Lunes, 12 de julio de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Eduardo Aliverti
Lo siguiente es un encadenamiento de situaciones y opinión cuyo resultado, si se quiere, opera más por el default de algunos cuantos personajotes que en función de sesudos análisis informativos. El momento argentino es apto para, de vez en cuando, animarse a prescindir de ciertas rigurosidades profesionales. O mejor dicho, para acompañarlas de lo obvio.
Por ejemplo, se supone que a nadie, en la sociedad civil, le desvela mayormente lo que vaya a ocurrir con la disputa por el matrimonio entre personas del mismo sexo. Uno imagina que el debate está bueno para ocupar tiempo en pasajes de discusión de familia o café. Es elemental figurarse o protagonizar polémicas en las que habrá horrorizados porque los homosexuales puedan casarse y adoptar. Y gente más superada que advertirá la necesidad de que cada quien, además del derecho a hacer de su culo un pito, tenga franquicias legales idénticas a los hetero. De ahí, para arriba y para abajo, lo que venga. Pero después, comúnmente, terminan todos en cómo les va en la vida y eso lo pauta la marcha económica general y particular; y se dan cuenta de que el casamiento homosexual es nada más que un entremés. Uno coincide con eso, visto desde cuál es su incidencia concreta en las relaciones sociales. En la interpretación política, por el contrario, ese aperitivo aparece sustanciado por gente como el cardenal Bergoglio, quien advierte que se trata de “una guerra contra Dios”, y los homosexuales una obra del demonio. ¿Por qué el jefe de la Iglesia Católica argentina no habla de lo mismo en la oportunidad permanente de sus sacerdotes pedófilos? No se ha visto que algún dignatario eclesiástico reaccionara con semejante vehemencia frente a las andanzas del padre Grassi, ya que estamos. Sólo para obviar que la Curia, tan sacrosanta y ajena a los conflictos políticos terrenales, acaba de presentar un documento con lo más santificado de la derecha peronista, y el concurso de radicales varios. El propio Bergoglio, junto con figuras como Roberto Dromi y otros arquitectos de los gobiernos de Menem, De la Rúa y Duhalde, convocan en ese libelo a rescatar la Nación cual comunicado número uno de la Junta Militar. El debate acerca del “matrimonio gay” y su pobre alcance, sobre las turbaciones prioritarias del grueso determinante de esta sociedad, se convierten así en un reflejo de las intentonas más reaccionarias. Pretenden casi una remake de la Laica o la Libre que, en derredor del sistema educativo, dividió al país durante el gobierno de Frondizi. Les falta hablar del tirano prófugo, que en su versión remozada vienen a ser las carteras y los zapatos de la yegua montonera de Cristina, y echamos los fideos.
Un poco más cercano a las inquietudes del común, también se supone, es la polémica acerca del 82 por ciento móvil para los jubilados. Un tema capaz de poner en aprietos al kirchnerismo porque, más allá de que ahora lo levante la derecha para correrlo por izquierda, es una reivindicación histórica cuya justeza no puede negarse. La negativa gubernamental a discutirlo, bajo amenaza de que estallaría el esquema previsional, oculta en parte el señalamiento de otros números. Los proyectos de la oposición se centran en que la plata puede salir casi con tranquilidad del flujo corriente de los aportes, lo cual es un disparate por donde quiera mirárselo. Sea por el volumen de dinero que proviene del sistema (alrededor del 60 por ciento, no más, procede de aportes y contribuciones puros); por la relación entre activos y pasivos, que se redujo en forma considerable; o –precisamente– por el agregado de 2,4 millones de beneficiarios, gracias a la moratoria, hablar con semejante desparpajo de lo fácil que sería satisfacer el 82 por ciento es de una liviandad repugnante. Eso no quita que sí sea válido aceptar el convite en torno de cuál podría ser un origen de fondos genuinos, quizá no para llegar al paraíso previsional de Luxemburgo pero sí en dirección a continuar mejorando el ingreso jubilatorio. Involucra cuestiones que este Gobierno tiene como deuda; por caso, la regresividad del sistema impositivo. Tampoco puede obviarse la rebaja de las cargas patronales, dispuesta en 1993 por el inolvidable –cabe creer– Domingo Cavallo. Sobre tales aspectos no se escucha a, entre otros, la neo-trotskista Elisa Carrió, quien llama a no pagar deuda externa para mantener unos cinco millones de jubilados. Y ése sí que es un problema, porque lo inverosímil de los quién convierte al debate en irrisorio y lo priva, justamente, de la profundidad que en efecto podría poner al oficialismo en apuros.
El bloque opositor, en cambio, no pudo ponerse de acuerdo sobre la rebaja de las retenciones agropecuarias. Aquí también jugó Carrió, pero para esto en sentido inverso al de su llamado a la revolución socialista. Junto con radicales, pejotistas disidentes, macristas, se invitó al festín de bajar a un 25 por ciento la alícuota sojera y, directamente, eliminar los derechos de exportación para maíz, trigo, girasol y sorgo. Pero salieron a cruzarlos, desmintiendo el principio de arreglo, agrodiputados radicales e incluso dirigentes de la Federación Agraria, quienes ahora se acordaron de plantear una escala de retenciones propia para no perjudicar a los pequeños y medianos productores. El proyecto de lo que se conoce como Grupo A tiene una fuerte conexión simbólica con el del 82 por ciento móvil, porque elude con idéntica irresponsabilidad el agujero monumental que se produciría en las arcas públicas. Todo forma parte de la desesperación por fijar agenda que asalta al conjunto opositor desde, se diría, el alerta producido por los festejos bicentenarios. Unido a las encuestas, que tomada cual fuere muestran un repunte del kirchnerismo, el Mundial sólo impuso una pausa relativa en esa búsqueda de figuración. Ya se había registrado la foto de unidad del espacio peronista de derecha. En el Congreso avanzaron con la modificación del Consejo de la Magistratura. El martes pasado se juntaron Cobos y el hijo de Alfonsín, para dejar estipulado que la UCR irá con un solo candidato en las próximas elecciones. Y el jueves, no importa demasiado si como producto de otra de las tantas operaciones mediáticas, surgió el trascendido de la fórmula Duhalde-Reutemann. Para variar, el santafesino mandó decir que de ninguna manera está pensando en eso; pero, claro, en realidad nunca se sabe lo que piensa. Por lo tanto, hay que tomarlo como que dejó correr. Igual que Duhalde, de cuyo entorno habría surgido la versión para que él mismo la desmienta cubriendo dos flancos: evitar enojos de los otros candidateables y a la vez plantar el globo de ensayo. Mientras tanto se fue a España para reunirse con Aznar, en compañía de Roberto Lavagna: otro al que hacen sonar como candidato a algo, que también lo desmiente y que es igualmente funcional a la necesidad de mostrar algo.
Hay definiciones que son remanidas y no por eso menos precisas. Una de ellas es que, a veces, basta con ver quiénes se paran en una vereda para saber que lo mejor, o lo menos malo, es cruzar la calle. Para protegerse, aunque sea.
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