EL PAíS › LILIANA CHIERNAJOWSKY *

Sobre mitos y carismas

Uno de los efectos de la muerte de Néstor Kirchner fue la proliferación de análisis políticos que buscan explicar el masivo apoyo popular a quien hasta hace unos días había sido demonizado por la oposición político-mediática. El poder “K”, es preciso recordarlo, sería nazifascista, espurio, sediento de poder, corrupto, ubicado a la derecha del menemismo, autoritario y manipulador de todos los colectivos que lo acompañan, sean organismos de DD.HH., militantes sociales, intelectuales, artistas populares o (sobre todo) pobres arrastrados por un choripán y un Plan Trabajar. En su columna del 6/9/09, Eduardo van der Kooy se refirió al ex presidente como uno de esos maníacos que en EE.UU. protagonizan matanzas masivas sin que nadie sea capaz de pararlos por temor a desastres mayores. La nota está ilustrada por Hermenegildo Sábat.

Para algunos intelectuales críticos al gobierno, Kirchner ni siquiera merecería la categoría de líder populista según lo entiende Ernesto Laclau (más allá de las conocidas críticas a Laclau) dado que no habría podido expresar una auténtica articulación de demandas ciudadanas. Su genio político sólo daría cuenta de una extraordinaria acumulación de poder. Post mortem, muchos de esos análisis se refirieron al carisma, su naturaleza intransferible y la posible configuración de un mito.

Algunos no sabemos si el vapuleado ex presidente fue un líder carismático y menos aun si se convertirá en mito. Pero puede advertirse el peligro de que esas categorías pretendan licuar el contenido y los significados de su acción política. Al mito, en tal caso, podrán explicarlo diversas disciplinas. Ahora, qué duda cabe, lo que interesa es la política. El carisma, es cierto, no se hereda pero sí es posible acompañar una propuesta, participar de su construcción y apoyar una acción de gobierno que desde hace tres años es conducida por la actual Presidenta. Néstor Kirchner fue, ante todo, un político cabal: apareció en la escena nacional después de la crisis del 2001, supo interpretar sus sentidos más profundos y, parado en el 22 por ciento de los votos, trazó en líneas gruesas pero decisivas un modelo (podemos decirlo sin pruritos) que recogió parte de la memoria histórica de antiguas tradiciones libertarias y populares, y supo responder a nuevos desafíos en un país que había perdido la autoestima, las expectativas en la política y sus posibilidades transformadoras.

El kirchnerismo estableció, sobre todo, un fenomenal debate cultural y político, recuperó palabras que parecían muertas, reinstaló conceptos que el prolongado discurso único de finales y principios de siglo nos había impuesto como definitivamente perimidos. Se recuperaron viejos derechos avasallados y aparecieron y se reconocieron nuevos. En ese sentido, es un mojón que le da continuidad y perspectiva al proceso de construcción de ciudadanía, de derechos y conquistas siempre en disputa. Como una huella que se incrusta en el trazado, nunca lineal ni estático, de la “gran tradición” de un pueblo. Todo lo que falta, todo lo que duele, ya lo sabemos. Pero queremos reconocernos y recuperar un conjunto de ideas políticas desde donde poder intervenir y pensar soluciones. A las que se instalaron, hegemónicas, hasta la llegada de Kirchner, se las conoce bien por sus resultados.

En Resistencia e integración (1990) el inglés Daniel James se pregunta con agudeza por las razones que hicieron que la clase trabajadora argentina estableciera una relación decisiva y permanente con el peronismo, diferente de otras experiencias populistas latinoamericanas. Su análisis descarta como principal factor explicativo la mejora sustantiva de las condiciones materiales de vida, reductible a un racionalismo social y económico básico. En cambio, sostiene que en esa relación hubo “algo más” que no acepta simplificaciones, como la consabida manipulación. James se interesa por el factor político, analiza la retórica de Perón y la compara con la de sus adversarios. Afirma que con su énfasis en la dimensión social de la ciudadanía, Perón desafiaba la validez de un concepto de democracia que la limitaba al goce de derechos políticos. Y que su insistencia en una idea de democracia que indefectiblemente debía incluir derechos y reformas sociales fue comprendida cabalmente por los sectores populares. En contraste, esos mismos sectores recibían con escepticismo los discursos y símbolos formales del liberalismo vernáculo. La Década Infame, con sus secuelas de frustraciones individuales y colectivas, fue el punto de referencia sobre el que se configuró la cultura peronista, cuyos significados menos tangibles fueron el orgullo, el respeto propio y la dignidad conquistados por mayorías anteriormente humilladas. El poder social herético que el peronismo encarnaba se expresó también en el empleo del lenguaje.

Salvando las notables diferencias, es posible emparentar estas observaciones de James con algunos rasgos de los gobiernos de Néstor y Cristina Kirchner. En primer lugar, el presidente Kirchner entendió que la gran crisis que se desencadenó en 2001 había sido nuestra década infame contemporánea. La tomó como contraste y contramodelo para levantar el propio. Buscó llegar a todos aquellos que vivimos esa bancarrota personal y colectiva y restaurar la confianza en un cambio. No sorprende que los que entonces eran muy jóvenes experimentaran sus gestos como maderos en medio del naufragio. El kirchnerismo es también lo más parecido a la versión del peronismo que se constituyó en los orígenes de ese movimiento. La comparación con los años ’70 carece de asidero en elementos básicos: el contexto de violencia armada, el rol impotente de Perón, la escasa acción de gobierno alcanzan para comprenderlo. El desarrollo de esas relaciones supera las posibilidades de esta nota, que apenas quiere destacar la retórica que el kirchnerismo construyó a partir de muchos y potentes gestos heréticos, todos recordados en estos días.

Quizá esa saga comenzó con la remoción de la Corte adicta, una decisión que, siendo un legado de radical republicanismo, paradójicamente no se detuvo en pruritos procedimentales señalados en ese momento. Los que todos los jueves participamos de las manifestaciones frente a Tribunales reclamando esa medida, nunca imaginamos la impronta que el novel presidente le imprimiría a ese cambio. Nuestras mentes aun colonizadas por el posibilismo hubiesen considerado una herejía el nombramiento de algunos integrantes de la actual Corte Suprema, o el posterior de Mercedes Marcó de Pont al frente del Banco Central. Néstor Kirchner, que no era un orador brillante, les dio brillo a sus obras, y su gestualidad audaz y desenfadada alcanzó un enorme valor simbólico. Ese discurso en acción recuperó el rol del Estado y la centralidad de la política, a la que le devolvió la efectiva dirección del rumbo económico, el poder de plantarse frente a interlocutores poderosos y la búsqueda irrenunciable de justicia social en la acción de gobierno. Postulados que parecen obvios, pero no lo son. Serán, en cambio, materia de luchas por los significados dentro del mismo peronismo.

No debería sorprender la repentina visibilización de quienes apoyaban esas medidas a pesar del implacable bombardeo mediático-político. Son más o menos los mismos que se habían manifestado festivos en el Bicentenario. Allí pudo sentirse algo más que un repentino orgullo patrio o las ganas de disfrutar un show artístico. No se concurre masivamente a una convocatoria que pueda sentirse ajena o contraria a los intereses propios. Se compartió un estado de ánimo colectivo; una interpretación de nuestra historia bicentenaria y reciente; una vocación latinoamericanista. Esa convocatoria fue abierta, plural, sin banderías, y así fue también la adhesión, sin clausuras, sin explicitud de pertenencias, sólo acompañando gratamente un curso de la cosa pública, de la acción política.

* Comunicadora social.

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