Lunes, 2 de agosto de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por José Natanson
With the lights out, it’s less dangerous
Here we are now, entertain us
I feel stupid and contagious
Here we are now, entertain us
“Smell like teen spirit”, Nirvana
Ricardo Alfonsín se deja fotografiar abrazado a Julio De Vido. Elisa Carrió responde: “Así no se puede, sólo falta que yo me case con el Gordo Valor”. Los seguidores de Julio Cobos, que hasta donde sabemos sigue siendo vicepresidente, acusan a Alfonsín de estar demasiado cerca del Gobierno. Margarita Stolbizer lo defiende. Más tarde, Carrió dice que Hermes Binner es “ambiguo”. Los radicales lo defienden. En la otra punta, los legisladores porteños que responden a Francisco de Narváez critican a Mauricio Macri, Eduardo Duhalde descarta una alianza con el PRO y la ciudad se empapela con las candidaturas de Felipe Solá, Alberto Rodríguez Saá y Mario Das Neves.
Constelación fluida de estrellas, dinámica de minimovimientos permanentes, la oposición se parece un poco a esos bailes de la aristocracia victoriana que se ven en las películas de época –por ejemplo en la versión de Joe Wright de Orgullo y prejuicio, con Keira Knightley en la cumbre de su belleza–, esos valses que incluyen una intrincada serie de danzas y contradanzas, cambios de parejas y enganches para que, al final, todos terminen más o menos en el mismo lugar en el que estaban.
Pero no siempre fue así. En los dos grandes ciclos políticos vividos desde la recuperación de la democracia, la oposición pasó de una situación de debilidad y desconcierto a una de fortaleza, que le permitió construirse como alternativa y finalmente ganar las elecciones. Durante el alfonsinismo, el peronismo tuvo que sacudirse los resabios de violencia, democratizarse internamente y transformarse en un verdadero partido para después, resuelta la interna Menem-Cafiero, derrotar a la UCR. Durante el menemismo, la oposición debió superar la división post Pacto de Olivos, que logró con la formación de la Alianza, para más tarde construir una alternativa serena que garantizara la continuidad del principal avance de aquellos años (la estabilidad económica).
¿Por qué ahora, en el tercer “ciclo largo” de nuestra democracia, la oposición parece un vals victoriano? Mi impresión es que hay varios motivos convergentes, el primero de los cuales es, por supuesto, la crisis de representación que estalló en 2001. Como ya señalamos en esta columna, la política está sufriendo un proceso de transformación radical cuyo inicio en la Argentina puede situarse en las cacerolas y piquetes de aquel diciembre, cuando se hizo patente la desafección ciudadana (en el sentido de una mayor distancia entre representantes y representados), la crisis de los partidos como grandes organizadores de la competencia política y el debilitamiento de las identidades políticas tradicionales. En palabras del politólogo francés Bernard Manin, no se trata de cambios circunstanciales ni reversibles, sino de una mutación de largo aliento, una “metamorfosis de la representación”.
Esta tendencia, un fenómeno mundial comprobable en casi todas las latitudes, no se refleja del mismo modo en todos lados. En Argentina persisten subsistemas políticos con formatos muy tradicionales, de un añejo bipartidismo, con partidos sólidos y hasta a veces una vida interna muy activa (en Jujuy, Chaco, Río Negro), junto a distritos de características más feudales, con caudillos que concentran porcentajes de votos a la cubana (Santiago del Estero, Formosa). Hay también provincias en donde el bipartidismo se ha ido quebrando gradualmente por la emergencia de terceras fuerzas de centroizquierda, como sucede por ejemplo en Santa Fe, cuyo parecido con Uruguay –por cantidad de habitantes, estructura económica y cultura política– es notable también en este punto. Y, por último, los distritos más expuestos a la “nueva política”, entre los cuales sobresale sin dudas la Capital, donde los partidos tradicionales desempeñan un rol muy secundario y donde la preeminencia del formato mediático personalizado es casi total.
Y así como la metamorfosis de la representación impacta de manera diferenciada en cada provincia, en el orden nacional se refleja de modo distinto de acuerdo con el espacio político del que se trate. El universo no peronista sufre de manera más clara el impacto de estas tendencias. Esto se explica, en primer lugar, por su responsabilidad en la crisis del 2001, cuya salida quedó a cargo del peronismo menos por una cuestión institucional que por una simple ecuación de poder. Como se sabe, el poder no es un absoluto sino una relación, y es lógico que cuando la mayor parte del sistema político se deshacía haya sido la única estructura de poder que quedaba en pie –el peronismo bonaerense– la encargada de conducir la transición. Es esa estructura, apenas reciclada, la que hoy funciona como principal sostén del Gobierno.
Pero no sólo el desastre de la Alianza explica la crisis estructural del universo no peronista tras el estallido del 2001. Como demuestra Juan Carlos Torre (“Los huérfanos de la política de partidos”), desde hace al menos dos décadas se viene registrando una desconcentración del voto radical hacia opciones de centroderecha, pero sobre todo de centroizquierda (Frepaso, ARI, socialismo), lo cual revela un debilitamiento más profundo, anterior a los fuegos de diciembre.
El repaso de las últimas elecciones es elocuente. En los comicios de 2003, el radicalismo ofreció dos candidatos (Carrió y López Murphy) y un tercero, el oficial, que obtuvo el 2 por ciento de los votos. Al año siguiente, en las elecciones parlamentarias de 2005, buena parte del partido, en particular intendentes y gobernadores, acompañó al kirchnerismo. Este fenómeno se repetiría en las presidenciales del 2007, en las que el radicalismo no kirchnerista se presentó una vez más dividido entre la candidatura de Elisa Carrió y la fórmula oficial encabezada por... un peronista (Lavagna).
Además de la crisis de representación, existe un segundo motivo, tan estructural como el anterior pero más incipiente, que también podría estar contribuyendo a la forma fluida y un poco exasperante que ha adquirido la oposición, fenómeno bien descripto por Edgardo Mocca en este diario. Me refiero, siguiendo a Mocca, a la crisis de la matriz mediático-dependiente generada por la confrontación entre el Gobierno y un sector importante del universo massmediático.
El estallido del 2001 no sólo desató los procesos analizados más arriba; también dio inicio a un inédito aplastamiento de la política por parte de la agenda mediática. La ley de medios –y el amplio debate que la antecedió– contribuyó a poner en cuestión la credibilidad de los grandes medios por primera vez desde 1983, puso en crisis el suelo sobre el cual se mueven muchos de los líderes opositores, lo que explicaría el lento ocaso de aquellas figuras cuyo ascenso se debe básicamente a sus capacidades mediáticas: el caso de Julio Cobos es el más claro.
Por último, hay un factor más inmediato, político-electoral, que contribuye a explicar la actual situación de las fuerzas opositoras. Las elecciones del año que viene imponen a los líderes opositores una exigencia muy diferente a la del Gobierno: para el kirchnerismo, el único desafío consiste en derrotar a la oposición. Para los candidatos opositores, en cambio, es necesario crear la sensación de que su prioridad consiste en vencer al Gobierno, pero íntimamente saben que lo más importante es derrotarse entre sí: Carrió debe prevalecer sobre Cobos y Cobos sobre Alfonsín y Solá sobre Macri y Macri sobre Duhalde, única forma de alcanzar el ballottage. En este escenario, complejizado por las primarias previas a la elección general, la posibilidad de una articulación opositora se hace difícil.
Por estos motivos (debe haber seguramente alguno más), la oposición no es hoy ni un partido ni una coalición ni un espacio, ni siquiera una perspectiva política, sino un conglomerado confuso y disperso. Dicho esto, se equivocan los kirchneristas que señalan que la irresponsabilidad o el ánimo destituyente son sus principales características. En realidad, si se piensa bien, lo que mejor la califica, el principio que más genuinamente la define, es el tacticismo, reflejado en el espíritu adolescente, en el sentido de inmadurez estratégica, cortoplacismo irremediable, emocionalidad de las decisiones, que, como en la canción de Nirvana, parece guiar cada una de sus acciones.
Por supuesto, la preeminencia de la táctica por sobre los horizontes largos, de la reacción irreflexiva por sobre la decisión meditada, puede derivar en posiciones objetivamente desestabilizadoras, por ejemplo si se aprueban simultáneamente iniciativas chuparrecursos y otras desfinanciantes. Como escribió Rosendo Fraga en una nota publicada en Newsweek, las confrontaciones políticas suelen escalar por una serie de errores de cálculo antes que por una decisión consciente. La radicalidad de los planteos de la oposición, que impulsa el 82 por ciento móvil y la baja de las retenciones al mismo tiempo, es más resultado de su fragmentación que el producto de una conspiración maquiavélicamente planificada y digitada por un comando único.
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