Miércoles, 13 de octubre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINION
Por Horacio González *
En la inauguración de la Feria del Libro de Frankfurt, el presidente de la Asociación Alemana de Editores y Libreros, el robusto Honnefelder, deslizó un alerta y trajinó por un lugar común. El alerta se relacionaba con Google, compañía de la cual dijo que no podía convertirse en la nueva editora única mundial, controlando todos los derechos de autor. El lugar común consistía en una recurrencia a la consabida cita de Umberto Eco respecto de que el libro no desaparecería porque “es un invento perfecto como la rueda o la cuchara”. Ambos temas son delicados: uno trata del control y el otro, del ser. ¿Una única empresa lo tomará todo? ¿Permanecerá el libro? Esta Feria sostiene estas preguntas con un arduo trajinar alrededor de la negociación sobre derechos de autor, y quien no la conocía antes no puede dejar de asombrarse de esos infinitos pasillos (nada borgeanos) donde suceden milenarias escenas de compraventa que podrían evocar las negociaciones sobre resina, madera y trigo de la vieja Liga Hanseática.
Tranquiliza que el tráfico y el lenguaje de la economía de escala sean también pertinentes para hablar de la industria del libro; tanto fervor empresarial no se realiza por nada ni alrededor de insignificancias. La materia que lo convoca es tan importante como el trigo o el caucho. El “libro”, en tanto, convertido en un talismán que resiste a la lengua en la cual se habla de su comercio, consigue adquirir un sentido magnificente. ¿Es así, tan evidentemente, que hay que decir su remota sacralidad? En la inauguración de la Feria, lugar sensible para percibir en sordina estas cosas, la alcaldesa de la ciudad, la muy desenvuelta Petra Roth, se permitió una ironía sobre la Argentina en cuanto a la relación entre libros y la economía de la carne, paralelismo dicho con buen humor (ya Martínez Estrada lo había lanzado como amargo pinchazo) y lo remató con otro que le pareció adecuado para un país como Alemania: el paralelismo entre libros y la industria del acero. Habrá que resignarse.
En medio de eso, el discurso de la presidenta argentina, Cristina Fernández de Kirchner, contuvo dos rarezas. Se llamó a sí misma “militante”, una expresión que suele emplear puertas adentro, pero que en Frankfurt podía resonar con un peso adicional, dado que las identidades en juego eran las de empresarios, políticos, libreros, editores, escritores e intelectuales, ninguna de ellas ajena a la idea de militancia pero en planos sumergidos del tiempo o de la memoria. Es decir, planos subyacentes en la conciencia remota o implícita. Y convocó a Elsa Oesterheld para un pequeño discurso dentro de su propio discurso. Elsa dijo “yo que creí estar muerta y hoy vuelvo a tener esperanzas”. La frase es de las más fuertes que puedan pronunciarse, pues les da un punto de vista estremecedor a las militancias por los derechos humanos, porque en un chispazo inusitado de verdad pone en acto el volver de la muerte, y a la muerte en vida como un debate íntimo en el que hay que triunfar sobre sí mismo. El dicho de Elsa fue colocado como un principio reactivador de todo lo que sabemos, pero a veces no encontramos la forma de hacerlo sonar fuera de los arquetipos ya explicitados.
Hay que decir que las advertencias que se hacen los editores alemanes respecto de Google (dichas con un saludable desenfado que no suele emplearse en nuestro medio) no son acompañadas por una observación con respecto a lo que la Feria implica para los lectores del mundo. Es evidente que las fusiones interempresarias, la hegemonía de una cúspide del poder editorial mundial, la superabundancia de esquemas de marketing y de iconos publicitarios tiene una riesgosa facultad implícita para reordenar los colectivos nacionales de lectura. Llamo así a la capacidad fuerte de remoción de las vetas culturales locales, a la que se le aceptan sus iconos (el pensamiento sobre los iconos es propio de la globalización, no hay que reprochárselo a nadie en especial), pero a la que se le seleccionan y promueven nuevos focos de interés. Legítimo movimiento, sobre todo si coincide con lo que ya los lectores locales han decidido, pero que ahora hay que apreciar como el verdadero final del ciclo de editores como Glusberg, Gleizer o Samet. Ellos editaban a Borges, Marechal o Scalabrini Ortiz y también vivían en el interior de la obra de esos autores, como impulsores o comentaristas. Si sobreviene el editor que se insinúa en los pliegues de la Feria de Frankfurt, la intercalación compulsiva de esa venerable figura en las obras puede desequilibrar definitivamente una relación que dura ya dos siglos, para convertirse en una absorción por parte del editor de las artes y la figura misma del autor.
No es que no haya (precisamente como efecto del movimiento de concentración) cada vez más editoriales pequeñas y con independencia de las marcas de la globalización, pero el movimiento de universalización apremiante es tan poderoso que hasta puede hacer peligrar la lectura de Borges, y aprovechando la vocación irónica de este autor para inspirarse en los grandes moldes mitológicos del relato (e incluso en procedimientos cinematográficos y del comic ya desde los años ’30), convocarlo para un barrido y un fregado en la ocasión que cuente. Lo hacen ellos y lo hacemos nosotros. El pensamiento sobre los iconos pertenece a las religiones, a los organizadores culturales y al turismo. Aunque los que lo festejan y verdaderamente viven en su interior, si son pseudoeruditos, no quieren luego verse reflejados en él. Precisan iconos pero después salen a denunciarlos. Lo cierto es que el stand argentino fue criticado inicialmente por quienes sospechaban una obvia iconología, pero estos críticos no eran iconoclastas, sino que defendían sus propios signos ya bendecidos y santificados. El resultado de aquellas tensiones fue una exposición argentina donde los iconos más tiesos se dispersaron, y aunque sobrevivió un Maradona lateral, lo que se vio fue una meditada señalización de los tramos ostensibles de la historia nacional, bien cuidada, aireada y nutrida de todos los nombres que chocaron entre sí pero que ahora estaban, por así decirlo, a la espera de una nueva interpretación. La proyección de ese stand sobre la política nacional real puede dar resultados sorprendentes.
A propósito, la intervención de las instituciones culturales públicas es indispensable para no naufragar en el molde la historia universal –el icono de todos los íconos– pues ésta debe existir a condición de no asfixiar las historias singulares, absteniéndose de anexarlas a una única dicción. El tema es acuciante en relación con el juicio sobre la recurrente violencia en la historia y su reparación en el lenguaje y las éticas colectivas. Los muertos, como se ha dicho, siempre están en peligro. Pero las injusticias de una civilización no pueden sustituir a las injusticias de otra civilización. Las víctimas de un mundo histórico no pueden sustituir a las víctimas de otro mundo histórico. Y si bien hay cotejos y semejanzas, ya que en lo sustancial la humanidad es una sola, eso ocurre con mayor verdad si un contorno nacional o cultural sigue ostentando sus propias palabras para decir lo que le compete.
La frase de Elsa Oesterheld, la más literaria que en toda la Feria se pronunciara, fue parte de esas “propias palabras” con las que los ámbitos de los que provenimos hacen ronda sobre sus temas esenciales, y los confrontan con los de una humanidad que no existe si esos ámbitos no tuvieran voz, incluso de carácter previo a lo que se ha fijado en las memorias universales, por más justas que sean. En Frankfurt, una ciudad donde tranvías del domingo sacan a pasear a adolescentes disfrazados de historietas japonesas (todo simpático, y todo discutible), se proyectaba sobre el país argentino y sus encrucijadas culturales la necesidad del Instituto del Libro y de todo lo demás que sea necesario para intervenir en ellas como lectores argentinos y a la vez lectores universales.
* Sociólogo, director de la Biblioteca Nacional.
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