Lunes, 1 de noviembre de 2010 | Hoy
Por Bárbara Caletti Garciadiego *
Una leve inversión de memoria (o relectura atenta de tantas notas periodísticas) permitiría hacer un repaso –frondoso por cierto– de los aciertos políticos del kirchnerismo. Se deben estar haciendo y no creo que sea para nada vacuo repasar desde las grandes políticas de Estado hasta esos pequeños gestos que por simbólicos no dejan de ser significativos.
Sin embargo, no es eso lo que me moviliza a escribir. Se murió Néstor Kirchner y fui a la Plaza. La Plaza. Y no fui sola. Eramos muchos, centenares de miles quienes nos acercamos allí. Valga el detalle: en gran medida jóvenes, casi todos autoconvocados. Muchísimos veinteañeros como yo. Buscábamos digerir la noticia, pero también algo más...
Y es que el miércoles 27 fue uno (otro) de esos momentos en que sentís que la historia se te mete en las venas. Te transita como el líquido de contraste que se usa en los estudios médicos. Te sentís ahí, un pequeño punto y coma, espacio entre esas líneas que serán leídas en futuros lustros, y también –por qué no– lejanas décadas. Sentirse parte de algo más, de un sujeto colectivo. Hacer, o más bien ser la historia. Entendámonos: Historia con mayúscula. Y protagónicamente.
Esto, a lo que algunos nos hemos venido acostumbrando, y a otros –tal vez mayores– no les resulte demasiado extravagante, está lejos de ser algo que se deba dar por sentado. Ese anhelo, ese ímpetu, esa inquietud, ese interés por sentirse parte y hacerse oír no siempre está. Y probablemente si escribo estas líneas es porque creo que es imprescindible destacarlo.
No hace falta mirar demasiado atrás, ni demasiado lejos, para recordar que no siempre tuvimos esa chance. O dicho de otra manera, no siempre nos hicimos cargo de ese derecho. Si se me permite un excurso (muy) personal: sin ir más lejos, hoy México se desgarra por dentro. Casi 30 mil muertos por la narcoviolencia en los últimos cuatro años... amén de otras catástrofes –como la pobreza–, que por más viejas no dejan de ser menos acuciantes. Y la mayoría de los mexicanos lo miran como si les fuera ajeno, como si le pasara a alguien más... esperando simplemente que en algún momento “deje de pasar”.
Y aunque esto de ser historia es un derecho, es también un “lujo”. No porque haga falta algo especial para ello. Por el contrario, lo maravilloso de la cosa pública es que no admite restricciones, no exige requisitos formales ni excelsos doctorados. Todo lo contrario, se trata ¿tan sólo? de querer participar. Ojo, no es poco. Ni más ni menos que involucrarse. Hace falta salir a la calle –ese maravilloso escenario de la experiencia colectiva, intransferible e irrenunciable que es la calle– y alzar tu voz. Reclamar tu lugarcito en la historia. Claro, eso significa tener que abandonar –aunque sea de vez en cuando– el pequeño rincón cómodo de la casa. Escapar de la quintita de egoístas mezquindades y escepticismos.
Durante mis años de adolescencia en los ’90, “ser parte de la historia” no era para mí más que una fantasía romántica. Era algo que les pasaba a otras gentes, en otros siglos y otros contextos. (A menudo, se encarnaba en la Revolución Francesa. La imagen de la toma de la Bastilla y París entero derrocando a Luis XVI era –en mis ojos– eso que yo quería estudiar porque no podía hacer: la historia.)
El kirchnerismo vino a sacudir profundamente eso. Probablemente no desde la primera hora. Pero me fui encontrando con que, cada vez más, me sentía parte de la Historia. Haciéndola. No porque antes no hubiera ido a la plaza, o a alguna que otra marcha, pero no dejaban de ser reflejos defensivos.
Algo vino a cambiar diametralmente desde la asunción de Néstor Kirchner. Y supongo que es debido a que sólo redignificando a la política, devolviéndola al lugar que se merece –su más grande e importante legado–, que la participación y el involucramiento político de cada uno cobra un sentido distinto. Al menos en mi vida, empecé a involucrarme de otra manera. No ya desde una posición defensiva, sino como parte de un sujeto colectivo.
Creo que somos muchos los que en los últimos siete años empezamos a discutir política desde otro lugar, de otra forma y con otra actitud. Saliendo a la calle para apostar por algo. Copando la calle para manifestar lo que pensamos. Y lo hacemos cada vez que consideramos que hay algo para decir (que viene siendo bastante seguido) y no meramente cuando viene un recorte presupuestario –de los que ya no hay– que nos afecta en lo personal. Es por eso que creo que, con distintos ritmos y de distinta forma, somos muchos los que nos hemos ido involucrando de otra manera en la cosa pública. Cada vez más lejos de ese lugar cómodo del que no se la juega, desde una crítica aséptica de compromiso, esterilizada de barro, de calle.
Es sólo así que puedo entender que en la plaza, además de tristeza, hubiera esperanza y alegría. Y no sólo por el legado, la larga lista de logros de la era K que enumerarán los obituarios. Sino también por el futuro, por haber recuperado la calle y por las cosas que aún están pendientes y sobre las que es necesario avanzar. Porque no es poco lo que todavía falta hacer, pero sobre todo porque elegimos las batallas que queremos dar. Es así, involucrados y comprometidos, que podemos hacer la Historia. Nuestra Historia. Hacerla carne en nosotros mismos.
Tal vez por eso, no era extraño –ni desubicado, ni absurdo– escuchar en la plaza: “Ahora no nos para nadie, ¡ahora vamos por más!”.
* Historiadora, docente de la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).
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