad” de la legalidad ni menos problemática cuando el gobierno debe reconocer un derecho político básico de la democracia: el derecho de protestar como acción política inherente a la democracia.
Es una decisión política canalizar los conflictos judicialmente. Traducirlos al lenguaje del Poder Judicial puede ser cambiar de juego, no sólo de lenguaje. En estos casos, los jugadores deciden disponer que los jueces estén en el medio del juego como árbitros, aunque los jugadores son los reales protagonistas del juego. Con sus prácticas y decisiones de judicializar, los jugadores parecen no darse cuenta de algo clave: correr al árbitro, denunciando el offside republicano o el penal destituyente, y dejar de correr tras la pelota con sed de gol y mirando al arco contrario es apostar a ganar por las reglas del juego, no jugando.
En todo juego hay momentos tácticos pero también hay momentos de verdadero juego, de acción política no preconfigurada, donde la gambeta, la inigualable combinación de pasión e inteligencia lúdica, hace que los jugadores realmente vivan el juego. La judicialización implica la interrupción del juego o su reducción a tácticas de pizarrón legal.
La judicialización de la política, en la mayoría de los casos, implica empobrecer el juego político. A veces, puede resultar inevitable, pero que se consolide como práctica no resulta propio del jogo bonito. La judicialización demuestra el fracaso de la política democrática y los déficit de esa práctica en las instituciones y fuera de ellas. Consolidarlo como recurso, habla de cierta incapacidad de jugar con los árbitros en un segundo plano.
El árbitro arbitrario. Lo que hace a una decisión autorizativa más legítima es que sea producto de una política inclusiva, de diálogo y de negociación pública y razonable entre las partes. La decisión se vuelve más inestable cuando ese proceso se suplanta por la decisión de un tercero supuestamente independiente que la impone desde arriba. Judicializar la respuesta de la política no la hace más legítima, ni siquiera menos política. El Poder Judicial no puede ser llamado –como en tantas veces– Justicia si su utilización es instrumental. Un mero medio legal con el fin de alcanzar una respuesta política edulcorada, despolitizada. Nadie nos explica cómo personas (abogados o técnicos) que son elegidos de ternas no vinculantes por el Ejecutivo y con el acuerdo (mágico o celestial) del Senado se transforman en seres imparciales, ajenos al conflicto político y a la puja de poder. Es más, la idea de independencia –u objetividad– de las instituciones como los tribunales, el Banco Central y agencias administrativas nos suele generar más dudas que certezas.
En el peor escenario, cuando el Poder Judicial está en el medio de sospechas de parcialidad por sectores tanto de la oposición y/o del oficialismo, es más peligroso aún judicializar porque las partes tampoco parecen aceptar al árbitro como autoridad. Se politiza al árbitro. Se piensa que el árbitro hace mitad del gol cuando concede un polémico penal o lo impide cuando no suena su silbato. Cuando en política se apela al árbitro, significa pensar que la mejor decisión será aquella ajena a las partes, lejana, distante y superior.
Es al menos extraño que en momentos en los que la política parece haber retomado algo de su sentido en sectores partidarios y en parte de la sociedad, tanto el Gobierno como la oposición en lugar de intensificar el espacio público decidan llevar el conflicto a la esfera judicial, donde los conflictos políticos se despolitizan y se deciden sin la –siempre perfectible– publicidad, legitimidad y autoridad política que incluso la –imperfecta– democracia institucional y la política de acuerdos razonables permiten alcanzar.
* Profesor de Derecho Constitucional (UBA-Conicet).
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