Lunes, 15 de noviembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › EL TESTIMONIO DE MARíA DEL ROSARIO CARBALLEDA DE CERRUTTI EN LA CAUSA ESMA
A pedido de la fiscalía y las querellas, Carballeda contó cómo fue la infiltración de Alfredo Astiz entre las Madres de Plaza de Mayo y relató el secuestro realizado en la iglesia de la Santa Cruz, el 8 de diciembre de 1977.
Por Alejandra Dandan
“¿Por qué estábamos muertas de miedo?”, preguntó. “Porque veníamos de sufrir los secuestros de nuestros hijos, íbamos buscando respuestas y, cuando creíamos que podíamos encontrar algo, vemos el secuestro de otras madres: estábamos aterrorizadas, a esa altura nos seguían por todos lados y, entonces, volver a la Plaza era trágico.”
María del Rosario Carballeda de Cerrutti declaró en la causa ESMA. A pedido de la fiscalía y de las querellas, habló de la infiltración de Alfredo Astiz en el grupo de las Madres de Plaza de Mayo y del secuestro en la iglesia de la Santa Cruz, el 8 de diciembre de 1977, en el que ella estuvo presente, y desde donde corrió escuchando cómo los militares gritaban que estaban haciendo un operativo antidrogas.
En julio de 1977, Albano Harguindeguy les prohibió a las Madres pararse en la Plaza de Mayo porque había estado de sitio: pero ellas igual empezaron con las rondas. En ese momento, empezó a acercárseles un joven, el único: “No queríamos que viniera ninguno, ni siquiera otros hijos, porque teníamos miedo, pero él nos decía que su hermano estaba desaparecido y que su mamá estaba en Mar del Plata y no podía venir”. Ese joven, explicó, fue el capitán Astiz: “Era un joven que se hizo llamar Gustavo Niño, que siempre estaba al lado de Azucena (Villaflor), tanto que todo el mundo pensaba que era su hijo, no le perdía un paso, donde estaba Azucena estaba él”.
Astiz empezó a ir a la Iglesia de la Santa Cruz donde se congregaba un grupo de familiares para organizar la recolección del dinero de la solicitada en la que iba a aparecer el primer listado con más de 800 nombres de desaparecidos. Pero se les presentaba además en la Plaza San Martín, cuando ellas se juntaban por alguna visita extranjera, o en la Plaza de Mayo. En esos momentos, volvía a acercarse a Azucena. “Azucena de alguna forma era como una líder de nuestro grupo”, dijo María del Rosario el jueves pasado. Azucena fue quien alguna vez les había dicho que debían ser mil mujeres y entrar en la Casa de Gobierno para que les dijeran qué pasó con sus hijos. “Y él la seguía por esto, evidentemente –explicó–, ella era muy activa, de modo que se acercó por sus dotes, sus expresiones tan fuertes.”
El 8 de diciembre de 1977 fue un jueves. Las Madres iban a terminar de reunir el dinero de la solicitada en algunas iglesias. Azucena y Nora Cortiñas estaban en Betania. María del Rosario, en la Santa Cruz. Allí estaban también María Ponce de Bianco y Esther Careaga, las dos madres secuestradas esa noche. Y estaba Alice Domon, la monja francesa.
María Ponce sabía mucho de política, dijo María del Rosario. Y le gustaba hablar de política. De hecho, esa noche, en la puerta del jardín de la Santa Cruz, ambas estuvieron hablando de los Estados Unidos: “Ya empezábamos a leer el documento de Santa Fe y discutíamos la posición norteamericana sobre Latinoamérica”. Esther Careaga, a la que ellas conocían como Teresa, había vuelto de Brasil después de recuperar a su hija para luchar por la recuperación de los otros hijos. Y sobre Alice Domon explicó: “Era nuestro sostén espiritual porque estábamos desquiciadas y a veces no sabíamos lo que hacíamos: era tan grande la desesperación que ella nos servía como un paño de lágrimas”.
María del Rosario estuvo con ella esa noche, casi una hora, prácticamente el último día de su vida, dijo, “el último que yo la vi”. Alicia, María Ponce y ella estuvieron paradas en la puerta de entrada al jardín. Cuando estaban por irse, vio a Esther Careaga salir por la puerta con otra mujer. “Yo iba cinco metros atrás, con María Ponce, íbamos contra la pared, y de pronto un hombre de mangas de camisa, agarra a Esther y la tira contra los coches. Yo le grito: ¡qué pasa!, ¡qué pasa! Saca a María y a mí me tira contra la pared. Atrás venían Beatriz Aicardi y Nélida Chidíchimo.”
Ese relato de un secuestro mil veces contado es, para la causa, una pieza valiosa. La fiscalía le pidió a María del Rosario que dibujara en una pizarra la ubicación de cada una de las personas. A ellas las empujaban, explicó, mientras alguien pasaba gritando que era un operativo por drogas. “Eran hombres robustos en mangas de camisa, con armas, violentos porque nos tiraron con toda la fuerza, yo podría reconocerlos: en aquel momento eran jóvenes, tendrían 35 o 40 años”. María del Rosario no pudo ver si estaban en coche o no. “Salía gente de la iglesia, nosotras nos metimos en medio de la gente, llegamos a Independencia, paramos un taxi, Nélida se bajó en Once, y yo seguí hasta la casa de Emilio y Chela Mignone. Y cuando les digo que se las habían llevado, bueno...”.
¿Estaba Astiz?, preguntó la fiscalía. “Yo no lo vi, pero estaba –dijo–, me consta.” Incluso dicen que besaba a una madre, dijo, y que después se pensó que era para que la identificaran los represores que entraron a buscarlas.
Mignone se fue a la Comisaría 8ª, nadie sabía cuántos eran los que se habían llevado de la Santa Cruz. Hubo más secuestros esa noche, y a Azucena la secuestraron dos días después. En la Iglesia, además, habían quedado tres chicos llorando, los sobrinos de una de las desaparecidas. El jueves siguiente, las Madres volvían a acercarse a la Plaza: “Estábamos en un bar cerca de la Plaza de Mayo –dijo María del Rosario– y lo vimos pasar a Gustavo Niño, y nosotras pensábamos que estaba desaparecido. Estábamos esperando para entrar a la Plaza, pero estábamos muertas de miedo. Le hacíamos señas. Kety le hacía señas: ¡andate!, ¡andate! ¡No nos comprometas más!”. Entonces ya habían comenzado las sospechas.
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