EL PAíS › OPINIóN

Con la coma

 Por Eduardo Aliverti

Dolor y festejo, salvo alguna excepción, vienen a ser como antónimos perfectos. Pero no es tan obvio que tampoco son iguales la consternación y el dolor, aunque suenen parecidos. A estos dos últimos términos volvió a usárselos casi como sinónimos. Y la diferencia entre uno y otro, más allá de precisiones semánticas, es muy importante para juzgar una de las reacciones, tal vez inesperada, ante el impacto que produce el muerto.

El dolor es patrimonio de los que sienten que con este modelo recuperaron, ante todo, antes que absolutamente nada, la posibilidad de creer en la política como un instrumento que puede servir para mejorarnos la vida, y no siempre para jodérnosla. Que hay dirigentes políticos que no viven para cagar al pueblo. Cabe interrogarse por la influencia que habrá tenido, en esta notable muestra masiva de dolor, el hecho de que Kirchner no haya parado un segundo a pesar de su salud debilitada. Todos los que, en público, le pedían que frenara, le exigían en verdad que dejara de confrontar. Porque si lo hacía, podían recortar aquello en que los afectaba. Mucho o poco, los jodía que Kirchner no parara. El tipo, como cualquiera, andaba sin detenerse por una pulsión vivencial. Vaya uno a saber cuánto de consciente era en torno de que, si no regulaba la máquina, la muerte próxima sería inevitable, o al menos una probabilidad. Pero, ¿a cambio de qué parar la máquina? ¿De dejar de ser? ¿De pasar por la vida, en vez de vivirla como a él le gustaba? La primera impresión e incluso bastante después ante la noticia de su deceso, coincidamos, fue incredulidad. ¿Por qué, si se conocía que estaba mal? Porque al líder, al referente, al conductor, en primer término no se lo imagina muerto y, después y por eso mismo, no se quiere que se detenga. Y si cumple con eso, con lo que se quiere de él, al cabo no interesa si dio la vida por su pueblo o por él mismo. Lo que importa es lo que uno quiere imaginar que hizo. Pero para eso, pequeño detalle, debe haber pasado que lo que hizo benefició a mucha gente, porque de lo contrario esa gente ni siquiera se toma el trabajo de imaginar nada. Es eso de que la memoria no consiste en lo que pasó, sino en lo que se construye de lo ocurrido. Y se construye por la necesidad de creer; que en política, para el caso, significa creer que esa necesidad fue satisfecha en buena medida. ¿A qué salió a la calle y fue a la Rosada, dolorida pero efervescente, semejante multitud? ¿A qué, nutrida por tanta gente humilde, y tantos pendejos golpeándose el corazón y surgidos desde lo que se creía la nada misma dejada por el menemato, y tanto oficinista que gana dos mangos y hasta una izquierda que sin venir del palo estaba segura de que debía estar ahí? ¿A qué, que no sea que además de lo habido hay un por haber sólo canalizable en la realidad de agarrarse de este piso? El festejo es más detectable aun. Festejan la Rural, los grandes medios, Carrió, el Episcopado, Duhalde, los genocidas, tanto ganso que llama a las radios, variados factores de poder, fachos de la clase mierda, etcéteras. Esos también son pulsión primaria en su festejo, porque, a poco que se detengan en examinar, se murió la figura que les concentraba el odio y el discurso único. Y entonces tienen dos problemas: de dónde diablos salió toda esta gente emocionada; y cómo se hace para seguir bardeando a una mujer sospechosa de no retroceder, pero encima con imagen, real o construida, de sola contra todos. Es decir: contra todos ellos. Y con tanto pibe que la banca.

Finalmente, la consternación. El “¿y ahora?”, que se escuchó por tantas vías. Hay lo especulativo de quienes tienen intereses concretos. Kirchner, quedó dicho, era el gran ordenador de la oposición, en todas sus vertientes. Su iracundia, sus provocaciones, si se quiere sus excesos, amalgamaban a la contra porque fue él, Kirchner, quien instituyó esa suerte de “péguenme, cuanto más, mejor, porque me hacen más fuerte”. Si Cristina era y es la jefa de Estado, él era, sin la más mínima duda, el jefe político. El era el barro. Era la tensión con el sindicalismo pesado, el que maniobraba con los barones mafiosos del Gran Buenos Aires, el que operaba, el ministro de Economía, el que les ponía los puntos a los generales y coroneles del establishment. En la división de tareas de la férrea sociedad política del matrimonio, la fortaleza Cristina se ocupaba de bajar las grandes líneas discursivas con una oratoria impactante. Pero el barro era él, y ahora hay que ver quién lo cubre: no necesariamente porque ella no sabría cómo hacerlo, sino porque no puede, ni debe, atender todos los frentes. De modo que el Poder –una parte del Poder– se quedó momentáneamente sin el gran interlocutor con quien trabarse en combate. Y con la mujer, esa mujer, erigida en amazona solitaria. La cosa es que tal idea de desamparo no cruza solamente al nivel dirigencial opositor. Alcanza también a los que, consternados pero desde la planicie, pasaron a preguntarse quién ordena la mugre de aquí en más. Mal o bien, lo hacía Kirchner y, tanto que lo putearon los incontinentes del “dónde iremos a parar”, resulta que él garantizaba la “gobernabilidad” desde el fango. El enorme desafío de Cristina es encontrar el reemplazo de esa administración del lodo, porque con todo no va a poder. Y acaban de debutar, consternados, ante la muerte, los dudosos de si esto no será aunque sea lo menos malo frente a la impresentabilidad de la oposición.

Si es por interrogantes y ante la impresionante manifestación popular frente al muerto, algunos deberían preguntarse por qué no habrán cumplido su farsesca palabra de retirarse para siempre de la política. Algunos deberían preguntarse por toda la militancia que les falta, antes de siquiera soñar que el pueblo llorará por ellos. Algunos deberían preguntarse si acaso no es hora de sumar con honestidad ideológica a la espectacularidad de la política real, y no a la política de la espectacularidad. Algunos deberían preguntarse si no es mejor no dejar un solo resquicio más, para liquidar la sospecha de que pueden ser la gran candidatura blanca. Algunos deberían preguntarse si no les queda algún rincón para la incertidumbre, cuando resulta que ante el muerto rindió homenaje tanto mundo del mundo del que según los grandes medios estábamos aislados. Algunos deberían preguntarse si les conviene persistir en su presentación como única salida posible y revolucionaria, al comprobar que tantos pibes movilizados prefieren militar y conmoverse con otra esperanza. Los momentos dramáticos sirven para medir la capacidad de no quedar en el lado equivocado.

Casi ayer, hace menos de diez años, esta sociedad salía a la calle con aquella clamorosa exigencia de que se fueran todos. Todos. Que no quedara ni uno solo. Hoy, mucha de esa misma sociedad volvió a las calles a llorar que se fue un político en plena actividad. Y a darle fuerza a una Presidenta. Se piense como se piense acerca de este Gobierno, nadie puede rebatir seriamente que el salto entre una y otra situación supone una mejora general de expectativas populares.

“Estoy azorada”, decía el viernes una oyente radiofónica. “Hasta el miércoles estábamos todos de acuerdo en que la inflación es un desastre, y en que ya no damos más con la inseguridad, y en que había que cuidarse hasta en el censo. Y resulta que ahora salen esta multitud y todos estos pibes a defender al Gobierno.” Ese mensaje, seguramente, es representativo de los tantos que acaban de descubrir que el país de Clarín & Cía. no es el único.

Chau, Kirchner. Pero chau así, únicamente con coma. Porque sin coma es de los miserables que estaban apurados por que te murieras. Sin coma es de esa gente que debe estar cayendo en la cuenta de que está en problemas, vista toda la otra gente que salió y dijo lo que dijo: ni un paso atrás.

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