Miércoles, 22 de diciembre de 2010 | Hoy
EL PAíS › OPINIóN
Por Gustavo Maurino *
La toma del Parque Indoamericano permitió que afloraran diversos puntos de vista propios del imaginario conservador que nunca está de más replicar, al menos para quienes creemos que las ideas equivocadas, sobre todo las populares, deben ser discutidas y derrotadas públicamente. Llamaré a la idea que quiero replicar aquí “el argumento del taxi”, pues es allí donde lo escuché muchas veces. El argumento del taxi suele concitar el acuerdo espontáneo del viajero de clase media –que puede desplazarse por la ciudad sin compartir el tan económico transporte público– y el esforzado trabajador del taxi, que desfallece doce horas diarias para conseguir una mínima diferencia para sobrellevar su austera dignidad; y sintéticamente afirma lo siguiente: es injusto, se dice, que el Estado destine dinero para brindar soluciones de vivienda a quienes viven en la “informalidad” o la “ilegalidad” en villas, asentamientos, tomas, o situación de calle, mientras los trabajadores humildes, que viven en la legalidad carecen de ayuda para acceder al crédito que necesitarían para comprar la casa que alquilan, y la clase media “a quien nadie le regaló nada” carece de posibilidades de acceder a una casa mejor o más adecuada. Según el argumento, las razones de la injusticia son dos: por un lado, el Estado que asiste a los villeros-tomadores premia a quienes violan la ley y castiga a quienes la cumplen, y por el otro fomenta una cultura parasitaria y desalienta la cultura del trabajo y el esfuerzo.
Pues bien, el primer error que encuentro en el argumento consiste en que presupone que es lo mismo el acceso a vivienda digna para una familia que vive hacinada en esos ghettos sociales que son nuestras villas y asentamientos, y el acceso a una casa propia para el esforzado trabajador –el taxista de nuestro ejemplo– que alquila su casita humilde pero digna; o el acceso a una propiedad inmueble de mejores condiciones para nuestro pasajero de clase media. De este modo, pasa por alto la diferencia fundamental que existe entre un bien básico y esencial para la dignidad, el autorrespeto y la autonomía personal (como es el acceso a vivienda digna), por un lado, y los bienes instrumentales para el bienestar, o las ventajas económicas para el progreso, por el otro. El hecho de que el dinero compre ambas cosas no implica que ambas cosas sean lo mismo. Proyectado al campo de la salud –otro derecho humano–, el argumento del taxi se vería como la queja de un individuo porque el Estado subsidia a un villero-usurpador-ilegal para acceder a una cirugía vital mientras le demora a él un apoyo económico para el tratamiento médico de su miopía. Pero, además, los viajeros de nuestro taxi pierden de vista precisamente el hecho de que “ellos” ya tienen, y seguramente siempre han tenido, vivienda digna –sea propia, alquilada, prestada, heredada– y los “otros” no. Su propia situación de ventaja les imposibilita ponerse en el lugar de esos que carecen de los bienes fundamentales.
El tercer error implicado en el argumento del taxi, acaso el más importante, resulta de la equivocada concepción de justicia social que lo informa. Supongamos que un gobierno decidiera destinar una nueva partida de fondos para facilitar el acceso a la vivienda. El argumento del taxi rechaza que su asignación se haga en base a criterios de necesidad y presupone que deberían distribuirse en base a ciertos criterios de merecimiento moral (por ejemplo, a quienes más trabajan, a los más honestos, etc.). Dicha posición es inaceptable en el caso que analizamos, en varias dimensiones: el merecimiento individual no puede ser criterio válido para asignar bienes básicos para la dignidad y autonomía, pues éstos son por definición debidos a todos por igual, y son ellos mismos precondiciones para el de-sarrollo de nuestras capacidades y méritos. Los bienes básicos deben garantizarse universalmente y distribuirse con criterio de prioridad para los más desfavorecidos o necesitados, no para los “mejores” o “más esforzados”. Sólo cuando el piso de dignidad humana esté asegurado y la igualdad de oportunidades garantizada, una sociedad justa podría incluir entre sus criterios distributivos públicos la consideración del mérito individual y sólo para bienes secundarios.
Por lo demás, en las sociedades latinoamericanas, que arrastran décadas de altos niveles de desigualdad estructural, son incomparables las oportunidades y ventajas económicas, sociales y culturales con las que hemos contado aquellos a quienes el azar nos regaló el hecho de nacer y vivir integrados a las ventajas de la ciudad formal y quienes han nacido o vivido su vida en villas o asentamientos. Ignorar ese formidable condicionamiento social y tratar a todos como igualmente responsables de su situación respecto de los bienes básicos de dignidad es un insulto moral.
La solución habitacional para la familia-villera-que no tiene vivienda digna no es un premio a su eventual conducta ilegal, sino el camino a la reparación de una injusticia social estructural de la cual es víctima, y no fomenta una cultura parasitaria sino que, al contrario, crea dignidad y autonomía para romper el círculo de dependencia.
Tampoco es un castigo al trabajador, que tiene su dignidad asegurada, ni un desaliento a la clase media, que recibimos los beneficios de los bienes y oportunidades institucionales, sociales, culturales –y también varios beneficios económicos– sobre los que hemos de-sarrollado nuestra propia autonomía y de los cuales han estado excluidos esos “otros”, sobrellevando vidas indignas, allí, donde los taxis no entran.
* Codirector de la Asociación Civil por la Igualdad y la Justicia (ACIJ).
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